sábado, 23 de agosto de 2014

UNA SEMANA EN LA PLAYA día 2

Las camas eran todavía peores de lo que Manolo había imaginado. Además los mosquitos se habían cebado con su familia. Sobre todo con Andreita, a la que su madre en medio de la noche había tenido que untar de repelente todas las partes del cuerpo que el pijama de verano dejaba al descubierto y además suministrarle un antihistamínico por vía oral.

A las 6,30 de la mañana la urbanización dormía. A Manolo le había petado la aplicación del móvil “Running hard on the beach” y con la mierda de cobertura 3G que tenía en aquel lugar era imposible actualizarla. Tras varios intentos infructuosos, finalmente decidió correr a la antigua usanza: Como Filípides entre Maratón y Atenas, pensó. Luego descartó ese pensamiento, ya que el mítico corredor griego la había palmado después de llegar a Atenas y notificar a las autoridades la victoria ateniense sobre los persas… Hizo unos estiramientos antes de entrar en la playa y se puso a correr por la parte dura de la arena. Manolo corrió aproximadamente tres cuartos de hora. Luego hizo unos abdominales y unos estiramientos. En estas estaba cuando tras la duna apareció un gorro blanco inconfundible. Era la Gorda de la Nectarina con una sombrilla y un par de sillas plegables. Manolo se escabulló y observo sin ser visto los movimientos de la mujer. Esta clavo la sombrilla y dejó las dos sillas abiertas tomando posesión de ese sector de la playa. Luego cuando se fue la Gorda, Manolo se acercó a la sombrilla y estudió el terreno. La playa estaba vacía, entonces Manolo Fernández se bajó los pantalones y defecó en ambas sillas, un buen moñigo para cada una…

Tras comprar media docena de porras en un remolque churrería, Manolo, de un humor excelente, preparó una cafetera de café bien negro en la pequeña y ahora limpia cocina del apartamento. Primero Conchi y luego Andreita se despertaron mucho más relajadas que la víspera. Desayunaron todos juntos, luego recogieron la casa y finalmente se fueron a la playa. Allí estaba, con su eterno gorro blanco de “Pinturas Fermín” la Gorda de la Nectarina abroncando al Calvo de Bigotes, el cual sumiso, estaba lavando las sillas en la orilla con un estropajo y Fairi. Había sido un ataque con daños colaterales, pero así es la guerra… La familia Fernández Martínez tomó posiciones una fila por detrás de la gorda. ¿Tanto madrugar para que? Al final daba lo mismo una fila delante o una detrás, pero es que hay gente que es muy agonías…

Andreita hizo amistad con unas niñas de la urbanización. Vino muy contenta hasta la sombrilla donde estaban sus padres a pedirles permiso para quedar con aquellas niñas después de la siesta. Como buena madre, Conchi fue a informarse de quien eran las nuevas amigas de su hija. Para sorpresa de Manolo eran nietas de… Claro que si ¡De la Gorda de la Nectarina! Resulta que la buena mujer se llamaba Dolores y su marido Vicente, ambos naturales de Motilla del Palancar provincia de Cuenca. Manolo exhibió su sonrisa más falsa cuando le presentaron al maduro matrimonio, pero percibió que a la gorda no la podía engañar con sus buenos modales. Aquella mujer era el mismísimo demonio y Manolo sabía que ella sabía que él había sido el autor de la cagada matutina sobre sus sillas de playa. Ambos callaban, pero ambos eran conscientes de la guerra secreta en la que peleaban sin que sus seres queridos se dieran cuenta de la misma.

La familia Fernández Martínez estaba en el apartamento a punto de sentarse a comer macarrones con tomate y chorizo y unas pechuguitas de pollo a la plancha, cuando sonó el timbre. Era una de las nietas de Dolores, la Gorda de la Nectarina, que venía a traerles un plato de croquetas recién hechas. Conchi y Andreita las encontraron deliciosas pero Manolo no quiso ni siquiera probarlas.

-Pero si a ti te encantan las croquetas…- Afirmo Conchi conocedora de los gustos culinarios de su marido.

-Están buenísimas papa. Deberías probarlas-

-No hija. Muchas gracias. El caso es que se me ha quitado el hambre…- Dijo Manolo Fernández con un nudo en el estómago al haber puesto en serio riesgo de envenenamiento a sus dos seres más queridos.

Manolo no pudo pegar ojo a la hora de la siesta atento a cualquier queja de las chicas para salir cagando leches en dirección al hospital ante el más mínimo síntoma de intoxicación o envenenamiento. Pero no sucedió nada. A las cinco en punto como un clavo, el veterano cantaor del bajo comenzó a poner música, ajeno a las quejas que desde algunas terrazas le llegaban. Pero aquel era hombre de convicciones  firmes y consideraba que dormir más tarde de las cinco era cosa de afeminados y gentes de mal vivir. Pese a las muchas quejas sobre lo inapropiado de la hora o sobre el volumen de la música, no hubo nadie en la contornada capaz de apearle del burro.

