domingo, 25 de marzo de 2012

TAPPER SEX 6ª PARTE


Me desperté tarde a la mañana siguiente, ya que entre pitos y flautas me había acostado a las tantas. Me rasqué el paquete ante un picorcillo insistente. Prepare el desayuno, un zumo de naranja natural,  café con leche y un trozo de pan tostado con mantequilla. Puse la televisión, el canal de noticias 24 horas. No se para que pongo noticias todos los días, si básicamente día tras día, son siempre las mismas. La crisis, corruptelas varias y las matanzas que se producen en algún lugar desdichado del mundo. Desde que comenzó la crisis, todas las mañanas acompañando las noticias económicas, salen imágenes de la máquina que fabrica los billetes de euro. Primero los imprime y luego los corta en hojas que deposita en gruesos tacos, billetes de 20, 50, 100…. €. ¿Qué no haría yo con un par de tacos de hojitas de esas?

 No tenía ese día ninguna reunión de tapper, por lo que hasta el día siguiente no pensaba ir por Fresa y Menta a reponer material. Los pedidos ya se los había pasado a Melchor Cerrudo en su cumpleaños, la noche anterior.

 Me quedaba muy poca familia, una hermana que vivía en  la playa, a la que apenas veía, algunos tíos y primos con los que hablaba de pascuas a ramos y una abuela octogenaria aquejada de demencia senil. Hacía casi un año de la última vez que había visto a la pobre vieja y la experiencia fue devastadora. Se había roto una cadera y estaba en una cama con una pierna estirada mediante un sistema que consistía en una polea y un contrapeso, según nos dijo la enfermera para evitar que el músculo se contrajese ¡Me dio tanta pena! Tras implantarle una prótesis, la anciana no había podido volver a andar y se había visto reducida a permanecer en una silla de ruedas. Me sentía en parte culpable del abandono en el que esta mujer se encontraba y en vista de que no tenía nada mejor que hacer ese día, me decidí a visitarla.

 Se encontraba en una residencia de ancianos perteneciente a la comunidad de Madrid, en Morata de Tajuña, un municipio pequeño en el sureste de la provincia. La encontré en una sala, aparcada junto a otros ancianos frente a un televisor. Cuando me vio, una sonrisa cruzó su rostro, aunque no dijo palabra en todo el tiempo. No me quería quedar ni un minuto en aquel lugar tan deprimente, así que con el permiso de la cuidadora, en vista de que hacía un día magnifico, saque a mi abuela en su silla a dar un paseo por el vecino campo.

 El río Tajuña, es un afluente de un afluente del Tajo, pese a todo, tiene una longitud considerable, más de 170 Km. Riega un valle fértil, la vega, encajonado entre áridas paredes yesiferas que en algunos puntos adoptan formas caprichosas. Observando este paisaje, avanzamos mi abuela y yo en silencio, por el arcén de una carretera, que desde la residencia cruza transversalmente la vega. Llegamos  a un puentecillo sobre el río y tomamos un camino de tierra paralelo al mismo. Anduvimos un rato y más adelante, yo me senté en el grueso tocón de un chopo talado. Deje a mi abuela al lado en su silla y así nos quedamos, sin hacer nada, simplemente dejando correr el tiempo, igual que corría el agua del Tajuña. De reojo miraba a mi abuela con su rostro moreno, curtido por el sol y el aire en su juventud campesina, ahora surcado por profundas arrugas como cinceladas en bronce. Llegó la hora de comer y la dejé de nuevo en la residencia. De vuelta a Madrid tenía la sensación de que aquella visita había sido una despedida.

 Pasé el resto del día haciendo cosas en casa, por la noche tras un rato de tele, me fui a la cama pronto, en cuanto empecé a dar cabezadas en el sillón. Esa noche no descansé bien, extrañas pesadillas vinieron a turbar mi descanso. Soñé con la maquina de hacer billetes. Soñé con Miriam, yo la llamaba y ella no me oía, su rostro reflejaba una profunda pena. También soñé que mi abuela era como de cera y lentamente se derretía sentadita en su silla de ruedas. Por último yo abría la cama y allí estaba la muñeca de silicona, de su boca y de su vagina salían miles de cucarachas que se me subían por todo el cuerpo y me comían poco a poco.

