sábado, 16 de mayo de 2020

LA CRONICA DE GRIJELMO-ALJUBARROTA


ALJUBARROTA







En el 1379 falleció nuestro señor don Enrique, al que sucedió su hijo Juan de 21 años. A pesar de su juventud, el nuevo rey estaba muy familiarizado con los asuntos de la política castellana.

Juan I trató, con poco éxito, de revertir la política de su padre hacia los grandes señores. De hecho, él era hijo de Enrique de Trastámara y la hija del marqués de Villena, uno de los mayores magnates del reino.

A los cuatro años de su reinado y tras muchas negociaciones con la corte lusa, se acordó su matrimonio con la única hija de Fernando I de Portugal.

Las capitulaciones matrimoniales se firmaron en la localidad portuguesa de Salvaterra de los Magos, y en ellas se acordaba que, pese al matrimonio, la separación de los reinos se mantendría a la muerte del rey Fernando y que sería coronado rey de Portugal el primer hijo varón del matrimonio, cuando éste tuviese al menos catorce años

La muerte del rey de los portugueses se produjo pocos meses después, y Juan I de Castilla apremiado por el maestre de Avis y otros grandes del reino, asumió el trono y se proclamó rey de Portugal, incumpliendo las Capitulaciones de Salvaterra.

También mandó apresar a Don Juan, el hijo mayor que el antiguo rey Pedro de Portugal tuvo con su amante Beatriz de Castro. Don Juan era un hombre inofensivo que había vivido toda su vida en la corte de Castilla, aun así fue apresado, no fuera a ser que su persona aglutinase al partido de los descontentos.

Al poco tiempo, un ejército castellano cruzaba la frontera y se establecía en Guarda.

Los grandes nobles portugueses, en general vieron con buenos ojos la coronación del castellano. Todos tenían intereses económicos a ambos lados de la frontera. No así el pueblo, que veía su tierra en manos de unos extranjeros.

El maestre de Avis, un hermano bastardo del finado rey Fernando, en un principio apoyo la coronación con la idea de ser él el que de facto dirigiese un protectorado castellano. Lo que no entraba en los planes del ambicioso maestre, era una incorporación de Portugal a Castilla y el gobierno efectivo de Juan I.

El maestre de Avis comenzó a conspirar con unos y con otros. Con el fin de apuntalar su candidatura al trono. Para este fin, pidió matrimonio a la reina madre Doña Leonor, que nominalmente ostentaba la regencia.

Al ser rechazado por ésta, asesinó al favorito y amante de la regente, don Juan Fernández de Andeiro, líder de los “emperejilados”, que es como se conocía a los partidarios de Pedro “el Cruel” desterrados en Portugal.

Después del crimen, fue aclamado por las cortes portuguesas y se hizo coronar rey en Lisboa.

Juan I de Trastámara, no fue capaz de reeditar los éxitos militares de su padre.

Tras las Guerras Fernandinas, los portugueses habían aprendido la lección y el poderoso ejército castellano fracaso una vez tras otra en la toma en las poblaciones más importantes.

No tardó en llegar a Portugal el apoyo inglés personalizado de nuevo en D. Juan de Gante, el duque de Lancaster, al que acompañaba Sir Edmund de Coussendsy y sus temibles arqueros.

La reina madre, que se había refugiado en Castilla amenazada por los rebeldes, viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, y fiel a su carácter intrigante, al final tomó partido contra su yerno. Fue descubierta y enviada a un monasterio en Tordesillas. Esto atrajo aún más portugueses al bando de los rebeldes.

Avanzado el mes de mayo, ya casi a las puertas de junio, volvían unos seiscientos castellanos después de saquear Viseu y asolar la región de Beira, cuando un número inferior a la mitad de portugueses y los arqueros de Sir Edmund, les sorprendieron a la altura de la localidad de Trancoso, cortándoles el paso.