Tengo que hacerme un rosario
Con tus dientes de marfil
Para que pueda besarlos
Cuando este lejos de ti…

Cantaba rotundo Juanito Valderrama en el radiocasete del tocho del bajo. Manolo nunca había comprendido la sutileza del piropo que encerraban aquellas coplillas. Se imaginaba a un individuo vestido en traje corto cordobés, arrancándole los piños con unos alicates a una bella morena en bata de cola. Como  hombre nacido después de la Revolución Francesa, aquel acto bárbaro le repugnaba, ya fuera por amor, por adoración o por una afición insana a la odontoestomatología con inclinaciones necrófilas. 

Viendo la cosa tranquila, Manolo cogió la puerta y se fue hasta el bar a tomarse un cafetito. En la terraza del bar “Albatros” vio a algunos conocidos. Vicente, el Calvo con Bigote marido de la gorda de la nectarina y Juan “para lo que haga falta”, compartían mesa con un individuo moreno con gafas de sol.

-¡Hombre Manolo! Siéntate con nosotros. Nos falta un jugador para el mus ¿Tu le pegas?- Dijo el socorrista haciendo sonar los hielos de su copa de pacharán.-

-¿Qué si juego al mus? Señores he de informarles de que están ustedes ante uno de los mejores jugadores vivos de mus del mundo… ¡Incluido Villaverde Alto!

Manolo pidió una consumición y una baraja al camarero y los cuatro improvisados amigotes comenzaron el juego. El mus es un gran invento capaz de separar a los avispados de los pardillos y para sorpresa de Manolo y Juan “para lo que haga falta”, que era su pareja en el juego, los avispados eran el calvo de bigotes y su compañero moreno con gafas de sol. Los rivales de Manolo se pasaban las señas con soltura sin ser detectados. Se daban mus ciego y otras virguerias similares,  cosas que para hacerlas bien, uno tiene que haber pasado muchas, muchas horas con las cuatro cartas en la mano. Finalmente, Manolo y el socorrista que perdieron la “vaquita” 6 á 1, tuvieron que pagar las consumiciones. El cuarteto mantenía una alegre tertulia en la terraza del Albatros, cuando de un edificio cercano al bar, surgió un inconfundible gorro blanco. Dolores “la Gorda de la Nectarina”. Visiblemente enfadada al hallar a su marido confraternizando con el enemigo, se puso a llamarle a gritos haciendo ostensibles aspavientos con los brazos.

-VICENTE VICENTE… SUBE AHORA MISMO QUE TE TENGO QUE DECIR UNA COSA.-

El calvo de bigotes, aunque llevaba bastante tiempo en la playa y estaba muy moreno, se puso blanco como una hoja de papel. Masculló una excusa y abandono precipitadamente la mesa para ir corriendo hasta el portal del edificio donde se encontraba su malévola esposa. El compañero de Vicente, el hombre moreno de las gafas de sol, al marcharse su coleguilla, también optó por darse el piro. Así que Juan “para lo que haga falta” y Manolo se quedaron solos apurando el último trago.

-¡Joder! Que miedo tienen algunos a la parienta…- Dijo Manolo Fernández haciendo tintinear los hielos del vaso de tubo.

-Tienen miedo con razón. Llevo algunos años como socorrista en esta playa y te puedo decir que tener miedo a Doña Dolores es una postura inteligente. Todos los años elige un enemigo y cuando este se va de aquí es un autentico guiñapo humano. Es una autentica maestra de la guerra psicológica…-

El autonomo vacacionante medito durante unos instantes ¿Seguro que le interesaba a él buscarse problemas con semejante mujer para siete días que iba a pasar allí? Pues no, la verdad… Manolo Fernández pensó que por su parte ya estaba bien, que a partir de entonces iba a tener la fiesta en paz. Al fin y al cabo Doña Dolores había tenido la gentileza de mandarles un plato de croquetas, que a decir de su mujer y su hija estaban exquisitas.

Manolo vio pasar a Andreita con las nietas de Doña Dolores y las saludó con la mano. Estas se acercaron hasta debajo de la terraza de su abuela y la llamaron. Informaron a la Gorda de la Nectarina de donde iban a estar y luego se marcharon con Andreita. Doña Dolores siguió con la mirada a las tres niñas mientras se alejaban, luego volvió la vista hacia la terraza del Albatros. Manolo levantó la mano en gesto amistoso. La Gorda de la Nectarina le observó fríamente y luego se metió dentro de casa sin devolver el saludo.