 Me levanté angustiadísimo, con el corazón latiéndome a mil por hora. Sentía un insistente picor en mis partes, causado seguramente por haber cambiado mi gel de baño de siempre, por uno de marca blanca. Eso pensé en aquel momento.

 Me fui hasta el baño, orine y bebí a morro un poco de agua del lavabo y me rasque el paquete. Me baje los calzoncillos y en el espejo pude ver que junto a la base del vello púbico había unos puntos oscuros como pequeñas costritas. Rasque uno con la uña y al ponerlo debajo de la bombilla vi que la supuesta costra tenía unas cortas patitas. Era como un minúsculo cangrejo. Sabia lo que eso significaba y como esos bichos habían llegado hasta allí ¡Eran ladillas! Y me las había pegado la rubia de la noche anterior, la mujer de Cándido Carrillo. 

 Nunca antes había tenido ladillas así que no sabia como combatirlas. Opte por ducharme enjabonándome un par de veces y luego me di colonia nenuco, la que siempre uso. Me mudé y cambié toda la ropa de cama. Metí todo absolutamente en una bolsa de basura que até y deje fuera de casa para al día siguiente lavarla con un programa de agua caliente un par de veces. De buena gana hubiera tirado la ropa afectada a la basura, pero no estaba yo para semejante dispendio. Me acosté, pero ya no pude pegar ojo.

 Al día siguiente me acerque temprano al consultorio de la seguridad social. Hacía años que no iba al médico. Mi doctora era una mujer de raza negra, bajita y con enormes tetas. Le expliqué mi, problema. Ella escuchó mi explicación sin mover un solo músculo de su rostro, sin reflejar ninguna emoción, su cara era como una mascara africana de ébano. Me recetó un producto en spray, con el que debía rociarme durante 4 días seguidos. También me lo recomendó como un eficaz método preventivo aplicado un par de veces al mes.

 Compre el spray en la farmacia y me fui a casa para la primera aplicación, Había que acabar con la infestación cuanto antes. Rocié generosamente mis partes con el producto y al poco rato sentí una quemazón, que hizo que tuviera que abanicarme los testículos con lo primero que encontré a mano, en este caso las ofertas de la semana del Carrefour.

 Con el escroto muy irritado, me marche a Fresa y Menta. Ese día Melchor vestía casi normal, un traje color rojo tomate cruzado, con doble abotonadura dorada, camisa blanca y corbata con estampado mil flores. A penas cruzamos unas palabras ya que tenía varias reuniones con proveedores y también con otra comercial a la cual me presentó. Estaba buena, pero me pareció un poco agresiva y avasalladora. Repuse material y la secretaria me facilitó la dirección de una nueva reunión.

 Era un centro cívico, en un barrio de la zona sur de Madrid que tenía merecida mala fama. En frente del centro estaba la comisaría de la policía nacional, en un edificio protegido por altas vallas. En general los maderos que entraban y salían de la comisaría, eran jóvenes, con gafas negras y pinta de chulos. Parecían tipos de gatillo fácil.

 Junto al centro cívico guardaban cola una veintena de yonkis, frente a una furgoneta con un rótulo del ayuntamiento que rezaba: “Servicios sociales del ayuntamiento de Madrid-Reparto de metadona”

 Ya dentro del centro cívico, me recibió la responsable, una funcionaria cuya hastiada expresión decía a gritos “Me gustaría estar en cualquier otro sitio” Pasamos a un aula con el mobiliario destartalado. Las paredes que antaño fueron blancas, ahora eran de color gris con churretes negros. En una de ellas había una corchera con fotografías de personajes que habían pasado por el centro: El alcalde, el cardenal arzobispo de la diócesis, los Chunguitos y algunos otros actores y cantantes menos famosos. También había una foto de Belén Esteban en el centro comiéndose un bocadillo de chorizo. Parecía que su visita había sido la más celebrada, a tenor de la admiración reflejada en los rostros de la nutrida parroquia que presenciaba aquel hecho insólito protagonizado por “La princesa del pueblo”

 Fueron llegando las asistentes a la reunión, mujeres bastante jóvenes en general, varias de etnia gitana y algunas acompañadas por chiquillos de corta edad. Todas vestían chándales de mercadillo y lucían alhajas de oro llamativamente grandes. Viendo el pelaje del personal pensé: “Tú hoy no vendes aquí ni una escoba” pero nunca se sabe.

