Las camas eran todavía peores de lo que Manolo había
imaginado. Además los mosquitos se habían cebado con su familia. Sobre todo con
Andreita, a la que su madre en medio de la noche había tenido que untar de repelente
todas las partes del cuerpo que el pijama de verano dejaba al descubierto y además
suministrarle un antihistamínico por vía oral.
A las 6,30 de la mañana la urbanización dormía. A Manolo le
había petado la aplicación del móvil “Running hard on the beach” y con la
mierda de cobertura 3G que tenía en aquel lugar era imposible actualizarla.
Tras varios intentos infructuosos, finalmente decidió correr a la antigua
usanza: Como Filípides entre Maratón y Atenas, pensó. Luego descartó ese
pensamiento, ya que el mítico corredor griego la había palmado después de
llegar a Atenas y notificar a las autoridades la victoria ateniense sobre los
persas… Hizo unos estiramientos antes de entrar en la playa y se puso a correr
por la parte dura de la arena. Manolo corrió aproximadamente tres cuartos de
hora. Luego hizo unos abdominales y unos estiramientos. En estas estaba cuando
tras la duna apareció un gorro blanco inconfundible. Era la Gorda de la Nectarina
con una sombrilla y un par de sillas plegables. Manolo se escabulló y observo
sin ser visto los movimientos de la mujer. Esta clavo la sombrilla y dejó las
dos sillas abiertas tomando posesión de ese sector de la playa. Luego cuando se
fue la Gorda, Manolo se acercó a la sombrilla y estudió el terreno. La playa
estaba vacía, entonces Manolo Fernández se bajó los pantalones y defecó en
ambas sillas, un buen moñigo para cada una…
Tras comprar media docena de porras en un remolque
churrería, Manolo, de un humor excelente, preparó una cafetera de café bien
negro en la pequeña y ahora limpia cocina del apartamento. Primero Conchi y
luego Andreita se despertaron mucho más relajadas que la víspera. Desayunaron
todos juntos, luego recogieron la casa y finalmente se fueron a la playa. Allí
estaba, con su eterno gorro blanco de “Pinturas Fermín” la Gorda de la
Nectarina abroncando al Calvo de Bigotes, el cual sumiso, estaba lavando las
sillas en la orilla con un estropajo y Fairi. Había sido un ataque con daños
colaterales, pero así es la guerra… La familia Fernández Martínez tomó
posiciones una fila por detrás de la gorda. ¿Tanto madrugar para que? Al final
daba lo mismo una fila delante o una detrás, pero es que hay gente que es muy agonías…
Andreita hizo amistad con unas niñas de la urbanización.
Vino muy contenta hasta la sombrilla donde estaban sus padres a pedirles
permiso para quedar con aquellas niñas después de la siesta. Como buena madre,
Conchi fue a informarse de quien eran las nuevas amigas de su hija. Para
sorpresa de Manolo eran nietas de… Claro que si ¡De la Gorda de la Nectarina!
Resulta que la buena mujer se llamaba Dolores y su marido Vicente, ambos
naturales de Motilla del Palancar provincia de Cuenca. Manolo exhibió su
sonrisa más falsa cuando le presentaron al maduro matrimonio, pero percibió que
a la gorda no la podía engañar con sus buenos modales. Aquella mujer era el mismísimo
demonio y Manolo sabía que ella sabía que él había sido el autor de la cagada
matutina sobre sus sillas de playa. Ambos callaban, pero ambos eran conscientes
de la guerra secreta en la que peleaban sin que sus seres queridos se dieran
cuenta de la misma.
La familia Fernández Martínez estaba en el apartamento a
punto de sentarse a comer macarrones con tomate y chorizo y unas pechuguitas de
pollo a la plancha, cuando sonó el timbre. Era una de las nietas de Dolores, la
Gorda de la Nectarina, que venía a traerles un plato de croquetas recién
hechas. Conchi y Andreita las encontraron deliciosas pero Manolo no quiso ni
siquiera probarlas.
-Pero si a ti te encantan las croquetas…- Afirmo Conchi
conocedora de los gustos culinarios de su marido.
-Están buenísimas papa. Deberías probarlas-
-No hija. Muchas gracias. El caso es que se me ha quitado el
hambre…- Dijo Manolo Fernández con un nudo en el estómago al haber puesto en
serio riesgo de envenenamiento a sus dos seres más queridos.