-¡Madre mía Manolo! Tú eres su victima de este año… Yo que tú liaba el petate y me marchaba a casa cuanto antes. ¡Esa mujer es implacable!-

-¿Por qué me voy a ir? Yo no le he hecho nada…-

El socorrista le dedicó una mirada a su amigo como de “A mí no me cuentes cuentos que ya llevo mucha playa”

-Vale si… Me cagué en sus sillas pero ella se me coló en el supermercado y además estoy casi seguro de que fue ella la que me jodió el intermitente del coche en el parking.-

-Mira Manolo, me caes simpático y ya sabes que puedes contar conmigo “para lo que haga falta” pero te has metido en un lío de los buenos. Te voy a contar brevemente la historia de la familia Peláez:

-Hace cuatro o cinco años, ya no lo recuerdo, vino a pasar sus vacaciones una pareja encantadora con un par de niños. Los Peláez venían llenos de ilusiones. Querían descansar, hacer un poco de deporte, comer bien… en definitiva, hacer durante unos pocos días las cosas que durante el año no podían hacer. Un incidente playero de poca importancia y varios encuentros desafortunados en establecimientos de la zona hicieron saltar la enemistad entre Dolores y el padre de la familia Peláez. Cuando las cosas tomaron un cariz chungo, Julio Peláez se quiso echar atrás, pero ya era demasiado tarde… Doña Dolores hizo su trabajo de minado de moral, día a día, como la gota que cae sobre la piedra y finalmente acaba horadándola. El caso es que el bueno de Julio, el último día de vacaciones, alquiló un patinete y desapareció en el mar. El patinete apareció unos días más tarde pero de Julio Peláez no se ha vuelto a saber nada.

-Me estás acojonando… ¿Qué es esa tía? ¿Una comando israelita? ¿Una psicópata? ¿Tiburón 3?-

Viendo que le había metido el miedo en el cuerpo a su reciente amigo, Juan “para lo que haga falta” comenzó a reírse sonoramente.

-¡Que maricón! Por un momento me lo había tragado…- Dijo Manolo Fernández aliviado.

-Bueno, lo de los Peláez no llegó a ese punto. Doña Dolores tiene una mala ostia de flipar, pero no es tan buena nadadora como para hacer desaparecer a nadie en el mar. Lo que si es verdad es que aquel año, los Peláez habían comprado un apartamento. En cuanto que se terminaron sus vacaciones, pusieron el piso a la venta y por aquí no han vuelto a venir. –

Pidieron la cuenta, que generoso, abonó Manolo. Luego cada uno siguió su camino. Al llegar a casa, el autónomo, se encontró a Conchi viendo un programa de despelleje en “tu cadena amiga”. Su mujer le comunicó que: esa noche cenaban fuera. Manolo cogió su libro y se salió a la terraza. Acompañado por los grandes éxitos de Lola Flores procedentes del radiocasete de él del bajo, leyó hasta que Andreita, muy ilusionada por los magníficos planes nocturnos que había hecho con su recién adquirida pandilla vino a pedirle permiso tras el “lo que diga tu padre” de Conchi. Se hacen mayores a toda leche, pensó.

Cónchi se puso un vestido corto que con la piel bronceada por el sol playero le sentaba de maravilla. La verdad es que estaba muy guapa, pensó Manolo. Tal vez esa noche después de la cena, cuando Andreita se durmiera… Manolo Fernández se puso el pantalón y el polo que su mujer le había dejado sobre la cama y en cuanto estuvieron listos, los Fernández Martínez salieron a cenar.

En el paseó marítimo de la urbanización Playamar los Naranjos la oferta para cenar era amplia: El Rincón del Pescador, la Cueva de Alí y los Cuarenta Pinchitos, Arrocería el Barco de Chanquete, Taberna los Siete Niños de Écija y un largo etcétera de restaurantes, bares y chiringuitos más o menos arreglados. Conchi se decantó por cenar en “Taberna el Pirata Pata Palo” un local donde un mulato de muy buen ver, les mostró amablemente la carta mientras les invitaba a un vasito de sangría.

-¿A ti que te parece?- Preguntó Conchi a su marido ante la profesional mirada del exótico relaciones públicas. Manolo que estaba hasta los cojones de deambular sin rumbo por el paseo, aunque no le gustaban un pelo ni el restaurante, ni el untuoso captador de clientes, aceptó sentarse a la mesa a matar el hambre que ya a esas horas, como un lobo, le roía las tripas.

Pidieron una ensalada, varios entrantes, una botella de rosado y un Nestea para Andreita que lo que quería es salir pitando de allí para reunirse con sus amigos. El servicio era pésimo y la comida aún peor. Cuando pidieron la cuenta, les soplaron 120 pavos del ala. Tentado estuvo Manolo Fernández de liarla parda ante el precio abusivo de aquella cena tan mediocre, pero su mujer le contuvo. Pagaron resignados y Andreita se esfumó como por ensalmo tras sacarles 10 pavos más a sus padres “para un helado”, con la promesa de a la una en punto estar en el chiringuito playero donde ya, de perdidos al río, sus padres pensaban tomarse un gintonic.