Fieles a sus tácticas de guerra, los portugueses y sus aliados ingleses desmontaron en una elevación del terreno y se fortificaron con picas, para resistir la acometida de la caballería castellana.

Pese al consejo del caballero Guzmán, el líder de los castellanos, Don Juan Rodríguez de Castañeda, mando cargar confiado en su superioridad numérica.

Como ya había visto el zamorano en Nájera, aquello fue una carnicería. De los siete capitanes que mandaban la hueste, solamente sobrevivió él, acompañado de su inseparable Álvaro de Dueñas y menos de un centenar de los castellanos.

Mientras los portugueses liberan a los muchos compatriotas que los castellanos llevaban prisioneros, Sir Edmund se entregó al exterminio de los heridos. Esta era una labor que el paladín hacía personalmente con despiadada eficacia, incluso con gusto.

La tragedia de finales de mayo se había de repetir multiplicada por diez en agosto.

Después de Trancoso, el rey Juan I levantó nuevamente un gran ejército con ayuda del rey de Francia que envió en su auxilio a dos mil de sus mejores caballeros. Los castellanos también contaban con morteros, unos ingenios que lanzaban piedras a gran distancia impulsados por pólvora, un polvo negro que explotaba con gran estruendo poniendo un gran temor en los corazones de quienes eran atacados con ellos.

Cruzaron la frontera por Guarda y se dedicaron a asolar el país a su paso.

En agosto avanzaron hacia Lisboa, con la idea de conquistar la capital del reino y hacerse con la persona del Maestre de Avis, que desde diciembre reinaba en la zona rebelde con el nombre de José I y había nombrado condestable a Nuno Alvares Pereira, un militar de mucha experiencia en las guerras fernandinas

Alvares Pereira contaba con la ayuda inglesa, no muy numerosa, pero sí de gran eficacia, ayuda personalizada de Sir Edmund de Coussendsy y sus hombres.

Los castellanos avanzaban sin oposición por el centro de Portugal bajo el implacable sol de agosto, cuando divisaron a las fuerzas de Álvarez Pereira sobre un altozano cerca de la aldea de Aljubarrota.

Los espías lusos habían informado al Condestable de la situación del Ejército castellano y el astuto portugués había podido elegir una posición ventajosa para entablar la inevitable batalla.

Inicialmente los castellanos no mordieron el anzuelo. Gracias a su superioridad numérica, rodearon la posición portuguesa.

El otro lado de la colina tenía mucha menos inclinación y los asesores del rey de Castilla le aconsejaron enfrentarse a los rebeldes portugueses por ese lado.

Álvarez Pereira rápidamente hizo cambiar la posición de sus tropas y puso la caballería desmontada en el centro de la formación y en las alas del ejército un par de cientos de arqueros ingleses, dirigiéndolos montado sobre su inconfundible caballo negro, estaba Sir Edmund.

 Algunos capitanes, como el caballero Guzmán, expresaron sus reticencias entablar el combate en ese momento, tras una jornada agotadora de marcha bajo el sol de verano y porque conocían de la eficacia de los arqueros ingleses. Elías Guzmán era más partidario de mantener sitiado al ejército portugués, ya que solo había una posible vía de acceso y escape de aquella colina, flanqueada por dos ríos.

Lo inteligente hubiera sido bombardearlos con las piezas y esperar que los portugueses viniesen hacia ellos, pero la idea trasnochada de la caballería que traían los franceses y que compartían muchos nobles castellanos de que no era cosa de valientes desmontar y una auténtica deshonra no ser el primero en atacar a la infantería, una tropa a la que en aquellos tiempos se consideraba inferior.

Así que el propio rey Juan I de Castilla ordenó el ataque.

Primero cargo a toda rienda la caballería pesada francesa.

Los portugueses, asesorados por Sir Edmund, habían cavado zanjas y cuevas que impedían el avance de los caballos. Eso, unido a la lluvia de flechas inglesas, hizo que la carga de más de mil caballeros no llegase ni siquiera alcanzar las líneas portuguesas.

