viernes, 23 de marzo de 2012

UNA NOCHE EN LA VENTA DE FRASCUELO

Este relato, lo escribí hace algunos meses y lo envié a un concurso literario, en el que ponían como condición que fuese un relato "No publicado" Por eso lo quité del blog. Después de que no haya sido seleccionado en el concurso, vuelvo a ponerlo para que los seguidores de este blog puedan volver a releerlo o leerlo por primera vez si me leen desde hace poco. Espero que les guste.

Dr Miriquituli.

UNA NOCHE EN LA VENTA DE FRASCUELO.

Mi nombre es Armando Volpini y nací en un pequeño pueblo cerca de Nápoles. Ya soy un hombre viejo y después de muchos años he regresado a España, a los lugares donde en mi juventud combatí por mis ideas, ideas que entonces consideraba, más importantes que cualquier otra cosa.

 Siendo estudiante me afilié al partido comunista de Italia, donde permanecí hasta que después de la Segunda Guerra Mundial abandoné cualquier tipo de militancia política. Con la llegada de Mussolini al poder, tuve que huir, primero a Francia y más tarde a España. Durante la Guerra Civil Española, combatí bajo la bandera de la brigada Garibaldi, en los principales escenarios del conflicto.

 Recorriendo hoy aquellos lugares, vienen a mi memoria infinidad de recuerdos, recuerdos que desde mi vejez, siento como amables, pese al tiempo feroz en el que me toco vivirlos.

 En lo alto de una cuesta donde se bifurcan las carreteras de Morata y Chinchón, se contempla el valle del Tajuña. Antes de descender hasta la vega por una carretera estrecha y sinuosa, se encuentran un conjunto de edificios de aspecto rústico, semiocultos por un bosquete de olmos y acacias. Es lo que aún hoy, se conoce como la Venta de Frascuelo. La construyó un celebre torero del siglo XIX en la finca de su propiedad. Durante la denominada Batalla del Jarama, la venta fue el cuartel general de las Brigadas Internacionales.

 No puedo dejar de sonreír mirando la vieja venta, al recordar la noche en la que en este mismo lugar, conocí al escritor Ernest Hemingway. Era una noche fría y lluviosa del mes de febrero del año 1937. Mi compañero, Luis Miguel, un miliciano de Valdaracete, un pueblo a pocos kilómetros de aquí y yo, regresábamos tras el relevo, de nuestro puesto de guardia. Estábamos ateridos y empapados. Nos sentamos frente al fuego y Luis Miguel saco de su mochila un conejo gordo que había atrapado con un lazo durante la guardia. Diligente, lo pelo y lo troceo. En una vieja olla, junto con lo que había podido “apañar” aquí y allá comenzó a guisar el conejo, mientras liábamos unos cigarros. En estás estábamos, cuando entraron en la sala dos hombres vestidos de civil. Uno era muy corpulento, con bigote y el otro más bajo, portaba una cámara de fotos. Se identificaron como periodistas norteamericanos. Nos hicieron muchas preguntas, sobre la guerra y también sobre nosotros, mientras el americano grande, que no era otro que el futuro premio Nobel Ernest Hemingway, tomaba notas en una libreta. Al saber que yo era italiano, Hemingway me contó algunas vivencias suyas en mi tierra durante la Primera Guerra Mundial, en la que sirvió como conductor de ambulancias. En un momento de la noche, el escritor, nos preguntó por lo que teníamos cociendo en la olla y si teníamos con que acompañarlo. Saco dos magnificas botellas de vino de Rioja de una cartera de cuero y nosotros aceptamos encantados compartir nuestra cena con los dos americanos.

 Durante la velada las botellas fueron pasando de mano en mano, mientras, fuera la artillería de los nacionales batía nuestras líneas de defensa. Pero el vino infundía calor a nuestros corazones. Esa noche no, no teníamos miedo. Cuando cesó el bombardeo, Luis Miguel cogió una vieja guitarra y empezó a cantar  unas coplillas, luego Hemingway nos contó varias aventuras subidas de tono, vividas durante sus andanzas juveniles, que nos hicieron reír francamente. Finalmente, vencidos por el cansancio y un poco achispados, nos despedimos de Ernest y su fotógrafo y buscamos un sitio donde tender el petate para dormir unas pocas horas, antes de regresar al frente.

 A la mañana siguiente un coche enviado por el Komitern devolvió a los dos periodistas a Madrid. Luis Miguel y yo recibimos la orden de presentarnos en el puesto de mando. En el despacho, el capitán no estaba solo, un hombre de complexión robusta, escuchaba de espaldas a nosotros, mientras miraba por una ventana. Inmediatamente le reconocí. Era Enrique Líster, el hombre del camarada Stalin en Madrid. El capitán nos interrogo durante largo rato sobre el encuentro con los americanos de la noche anterior y cuando se convenció de que no éramos ni espías ni confidentes, nos ordenó reincorporarnos a nuestra unidad.

 Unos días después, Luis Miguel cayó defendiendo el Puente de Arganda, ante la ofensiva de los nacionales. Aquel fue uno de los momentos más tristes de mi vida, aún lo recuerdo como si fuera ayer, pero ante un vaso de buen vino, los viejos fantasmas se disipan. Prefiero recordar a mi camarada, alegre y animoso, siempre con una sonrisa en su cara. También recuerdo al escritor, aunque solamente le vi aquella vez, creo que era un hombre grande en todos los sentidos, en su manera de vivir, de amar y de escribir, y que ante la perspectiva de una vida empequeñecida por el alzheimer, prefirió no vivirla.

 Se que me queda poco. Pronto me reuniré con mis viejos camaradas, espero impaciente el momento, para poder brindar con ellos con un buen vino de Rioja.

 Alzo mi vaso en memoria de todos los idealistas, de ambos bandos, que perdimos aquella guerra.


Dr Miriquituli.


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