Por dos gintonics con poco hielo y servidos en unos sospechosos vasos de plástico, Manolo soltó otros 18 eurazos. La música infame y un público casi en su totalidad formado por jovenzuelos con altísimos niveles de hormonas, atronaban los oídos de la pareja. Al menos tenían delante la hermosa estampa del Mediterráneo con una gran luna amarilla emergiendo tras la línea del horizonte. La verdad es que a ciertas edades uno se conforma con poca cosa…

A la una y media tuvieron que ir a buscar a Andreita, a la que encontraron en compañía de las nietas de la Gorda de la Nectarina y unos chavales más mayores con cortes de pelo tipo escoba. A regañadientes tuvieron que consentir en dejar a la niña “media hora más” y volver ella a casa en compañía las hijas de Doña Dolores a las que “dejaban hasta las dos”. Resignado, el matrimonio Fernández Martínez regresó al pequeño apartamento de vacaciones, donde ambos se desvistieron, cogieron sus respectivos libros y comenzaron a leer en la terraza, esperando el regreso de Andreita.

A las dos y cuarto volvió la niña. Ella y su madre se acostaron y Manolo estiró un poco más el tiempo de lectura. Cuando consideró que su hija podía estar dormida, se dirigió al dormitorio conyugal. Se tumbó sobre el colchón lleno de chichones. Abrazó a su mujer y cariñoso comenzó a besarle el cuello.

-Para Manolo que no tengo ganas y además me va a bajar-

¡Cojonudo! El último mes, con el estrés del trabajo no se había comido un rosco y por lo que parecía, tampoco se lo iba a comer allí en la playa. Se fue a la nevera, cogió una cervecita fresca y se tumbó en la hamaca. Venidos desde la cercana depuradora, una nube de mosquitos zumbaba a su alrededor. Desde algún apartamento cercano le llegó el sonido inconfundible de una pareja haciendo el amor. Manolo apuró la lata y fue a tumbarse a la cama, donde su mujer roncaba sonoramente.










viernes, 15 de agosto de 2014

UNA SEMANA EN LA PLAYA día 1

El mes de julio en Madrid había acabado siendo  insoportable. Como el trabajo está tan mal… De repente un apretón y las jornadas laborales de un autónomo pasan de ser el asumido “ganaras el pan con el sudor de tu frente” a un “ganaras el pan a costa de sufrir un golpe de calor o cualquier otro tipo de episodio fatal de fallo multiorgánico”. Pero por fin lo había conseguido ¡Una semana de vacaciones en una localidad costera mediterránea! Las vacaciones, el sueño de la clase obrera española desde la década de los setenta del siglo pasado que se materializaba de nuevo, por fin, tras la dura crisis de los años anteriores ¡UNA SEMANA EN LA PLAYA! Una semanita para hacer tantas cosas: running, leer, pasear, tomar helados, beber cerveza, observar discretamente tras unas gafas de sol a las chavalas en topless…

El coche atestado de maletas y bolsas llegó por fin al peaje. Una larga caravana de coches aguardaba pacientemente bajo el duro sol su turno para pagar el precio abusivo por usar la autovía de pago. La alternativa a la autovía era una carretera deficientemente asfaltada, con obras que se remontaban a tiempos lejanos y sin visos de finalización de las mismas a corto o medio plazo. Para más recochineo, un luminoso un poco antes de de la entrada de la autovía, exhibía el siguiente mensaje sospechoso “SI QUIERES EVITAR LAS OBRAS UTILIZA LA AUTOVIA AP-27” Viendo la gestión honesta que de lo público se hace por parte de las autoridades patrias, a Manolo Fernández no le cabía ninguna duda de que allí había gato encerrado. Seguramente la empresa concesionaria de las obras era la misma que la de la autovía de peaje, la cual, con esta lentitud de ejecución obtenía pingües beneficios, sobre todo durante el periodo vacacional. En una carretera por la que en circunstancias normales apenas circulaban 50 vehículos al día, un primero de agosto con obras en la nacional, circularían miles. Para más INRI la AP-27 había sido pagada con el dinero de todos los contribuyentes que ahora volvían a pagar.

Por fin le llegó el turno al monovolumen de Manolo. Introdujo el ticket en la ranura correspondiente e inmediatamente este le fue devuelto por la máquina con el críptico mensaje de “Ticket ilegible” Lo intentó en un par de ocasiones más con el mismo resultado. Los conductores tras el coche de Manolo Fernández comenzaron a impacientarse y a hacer sonar sus bocinas. Conchi, la mujer de Manolo y también su hija Andrea se unieron al coro de imprecaciones que llegaba desde los coches que seguían al monovolumen de la familia Fernández Martínez.