Muchos de los jinetes fueron muertos o hechos prisioneros sin que las tropas de la retaguardia hicieran nada por impedirlo.

Pese al revés sufrido, el rey de Castilla atacó con todo lo que tenía, sin reparar en el embudo que las defensas lusas suponían.

Las tropas tenían que romper su formación para llegar a lo alto de la colina. Esto anulaba por completo, como ya había previsto Elías Guzmán, la superioridad numérica castellana.

Finalmente, pasando por encima de los cadáveres de hombres y bestias, unas tropas castellanas extenuadas alcanzaban la posición del ejército portugués y comenzaban a batirse, provocando no pocas bajas.

El maestre de Avis, que se encontraba en la retaguardia, ordenó la muerte de todos los prisioneros que custodiaba y se incorporó personalmente con el resto de su ejército al combate.

Más de quinientos nobles franceses y algún castellano, fueron degollados sin armas, como si fueran ganado, en aquella colina portuguesa.

Bien fuera porque pesó más el cansancio, o por el arrojo de los rebeldes que defendían su vida y su país, con la caída del sol, los castellanos empezaron a perder terreno y el rey ordeno una retirada que, ante el empuje portugués, pronto se convirtió en desbandada.

Con el enemigo que huía, los vencedores se entregaron a una orgía de sangre y muerte en la que participó activamente la población local.

Una panadera de la villa de Aljubarrota, mato con sus propias manos a más de 20 castellanos heridos.

 El rey Juan, que había perdido su montura, fue asistido por el señor de Hita que le dejó la suya propia, y en un gran acto de heroísmo, quedó pie en tierra defendiendo la huida de su Señor, algo que le costó la vida.

En aquella jornada, pereció la mayoría de la alta nobleza castellana y portuguesa que luchaba a favor de la causa del rey de Castilla.

Finalmente, Juan I consiguió alcanzar la costa, y gracias a que su flota aun dominaba el mar, abandonó el territorio enemigo y volvió a su reino.

Al poco tiempo, el maestre de Avis, ya consolidado como rey indiscutido de todo Portugal, pasó a la ofensiva y ordenó a Nuño Álvarez Pereira invadir Castilla.

El condestable obtuvo una resonante victoria sobre un nuevo ejército castellano, junto a Valverde de Mérida.

En aquella batalla, el propio Álvarez Pereira derrotó y mató en duelo al Maestre de Santiago, que le había desafiado y le arrebató el pendón de la orden, causando una gran desmoralización entre los castellanos.

Finalmente, tras saquear y destruir todo a su paso, el ejército portugués abandonó Castilla ante la imposibilidad de dominar efectivamente un país tan grande.

La Corona de Castilla, a día de hoy no ha reconocido a la nueva dinastía portuguesa y tampoco ha firmado ningún tratado de paz, sólo varias treguas, por lo que de facto la guerra continúa y los conflictos fronterizos siguen estando a la orden del día.

Cuando el rey Juan ordeno la retirada en Aljubarrota, Elías Guzmán y Álvaro de Dueñas al mando de los montaraces con los que había perseguido a Edmund de Coussendsy doce años antes, se quedaron para frenar la acometida de los vencedores. Si no hubiera sido por su valor y pericia, la aniquilación del Ejército castellano hubiera sido total.

Tras la batalla, quedaron aislados en medio del territorio enemigo, sin posibilidades de reunirse con su rey, así que avanzaron hacia el norte hasta que alcanzaron el Duero.

Se ocultaban durante el día y avanzaban por la noche siguiendo el río.

Ya a la vista de los Arribes, avanzaban iluminados por una enorme luna llena, cuando les cayeron como un relámpago, Sir Edmund y una cincuentena de sus hombres.

El caballero Elías y sus montaraces, que siempre andaban precavidos, supieron repeler la agresión con relativamente poco daño.