Manolo no pudo pegar ojo a la hora de la siesta atento a
cualquier queja de las chicas para salir cagando leches en dirección al
hospital ante el más mínimo síntoma de intoxicación o envenenamiento. Pero no
sucedió nada. A las cinco en punto como un clavo, el veterano cantaor del bajo
comenzó a poner música, ajeno a las quejas que desde algunas terrazas le llegaban.
Pero aquel era hombre de convicciones firmes y consideraba que dormir más tarde de
las cinco era cosa de afeminados y gentes de mal vivir. Pese a las muchas
quejas sobre lo inapropiado de la hora o sobre el volumen de la música, no hubo
nadie en la contornada capaz de apearle del burro.
Tengo que hacerme un
rosario
Con tus dientes de
marfil
Para que pueda
besarlos
Cuando este lejos de
ti…
Cantaba rotundo Juanito Valderrama en el radiocasete del
tocho del bajo. Manolo nunca había comprendido la sutileza del piropo que
encerraban aquellas coplillas. Se imaginaba a un individuo vestido en traje
corto cordobés, arrancándole los piños con unos alicates a una bella morena en
bata de cola. Como hombre nacido después
de la Revolución Francesa, aquel acto bárbaro le repugnaba, ya fuera por amor,
por adoración o por una afición insana a la odontoestomatología con
inclinaciones necrófilas.
Viendo la cosa tranquila, Manolo cogió la puerta y se fue
hasta el bar a tomarse un cafetito. En la terraza del bar “Albatros” vio a algunos
conocidos. Vicente, el Calvo con Bigote marido de la gorda de la nectarina y
Juan “para lo que haga falta”, compartían mesa con un individuo moreno con
gafas de sol.
-¡Hombre Manolo! Siéntate con nosotros. Nos falta un jugador
para el mus ¿Tu le pegas?- Dijo el socorrista haciendo sonar los hielos de su
copa de pacharán.-
-¿Qué si juego al mus? Señores he de informarles de que
están ustedes ante uno de los mejores jugadores vivos de mus del mundo…
¡Incluido Villaverde Alto!
Manolo pidió una consumición y una baraja al camarero y los
cuatro improvisados amigotes comenzaron el juego. El mus es un gran invento
capaz de separar a los avispados de los pardillos y para sorpresa de Manolo y
Juan “para lo que haga falta”, que era su pareja en el juego, los avispados
eran el calvo de bigotes y su compañero moreno con gafas de sol. Los rivales de
Manolo se pasaban las señas con soltura sin ser detectados. Se daban mus ciego
y otras virguerias similares, cosas que
para hacerlas bien, uno tiene que haber pasado muchas, muchas horas con las
cuatro cartas en la mano. Finalmente, Manolo y el socorrista que perdieron la
“vaquita” 6 á 1, tuvieron que pagar las consumiciones. El cuarteto mantenía una
alegre tertulia en la terraza del Albatros, cuando de un edificio cercano al
bar, surgió un inconfundible gorro blanco. Dolores “la Gorda de la Nectarina”.
Visiblemente enfadada al hallar a su marido confraternizando con el enemigo, se
puso a llamarle a gritos haciendo ostensibles aspavientos con los brazos.
-VICENTE VICENTE… SUBE AHORA MISMO QUE TE TENGO QUE DECIR
UNA COSA.-
El calvo de bigotes, aunque llevaba bastante tiempo en la
playa y estaba muy moreno, se puso blanco como una hoja de papel. Masculló una
excusa y abandono precipitadamente la mesa para ir corriendo hasta el portal
del edificio donde se encontraba su malévola esposa. El compañero de Vicente,
el hombre moreno de las gafas de sol, al marcharse su coleguilla, también optó
por darse el piro. Así que Juan “para lo que haga falta” y Manolo se quedaron
solos apurando el último trago.
-¡Joder! Que miedo tienen algunos a la parienta…- Dijo
Manolo Fernández haciendo tintinear los hielos del vaso de tubo.