-Avisa por el interfono al empleado del peaje ¡Estás molestando a todo el mundo!-

Manolo Fernández introducía frenético el ticket en la ranura lectora y todas las veces le era devuelto con el mismo mensaje de rechazo. Al mismo tiempo, pulsaba todos los botones que tenía aquella dichosa maquinita. Las maquinas hacía ya bastante tiempo habían sustituido al ser humano sin una contraprestación económica que beneficiase al usuario de las mismas. El botón del interfono, o no existía o Manolo no daba con él. Así que optó por hacer las cosas como toda la vida: bajarse del coche y avisar a un empleado para que le cobrase y abriese la barrera, pero como los peajes automáticos de las autovías están concebidos para que solamente un gigante o una persona con los brazos proporcionalmente tan largos al cuerpo como los de un orangután pueda llegar a introducir el ticket y la tarjeta de crédito en las ranuras correspondientes, Manolo había arrimado mucho el vehículo al muro de hormigón y no podía abrir la puerta del coche.

-¿A que estás esperando? Llama de una puñetera vez por el interfono y que venga empleado del peaje-

-Papa ¿Pasas ya? Quiero llegar al apartamento de una vez que me estoy haciendo pis…

Los pitidos iban in crescendo. Algunos de los conductores de los vehículos que seguían al monovolumen de los Fernández, mostraban amenazadores los puños por las ventanillas abiertas.

Para Manolo Fernández, un tipo habitualmente templado, en ese momento se acabaron de desbordar todos los diques que separan al hombre civilizado del macarra más visceral.

-¡ABRE TÚ LA PUTA PUERTA Y AVISA AL DEL PEAJE! ¿No ves que no puedo abrir gilipollas y que no funciona la mierda del interfono?- Dijo dirigiéndose a su mujer que blanca como el papel asistía atónita a la transformación de su marido. Al mismo tiempo, Manolo sacaba casi medio cuerpo por la ventanilla y se dirigía a los conductores de los vehículos más cercanos en términos tales como:

-¡ME CAGO EN TODOS TUS MUERTOS!- o -¡COMO BAJE TE VOY A DAR UNA OSTIA QUE TE VAS A CAGAR!- A lo que los conductores más próximos reaccionaron cerrando las ventanillas y haciéndose los longuis, en previsión de que aquel cafre pudiese bajar del coche e ir a por ellos.

Tras la intervención de un diligente empleado del peaje, que también se llevó su correspondiente bronca por parte de Manolo Fernández, el coche siguió andando entre la marea de vehículos que salían de la autopista en dirección al mar.

-Mama papa ¿Estáis enfadados?- Pregunta a la que los dos progenitores de Olguita pasaron de contestar enfrascados en una discursión de que si:

-Estoy harta de ti. En cuanto llegue me vuelvo a Madrid-

-Pues ya estas tardando. Si quieres me doy la vuelta ahora mismo…-

-¡Abrase visto! Hablarme así delante de todo el mundo…

Tras un rato de imprecaciones similares, el coche de la familia Fernández Martínez cogió el desvío que conducía a la urbanización Playamar los Naranjos. El GPS indicó que habían llegado a su destino. No había un puñetero sitio para aparcar, así que optaron por parar el coche en una pequeña replacita para descargar el equipaje. Manolo y Conchi bajaron en primer lugar una gran jaula donde transportaban a la mascota de la familia, una enorme coneja de raza belier de cinco años que el dueño de la tienda de animales les había asegurado que “apenas crecía”. Andreita no paraba de dar la lata con que quería un hermanito y como la pareja no estaba por la labor… vino a casa Lulú que así es como se llamaba la susodicha coneja. A la espera de que el roedor no fuese demasiado longevo y después de que royese cables, zapatos, patas de sillas y cuanto quedaba al alcance de sus afilados incisivos, la familia había optado por instalarla en la terraza azotea del dúplex sito en una localidad cercana a Madrid donde se hallaba la vivienda familiar de los Fernández Martínez. La coneja desde hacia años vivía allí, apartada de los seres humanos, cual monstruo de Frankenstein inconsciente de su propia condición monstruosa y expuesta a los duros vaivenes climáticos de la Meseta Ibérica. Tras la coneja, descargaron el resto de bultos, no sin antes tener que mover el coche por que quería salir un matrimonio de franceses maduros, que imperiosos comenzaron a tocar la bocina aunque en el vehículo solamente estaba Andreita. Como no hay mal que por bien no venga y en vista del magnífico lugar de estacionamiento que dejaban libre los gabachos, Manolo, bastante más relajado les pidió disculpas con amabilidad y retiró el monovolumen para acto seguido aparcar él.