 Comencé mi exposición por el orden habitual: Potingues, aparatos, lencería… Ante un público que se debatía entre la indiferencia y la hostilidad. Más tarde me enteré de que esas mujeres estaban allí obligadas, cumpliendo en el centro con un programa de reinserción por delitos cometidos.

 Solamente hubo un momento durante la reunión en el que el ambiente pareció relajarse. Uno de los chiquillos, que andaba pululando por el aula se acercó hasta la mesa donde  yo iba depositando las muestras tras enseñarlas y cogió un vibrador con intención de llevárselo a la boca. La madre se levanto de un salto y  propino a la criatura un tremendo collejón, al tiempo que le decía

 -¡Jami! Deja eso, que a saber por donde se lo ha metido el payo”-

 La carcajada fue general, ante el disgusto del infante, que además de cobrar, se había quedado sin juguete.

 Tras la reunión, salí a la calle, sin rencor por no haber vendido nada. Yo era un trabajador de la empresa y tenía que estar a las duras y a las maduras. Llegando a mi furgoneta, que estaba aparcada al lado de la comisaría, pude observar a un grupo de gitanos que enseñaban a los reporteros del programa de Telemadrid “A todas partes con mi cámara” unos gruesos fajos de billetes. Seguramente esos señores poseían una máquina de hacer dinero como la que salía en las noticias todas las mañanas.

 Mi barrio estaba muy cerca, apenas unos cientos de metros cruzando las vías del tren por un túnel muy estrecho. El paso en ambos sentidos estaba regulado por semáforos. Desde que yo tenía uso de razón, en aquel túnel, siempre había estado el mismo indigente, un español de edad indefinida, al que le faltaba una pierna. Este hombre no mendigaba de una manera activa, se situaba  a una cierta distancia de los coches y se limitaba a dar los buenos días o las buenas tardes, ya si le llamabas y le dabas algo, se acercaba, concisamente te daba las gracias y comentaba contigo sobre el tiempo, el trafico o cualquier otro tema intrascendente. Rebusque en el bolsillo y le di algo de calderilla a aquel pobre tan digno.

 Al no haber hecho ningún pedido, resolví el trámite con Fresa y Menta con una simple llamada a Melchor Cerrudo. Comí cualquier cosa en casa y me eché una siestecita. Me despertó el teléfono. Era mi hermana. Mi abuela había muerto. Cogía al día siguiente un tren a primera hora de la mañana. Me dijo la hora de llegada, para ir a recogerla a la estación.

 Mis abuelos fueron gente muy importante durante mi niñez, ahora con la desaparición de mi abuela se cerraba definitivamente una parte de mi pasado. Pasé la tarde en casa y me acosté pronto. Dormí toda la noche del tirón, profundamente, sin soñar con nada.

 Por la mañana, me levanté sintiendo un leve picor en la entrepierna. El enemigo se estaba rehaciendo. Desayuné, me duché y procedí a la aplicación del ladillicida. Sentí quemazón, pero menos que el día anterior. Mis partes nobles poco a poco se estaban curtiendo en aquella mini guerra química.

 Recogí a mi hermana en la estación de Atocha. Estaba guapa, se había cambiado el corte de pelo y el nuevo le quedaba bien. Fuimos hasta el tanatorio. Allí estaba mi abuela, flaquita, frágil como una pavesa, pero con expresión serena. Entre mis familiares no había grandes manifestaciones de pena. No es que no quisiésemos a mi abuela, es que, era un ser humano, completamente amortizado. Además, realmente se había marchado hacia ya bastante tiempo.

 Estando en el velatorio, Miriam me llamó para recordarme la reunión que teníamos esa tarde. Cuando le conté lo de mi abuela, quiso suspender la reunión. La disuadí, estaba bien, incluso el funeral había renovado en mí, un sentimiento casi olvidado, el sentimiento de pertenecer a algo, a un clan, un grupo que compartía unos recuerdos comunes. Incineramos a la difunta y lleve a mí hermana a la estación para que pudiera coger el tren de vuelta a casa. Yo me fui a mi triste domicilio. Recogí la maleta de muestras y me dirigí a una nueva reunión de tapper sex.

Continuará….


Dr. Miriquituli.
















No hay comentarios:

Publicar un comentario