La eficacia ofensiva de los ingleses estaba en campo abierto y a la luz del día, dónde sus largos arcos de madera de tejo eran capaces de penetrar la armadura de un caballero o la de su montura, pero en distancias cortas y en un terreno abrupto como aquel, eran más eficaces las ballestas y los cuchillos de los montaraces castellanos.

 El señor de Coussendsy luchaba con la fuerza de cinco hombres y pronto trabó combate con el caballero Elías. El de Zamora, a duras penas lograba parar con el escudo los tajos de mandoble que le lanzaba el paladín y pronto se vio descabalgado de su montura.

Álvaro de Dueñas, viendo como su mentor estaba en serio peligro, apuntó con su ballesta al negro semental del inglés y le clavó un virote en el cuello. Aun así, no logró salvar al caballero Elías que sufrió un profundo tajo en el lugar donde el hombro y el cuello se juntan.

Sir Edmund cayó del caballo que, herido de muerte expulsaba rojos espumarajos de sangre por la boca. Antes de que el inglés pudiera reaccionar, Álvaro de Dueñas le disparó otro virote que esta vez fue a clavarse en un muslo del paladín.

Con un aullido como de fiera, Sir Edmund se arrancó la flecha y en un salto se plantó frente a Álvaro de Dueñas y le propinó una estocada que, aunque grave, no lo era tanto como las heridas del caballero Elías que yacía exánime en el suelo.

Viendo desmontado a sir Edmund, los hombres de la partida rodearon al segundo al mando y Sir Edmund tuvo que retroceder ante el riesgo de verse acribillado por las ballestas castellanas.

Después, pudieron recoger el cuerpo de Elías Guzmán y cargarlo a lomos de su caballo.

Por aquellas tierras que conocían a la perfección emprendieron la huida con los ingleses todavía pisándoles los talones.

 Cruzaron el Duero por el mismo lado que lo había hecho en inglés doce años antes y se plantaron sus ballestas en la otra orilla dispuestos a morir matando

Con las primeras luces aparecieron los ingleses, con su líder al frente que se había agenciado una nueva montura.

El río a finales del verano bajaba bastante más mermado que en la ocasión en que los ingleses les habían esperado con sus arcos en la orilla opuesta.

Álvaro de Dueñas no estaba seguro de estar fuera del alcance de los arcos de madera de tejo. Ambos grupos se observaban sin que ninguno pasase a la acción, los ingleses con sus arcos listos y los castellanos con sus ballestas y las rodelas morunas sujetas en sus antebrazos. Así estuvieron un rato, hasta que el paladín tensó su arco y lanzó una flecha que cayó a un par de metros del de Dueñas. Repitió la operación un par de veces más y cuando tuvo claro que sus enemigos estaban fuera de su alcance, volvió grupas y ordenó retirarse a sus hombres.

Álvaro de Dueñas y el resto de supervivientes, aún tardaron un par de jornadas en llegar al castillo de su padre.

El anciano caballero, que era primo de Elías Guzmán, consintió en que los restos de éste fueran enterrados en la cripta del castillo.

Álvaro, pese a que era un hombre de una fortaleza excepcional, tardó bastante en sanar de la herida que le había infringido Sir Edmund

Al invierno siguiente viajó hasta Ávila, donde se encontraba la corte y allí el rey Juan I en persona le concedió bastantes tierras para ampliar el señorío hereditario de Dueñas.

En la Corte nos encontramos el caballero Don Álvaro y este monje que escribe y durante aquel crudo invierno, me refirió aquellos capítulos de esta crónica que yo no había vivido en primera persona, para que quedase constancia de las andanzas en las guerras castellanas del notabilísimo caballero inglés Sir Edmund Coussendsy y el valor de los que se opusieron a tan temible y despiadado enemigo.

Cuando mejoró el tiempo, pedí licencia al Rey nuestro señor y abandoné definitivamente la corte para retirarme al monasterio de Santa María de Moreruela a dedicarme a la oración y el estudio.

¡Apiádese Dios del alma de los que vivimos aquellos tiempos feroces!