Bastaba un simple vistazo para comprobar que la presencia de la escoba y la fregona en el apartamento alquilado, era meramente testimonial. Por doquier había mierda para aburrir. Una gran cucaracha marrón movía sus largas antenas en el pequeño recibidor a modo de bienvenida. Un dedo de grasa con abundantes insectos muertos yacía virtualmente impenetrable sobre los fogones y encimera de la cocina. El resto de la casa mostraba un aspecto igual de lamentable. Nada que ver con las fotos que la agencia que les había alquilado el piso exponía en su Web. Al revisar las camas, comprobaron que bajo los vetustos colchones, el vencido somier había sido rellenado por tablas desiguales y cajas de cartón. Las sabanas, además de desgarrones y quemaduras de cigarro, mostraban ostentosos manchurrones de antiguas coyundas y meadas nocturnas de infantes o ancianos incontinentes ¡Y todo por el módico precio de 600 pavos a la semana!

-¡VAYA MIERDA DE SITIO! El año que viene me voy como una señora al hotel en Benidorm al que va mi hermana Jeni como había dicho yo que hiciéramos…- Sentenció Conchi Martínez, igual de culpable que su marido por la elección de aquella cochiquera a la que los espabilados de la agencia habían llamado “apartamento”.

Resuelta a la vez que resignada, Conchi extrajo de una bolsa un arsenal de productos de limpieza y mandó a Manolo y a Andreita a la playa a darse un baño. Padre e hija tras ponerse sus respectivos bañadores, cogieron los kits de buceo compuestos por gafas, aletas y tubo marca Decathlón de 19,99 € y se encaminaron a la playa.

Primero un trecho largo de arena ardiente, luego una tupida selva de sombrillas y sillas plegables, finalmente, un poco más allá la gran lámina de plata batida bajo los rayos del sol del mar Mediterráneo. Padre e hija se hicieron un hueco por delante de las sombrillas, ante las recriminaciones de los moradores del contiguo campamento beduino, los cuales consideraban una violación flagrante a su derecho exclusivo de paso por ese sector de la playa, la extensión delante suyo de las toallas de Manolo y Andreita. Manolo, les dedico una mirada recuperada de las brasas que aún ardían en su interior tras el berrinche del peaje avivadas hacía poco por el timo del apartamento a los reñidores de la sombrilla hostil, los cuales al punto se callaron.

-¡Que tío más antipático!- Le dijo por lo bajini una mujer mayor,  gorda con un gorro blanco de pintor y una nectarina mordida en la mano a un calvo con bigote que seguramente era su marido ya que gruñó y no le hizo ni puto caso.

Padre e hija se metieron en el agua y se equiparon con sus respectivos equipos de buceo.  Sortearon las piernas de los bañistas a los que les llegaba el agua por la cintura y llegaron a una zona despejada. En la inmensidad azulada que tenían delante se vislumbraban pocos signos de vida, apenas algunos pequeños pececillos que se alimentaban de los gusanitos y otros pequeños seres que las pisadas de los bañistas desenterraban. Nadaron un trecho en paralelo a la playa sin ver nada más que arena hasta que Andreita descubrió algo que se deslizaba por el fondo marino. Se trataba de un torpedo o raya eléctrica de unos treinta y tantos centímetros de largo, que se movía lentamente sabedor de que las descargas eléctricas que emitía su cuerpo le hacían invulnerable al ataque de los humanos y los depredadores marinos. Durante un rato siguieron al pez hasta que este se adentró en aguas más profundas y lo perdieron de vista. Salieron muy contentos después de haber presenciado ese prodigio marino. Andreita, excitadísima, quería irse a casa cuanto antes a contárselo a su madre. Manolo se había quitado las aletas y caminaba hacia la playa sonriendo, contagiado por el entusiasmo de la niña, cuando de repente sintió un pinchazo como de una esquirla de cristal en el dedo gordo del pie. A los pocos segundos un dolor intenso y palpitante se extendió por toda la extremidad. Cojeando salió del agua y tiró aletas y gafas sobre la toalla, ante la mirada de los vecinos de sombrilla que sonreían jocosos al verle tan jodido.

Apoyado en el hombro de su hija, Manolo Fernández se dirigió con la mayor dignidad de la que pudo hacer acopio, al cercano puesto de la cruz roja. Nunca había sentido demasiada simpatía por los socorristas playeros. En general contrataban para este trabajo a niñatos de musculatura hipertrofiada, más pendientes de lucirse ante las chavalitas que de atender las emergencias de los bañistas. En este caso, los temores de Manolo eran infundados. El socorrista que le atendió era un tío de más de treinta años, con una alopecia incipiente y ligera barriguita cervecera, el cual le informó de que había sido picado por un pez araña.

