Este relato, lo escribí hace algunos meses y lo envié a un concurso literario, en el que ponían como condición que fuese un relato "No publicado" Por eso lo quité del blog. Después de que no haya sido seleccionado en el concurso, vuelvo a ponerlo para que los seguidores de este blog puedan volver a releerlo o leerlo por primera vez si me leen desde hace poco. Espero que les guste.
Dr Miriquituli.
UNA NOCHE EN LA VENTA DE FRASCUELO.
Mi nombre es Armando Volpini y nací en un pequeño pueblo cerca de Nápoles.
Ya soy un hombre viejo y después de muchos años he regresado a España, a los
lugares donde en mi juventud combatí por mis ideas, ideas que entonces
consideraba, más importantes que cualquier otra cosa.
Siendo estudiante me afilié al partido comunista de Italia, donde permanecí
hasta que después de la Segunda Guerra Mundial abandoné cualquier tipo de
militancia política. Con la llegada de Mussolini al poder, tuve que huir,
primero a Francia y más tarde a España. Durante la Guerra Civil Española,
combatí bajo la bandera de la brigada Garibaldi, en los principales escenarios
del conflicto.
Recorriendo hoy aquellos lugares, vienen a mi memoria infinidad de
recuerdos, recuerdos que desde mi vejez, siento como amables, pese al tiempo
feroz en el que me toco vivirlos.
En lo alto de una cuesta donde se bifurcan las carreteras de Morata y
Chinchón, se contempla el valle del Tajuña. Antes de descender hasta la vega
por una carretera estrecha y sinuosa, se encuentran un conjunto de edificios de
aspecto rústico, semiocultos por un bosquete de olmos y acacias. Es lo que aún
hoy, se conoce como la Venta de Frascuelo. La construyó un celebre torero del
siglo XIX en la finca de su propiedad. Durante la denominada Batalla del
Jarama, la venta fue el cuartel general de las Brigadas Internacionales.
No puedo dejar de sonreír mirando la vieja venta, al recordar la noche en la
que en este mismo lugar, conocí al escritor Ernest Hemingway. Era una noche
fría y lluviosa del mes de febrero del año 1937. Mi compañero, Luis Miguel, un
miliciano de Valdaracete, un pueblo a pocos kilómetros de aquí y yo,
regresábamos tras el relevo, de nuestro puesto de guardia. Estábamos ateridos y
empapados. Nos sentamos frente al fuego y Luis Miguel saco de su mochila un
conejo gordo que había atrapado con un lazo durante la guardia. Diligente, lo
pelo y lo troceo. En una vieja olla, junto con lo que había podido “apañar”
aquí y allá comenzó a guisar el conejo, mientras liábamos unos cigarros. En
estás estábamos, cuando entraron en la sala dos hombres vestidos de civil. Uno
era muy corpulento, con bigote y el otro más bajo, portaba una cámara de fotos.
Se identificaron como periodistas norteamericanos. Nos hicieron muchas
preguntas, sobre la guerra y también sobre nosotros, mientras el americano
grande, que no era otro que el futuro premio Nobel Ernest Hemingway, tomaba
notas en una libreta. Al saber que yo era italiano, Hemingway me contó algunas
vivencias suyas en mi tierra durante la Primera Guerra Mundial, en la que
sirvió como conductor de ambulancias. En un momento de la noche, el escritor,
nos preguntó por lo que teníamos cociendo en la olla y si teníamos con que
acompañarlo. Saco dos magnificas botellas de vino de Rioja de una cartera de
cuero y nosotros aceptamos encantados compartir nuestra cena con los dos
americanos.
Durante la velada las botellas fueron pasando de mano en mano, mientras,
fuera la artillería de los nacionales batía nuestras líneas de defensa. Pero el
vino infundía calor a nuestros corazones. Esa noche no, no teníamos miedo.
Cuando cesó el bombardeo, Luis Miguel cogió una vieja guitarra y empezó a
cantar unas coplillas, luego Hemingway nos contó varias aventuras subidas
de tono, vividas durante sus andanzas juveniles, que nos hicieron reír
francamente. Finalmente, vencidos por el cansancio y un poco achispados, nos
despedimos de Ernest y su fotógrafo y buscamos un sitio donde tender el petate
para dormir unas pocas horas, antes de regresar al frente.
A la mañana siguiente un coche enviado por el Komitern devolvió a los dos
periodistas a Madrid. Luis Miguel y yo recibimos la orden de presentarnos en el
puesto de mando. En el despacho, el capitán no estaba solo, un hombre de
complexión robusta, escuchaba de espaldas a nosotros, mientras miraba por una
ventana. Inmediatamente le reconocí. Era Enrique Líster, el hombre del camarada
Stalin en Madrid. El capitán nos interrogo durante largo rato sobre el
encuentro con los americanos de la noche anterior y cuando se convenció de que
no éramos ni espías ni confidentes, nos ordenó reincorporarnos a nuestra
unidad.
Unos días después, Luis Miguel cayó defendiendo el Puente de Arganda, ante
la ofensiva de los nacionales. Aquel fue uno de los momentos más tristes de mi
vida, aún lo recuerdo como si fuera ayer, pero ante un vaso de buen vino, los
viejos fantasmas se disipan. Prefiero recordar a mi camarada, alegre y animoso,
siempre con una sonrisa en su cara. También recuerdo al escritor, aunque
solamente le vi aquella vez, creo que era un hombre grande en todos los
sentidos, en su manera de vivir, de amar y de escribir, y que ante la
perspectiva de una vida empequeñecida por el alzheimer, prefirió no vivirla.
Se que me queda poco. Pronto me reuniré con mis viejos camaradas, espero
impaciente el momento, para poder brindar con ellos con un buen vino de Rioja.
Alzo mi vaso en memoria de todos los idealistas, de ambos bandos, que
perdimos aquella guerra.
Dr Miriquituli.
Fantástico.
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