-Tienen miedo con razón. Llevo algunos años como socorrista
en esta playa y te puedo decir que tener miedo a Doña Dolores es una postura
inteligente. Todos los años elige un enemigo y cuando este se va de aquí es un
autentico guiñapo humano. Es una autentica maestra de la guerra psicológica…-
El autonomo vacacionante medito durante unos instantes
¿Seguro que le interesaba a él buscarse problemas con semejante mujer para
siete días que iba a pasar allí? Pues no, la verdad… Manolo Fernández pensó que
por su parte ya estaba bien, que a partir de entonces iba a tener la fiesta en
paz. Al fin y al cabo Doña Dolores había tenido la gentileza de mandarles un
plato de croquetas, que a decir de su mujer y su hija estaban exquisitas.
Manolo vio pasar a Andreita con las nietas de Doña Dolores y
las saludó con la mano. Estas se acercaron hasta debajo de la terraza de su
abuela y la llamaron. Informaron a la Gorda de la Nectarina de donde iban a
estar y luego se marcharon con Andreita. Doña Dolores siguió con la mirada a
las tres niñas mientras se alejaban, luego volvió la vista hacia la terraza del
Albatros. Manolo levantó la mano en gesto amistoso. La Gorda de la Nectarina le
observó fríamente y luego se metió dentro de casa sin devolver el saludo.
-¡Madre mía Manolo! Tú eres su victima de este año… Yo que
tú liaba el petate y me marchaba a casa cuanto antes. ¡Esa mujer es
implacable!-
-¿Por qué me voy a ir? Yo no le he hecho nada…-
El socorrista le dedicó una mirada a su amigo como de “A mí
no me cuentes cuentos que ya llevo mucha playa”
-Vale si… Me cagué en sus sillas pero ella se me coló en el
supermercado y además estoy casi seguro de que fue ella la que me jodió el
intermitente del coche en el parking.-
-Mira Manolo, me caes simpático y ya sabes que puedes contar
conmigo “para lo que haga falta” pero te has metido en un lío de los buenos. Te
voy a contar brevemente la historia de la familia Peláez:
-Hace cuatro o cinco
años, ya no lo recuerdo, vino a pasar sus vacaciones una pareja encantadora con
un par de niños. Los Peláez venían llenos de ilusiones. Querían descansar,
hacer un poco de deporte, comer bien… en definitiva, hacer durante unos pocos
días las cosas que durante el año no
podían hacer. Un incidente playero de poca importancia y varios encuentros
desafortunados en establecimientos de la zona hicieron saltar la enemistad
entre Dolores y el padre de la familia Peláez. Cuando las cosas tomaron un
cariz chungo, Julio Peláez se quiso echar atrás, pero ya era demasiado tarde…
Doña Dolores hizo su trabajo de minado de moral, día a día, como la gota que
cae sobre la piedra y finalmente acaba horadándola. El caso es que el bueno de
Julio, el último día de vacaciones, alquiló un patinete y desapareció en el
mar. El patinete apareció unos días más tarde pero de Julio Peláez no se ha
vuelto a saber nada.
-Me estás acojonando… ¿Qué es esa tía? ¿Una comando
israelita? ¿Una psicópata? ¿Tiburón 3?-
Viendo que le había metido el miedo en el cuerpo a su
reciente amigo, Juan “para lo que haga falta” comenzó a reírse sonoramente.
-¡Que maricón! Por un momento me lo había tragado…- Dijo
Manolo Fernández aliviado.
-Bueno, lo de los Peláez no llegó a ese punto. Doña Dolores
tiene una mala ostia de flipar, pero no es tan buena nadadora como para hacer desaparecer
a nadie en el mar. Lo que si es verdad es que aquel año, los Peláez habían
comprado un apartamento. En cuanto que se terminaron sus vacaciones, pusieron
el piso a la venta y por aquí no han vuelto a venir. –
Pidieron la cuenta, que generoso, abonó Manolo. Luego cada
uno siguió su camino. Al llegar a casa, el autónomo, se encontró a Conchi
viendo un programa de despelleje en “tu cadena amiga”. Su mujer le comunicó
que: esa noche cenaban fuera. Manolo cogió su libro y se salió a la terraza.
Acompañado por los grandes éxitos de Lola Flores procedentes del radiocasete de
él del bajo, leyó hasta que Andreita, muy ilusionada por los magníficos planes
nocturnos que había hecho con su recién adquirida pandilla vino a pedirle
permiso tras el “lo que diga tu padre” de Conchi. Se hacen mayores a toda
leche, pensó.