-Lo mejor que se puede hacer es meter el pie en la arena caliente. El calor hace que baje la hinchazón producida por el veneno del pez. Luego cuando llegues a casa te lavas con vinagre caliente rebajado con agua si te sigue doliendo. Te podría poner una pomada que tenemos en el botiquín, pero no es más que un placebo para los niños y la gente que viene con un ataque de histeria…- Explico con franqueza a Manolo Fernández el talludo socorrista.

A Manolo todo aquello de meter el pie en la arena caliente y el vinagre, le parecía medicina del medioevo, pero… ¿Que podía hacer? El pie le dolía mogollón, así que optó por seguir las indicaciones recibidas y cojeando, él sólo se fue hasta la parte trasera de la playa. Con un estoicismo rayano en el fakirismo, aguanto las arenas ardientes en sus pies ante las miradas suplicantes de Andreita, a la que una cuadrilla de niños asalvajados, emparentados con la gorda de la nectarina arrojaban bolas de arena húmeda El sol inmisericorde del mes de agosto picaba en sus hombros y caía como plomo fundido sobre su cabeza descubierta. Al final la cosa no fue tan dura. En menos de diez minutos el dolor de la picadura había desaparecido. Manolo Fernández rescató a su hija de los ataques de aquellos niños tan cabrones. Recogió los bártulos y tras despedirse del socorrista, el cual se presentó como “Juan para lo que haga falta” emprendió contento el camino de vuelta al apartamento. Había vivido una experiencia marina interesante. También había superado con éxito el ataque de una criatura ponzoñosa sin quejarse lo más mínimo y además tenía un aliado en ese medio inhóspito que es la costa española en temporada alta.

En el apartamento olía a lejía y fregajuelos. Conchi, de una mala ostia importante, estaba tendiendo una lavadora de sábanas. Enseguida puso a Manolo a fregar la nevera y todos los cacharros de los cajones, que la verdad, se quedaban pegados a la mano al cogerlos. A Andreita le mandó hacer “deberes de inglés” Padre e hija optaron por seguir las ordenes recibidas sin rechistar. Poco a poco se comenzó a ver algo de luz en aquel pozo de mugre. Luego Manolo Fernández se fue a la calle con el encargo de comprar algunos víveres imprescindibles para la preparación de la comida, tortilla de patata y algo de embutido, a falta de hacer una compra grande en un supermercado del pueblo vecino.

Cerca del apartamento, había un localucho abarrotado de gente de nombre “la Paraeta” donde había un poco de todo a triple precio que en una gran superficie. Tras coger las cosas de la lista, Manolo se puso a la cola para pagar. Coincidencias de la vida… justo antes que él estaba la gorda de la nectarina en pareo pero con el mismo gorro blanco con forma de tiesto que llevaba en la playa. La buena señora estaba pidiéndole fruta al dependiente que a la vez que cobraba despachaba fruta y verdura en la misma caja.

-¿Qué tal son los melocotones?- Preguntaba la mujer.

A lo que el dependiente respondía –Buenísimos señora. Ayer mismo estaban aún en el árbol-

-No se… El otro día me llevé un melón que tú me aseguraste que estaba bueno y hubo que tirarlo por que estaba medio pocho. Dame un kilo de ciruelas y también unos tomates, pero que no sean muy grandes… ¡Ese no que está madurísimo!

-¿No tiene usted un billete más pequeño señora? Espere un momento que voy a por cambio…- Dijo el dependiente abandonando momentáneamente la caja.

En este tira y afloja andaban dependiente y clienta, mientras Manolo Fernández, asadito de calor en aquel local sin ventilación, reprimía las ganas que sentía de partirle en las narices a la gorda del gorro, la barra de pan (Bastante dura al tacto por cierto) que blandía en la mano izquierda. Por fin llegó el dependiente con el cambio y la mujer se marchó con la compra, dedicándole antes a Manolo una fría mirada de odio. Tenía una enemiga. Pues muy bien… no iba a permitir que eso le arruinase su semana de vacaciones.     

Ya en casa, metió las cosas en la nevera y ayudo a Conchi a terminar la limpieza. Tras la comida, Manolo Fernández se dispuso a echar una siesta ligera en una butaca reclinable que había en la pequeña terracita del apartamento. Comenzó a leer un best seller escrito por un conocido autor judeo-americano. Al poco rato el libro se le cayó de las manos. Dobló una esquina de la última página que había leído y dejó el libro y las gafas de ver en una mesita baja que había al lado. Tapándose la barriga con una toalla del Real Madrid, se dispuso a echar una merecida siestecita. Manolo dobló inmediatamente, alcanzando esa fase en la que la mente comienza a soñar a toda pastilla. Nuestro heroico autónomo se veía a si mismo patroneando un magnifico yate rodeado de macizas en pelotas y brindando con champán con su colega playero “Juan para lo que haga falta”, pero un fuerte sonido inesperado vino a interrumpir su sueño.

Mi perrito lucero fue mi alegría
El mejor compañero que yo tenía.
A mi niño a la escuela le acompañabaaa
Y con cuanto cariño con él jugaba
Alma de tirano…

Era el gran Rafael Farina desde el radiocasete del vecino del bajo. Manolo se asomó por la barandilla y vio a un individuo viejo, bastante corpulento con una gruesa cadena de oro al cuello, bermudas de vivos colores y un pequeño sombrero de paja en la cabeza. Aquel señor cantaba con mucho sentimiento y a la vez acompañaba la música con un temblor de su mano izquierda caída junto a una pernera de las bermudas. Manolo, que se había formado como aprendiz en un taller donde siempre sonaban por la radio los grandes del cante hondo: Farina, Antonio Molina, Juanito Valderrama, Pepe Pinto… miraba fascinado el arte del tipo del sombrero.

-¡A VER SI DEJAMOS DE DAR POR CULO CON EL LOLAILO A LA HORA DE LA SIESTA!- Sonó una voz desde una de las terrazas cercanas.

El cantaor de las bermudas, taciturno, apagó el radiocasete y se tumbó en una hamaca. Manolo intentó retomar su placentero sueño sin conseguirlo. Al poco rato Conchi vino a despertarle para que fueran al supermercado.

El cartel del parking de “su supermercado de confianza” indicaba que en el mismo quedaban plazas libres. Manolo introdujo el monovolumen y dio una vuelta. Solamente quedaba libre una plaza reservada a minusválidos y otra tan estrecha que si metía hasta el fondo el vehículo, ninguno de los ocupantes del mismo podía salir por las puertas. Manolo eligió la segunda opción, dejando fuera el morro del coche para que se pudieran abrir las puertas delanteras. El supermercado estaba llenísimo. La familia tardo un horror en hacer la compra. Finalmente se situaron en la cola para pagar de la única caja abierta. Un par de clientes por detrás de la familia Fernández Martínez se situó la gorda de la nectarina y su marido con un carro repleto de compra. De repente una cajera recién llegada abrió otra caja y rauda como una centella la gorda se puso la primera en la nueva caja. Manolo, verde de rabia, optó por no decir nada ya que nadie se quejaba de que aquella tipeja se hubiera colado. La gorda con su marido el calvo ya habían pagado, mientras que Manolo y Conchi aún estaban en la caja. Al encaminarse hacia el parking, la gorda de la nectarina dedicó a Manolo Fernández una venenosa sonrisa de triunfo. La familia salió con el carro repleto y al llegar al parking recibieron una desagradable sorpresa. El monovolumen tenía un vistoso arañazo y uno de los intermitentes delanteros reventado por un golpe.

-¡Papa, la culpa es tuya por haber aparcado mal!-

-Teníamos que haber aparcado fuera ¡Siempre estás metiendo la pata! ¿A ver como arreglamos esto ahora?-

El pobre Manolo, sin comerlo ni beberlo, recibía un chaparrón de críticas por parte de la madre y la hija que aguantaba estoico. Él sabía quien era la culpable de aquel desaguisado y palabra de Fernández García que lo pagaría caro… ¡La gorda de la nectarina se iba a cagar!

Sacaron unas fotos del siniestro para dar un parte on line a la compañía de seguros y regresaron al apartamento. La tarde transcurrió sin grandes sobresaltos. El cantaor del bajo les ofreció a todo volumen una antología del cante hondo y más tarde para rematar, los mejores chistes de gangosos del gran humorista Arévalo. Cenaron unos San Jacobos congelados y una ensaladita compuesta por: insípida lechuga iceberg, tomate de plástico procedente de Almería y atún en “aceite de oliva”. Después de cenar se vistieron y se marcharon a tomar un helado en “la Ilicitana”, una heladería situada en la zona de bares de la urbanización. Mientras Manolo daba buena cuenta de su cucurucho de tutifruti, enfundado en su polo Ralph Lauren de mercadillo, paso la gorda con su marido y una buena ristra de niños de entre trece y cinco o seis años, los cuales a todas luces eran nietos de la pareja. Seguramente los padres los habían dejado aparcados con los abuelos durante las vacaciones. Manolo casi sintió pena de su archienemiga la gorda de la nectarina.

Ya con sus chicas acostadas, Manolo se demoró un poco con el libro antes de ir a la cama. De la cercana depuradora le vino una ráfaga de aire con olor a mierda. Le pegó un sorbo a su mahou verde y acarició la cabeza peluda de la coneja Lulu que ya se había hecho dueña de la terraza. Al menos la cerveza estaba fría. Había sido un día difícil, pero habían sobrevivido…

¡Los Fernández Martínez eran gente de una raza fuerte!