Cónchi se puso un vestido corto que con la piel bronceada
por el sol playero le sentaba de maravilla. La verdad es que estaba muy guapa,
pensó Manolo. Tal vez esa noche después de la cena, cuando Andreita se durmiera…
Manolo Fernández se puso el pantalón y el polo que su mujer le había dejado
sobre la cama y en cuanto estuvieron listos, los Fernández Martínez salieron a
cenar.
En el paseó marítimo de la urbanización Playamar los
Naranjos la oferta para cenar era amplia: El Rincón del Pescador, la Cueva de
Alí y los Cuarenta Pinchitos, Arrocería el Barco de Chanquete, Taberna los
Siete Niños de Écija y un largo etcétera de restaurantes, bares y chiringuitos
más o menos arreglados. Conchi se decantó por cenar en “Taberna el Pirata Pata
Palo” un local donde un mulato de muy buen ver, les mostró amablemente la carta
mientras les invitaba a un vasito de sangría.
-¿A ti que te parece?- Preguntó Conchi a su marido ante la
profesional mirada del exótico relaciones públicas. Manolo que estaba hasta los
cojones de deambular sin rumbo por el paseo, aunque no le gustaban un pelo ni
el restaurante, ni el untuoso captador de clientes, aceptó sentarse a la mesa a
matar el hambre que ya a esas horas, como un lobo, le roía las tripas.
Pidieron una ensalada, varios entrantes, una botella de
rosado y un Nestea para Andreita que lo que quería es salir pitando de allí
para reunirse con sus amigos. El servicio era pésimo y la comida aún peor.
Cuando pidieron la cuenta, les soplaron 120 pavos del ala. Tentado estuvo
Manolo Fernández de liarla parda ante el precio abusivo de aquella cena tan
mediocre, pero su mujer le contuvo. Pagaron resignados y Andreita se esfumó
como por ensalmo tras sacarles 10 pavos más a sus padres “para un helado”, con
la promesa de a la una en punto estar en el chiringuito playero donde ya, de
perdidos al río, sus padres pensaban tomarse un gintonic.
Por dos gintonics con poco hielo y servidos en unos
sospechosos vasos de plástico, Manolo soltó otros 18 eurazos. La música infame
y un público casi en su totalidad formado por jovenzuelos con altísimos niveles
de hormonas, atronaban los oídos de la pareja. Al menos tenían delante la
hermosa estampa del Mediterráneo con una gran luna amarilla emergiendo tras la
línea del horizonte. La verdad es que a ciertas edades uno se conforma con poca
cosa…
A la una y media tuvieron que ir a buscar a Andreita, a la
que encontraron en compañía de las nietas de la Gorda de la Nectarina y unos
chavales más mayores con cortes de pelo tipo escoba. A regañadientes tuvieron
que consentir en dejar a la niña “media hora más” y volver ella a casa en
compañía las hijas de Doña Dolores a las que “dejaban hasta las dos”.
Resignado, el matrimonio Fernández Martínez regresó al pequeño apartamento de
vacaciones, donde ambos se desvistieron, cogieron sus respectivos libros y
comenzaron a leer en la terraza, esperando el regreso de Andreita.
A las dos y cuarto volvió la niña. Ella y su madre se
acostaron y Manolo estiró un poco más el tiempo de lectura. Cuando consideró
que su hija podía estar dormida, se dirigió al dormitorio conyugal. Se tumbó
sobre el colchón lleno de chichones. Abrazó a su mujer y cariñoso comenzó a
besarle el cuello.
-Para Manolo que no tengo ganas y además me va a bajar-
¡Cojonudo! El último mes, con el estrés del trabajo no se
había comido un rosco y por lo que parecía, tampoco se lo iba a comer allí en
la playa. Se fue a la nevera, cogió una cervecita fresca y se tumbó en la
hamaca. Venidos desde la cercana depuradora, una nube de mosquitos zumbaba a su
alrededor. Desde algún apartamento cercano le llegó el sonido inconfundible de
una pareja haciendo el amor. Manolo apuró la lata y fue a tumbarse a la cama,
donde su mujer roncaba sonoramente.