miércoles, 25 de marzo de 2020

LA CRONICA DE GRIJELMO-EL SEÑOR DE COUSSENDSY


LA CRONICA DE GRIJELMO-EL SEÑOR DE COUSSENDSY



Corría el año de Nuestro Señor de 1366, cuando un ejército contratado en Francia por D. Enrique de Trastámara, el hermanastro del rey Pedro de Castilla, cruzó la frontera de Aragón.

D. Pedro, el primero de ese nombre, hallándose en grave peligro y viéndose amenazado por los que habíanle jurado obediencia como su señor natural que era, mandó armar una flota y desde la villa de Santoña, partió hacia Inglaterra, a pedir ayuda al Rey Eduardo.

El fraile que les narra esta crónica fue recomendado al Rey por mi superior, el abad de Santa María de Moreruela, como experto en lenguas.

Partí del monasterio acompañado por un caballero zamorano llamado Elías Guzmán y su escudero, un zagal hijo de los señores de un castillo cercano a Santa María, de nombre Álvaro de Dueñas.

En nuestro viaje hasta el mar Cantábrico recorrimos un reino arrasado por la guerra y que aún no se había recuperado de la gran peste que dieciséis años atrás lo había asolado todo.

Aquella plaga llevose con el Creador a casi la mitad de las gentes que antes poblaban la tierra de Castilla. Aquel castigo divino por nuestros muchos pecados no hizo distingos entre pobres y ricos. Hasta Don Alfonso XI, el padre del Rey Pedro, pereció durante aquella plaga frente a la ciudad de Tarifa mientras le hacia la guerra al moro.

En una ensenada estaban las naos que iban a llevarnos hasta el reino de Inglaterra. Tanto Elías Guzmán, como Álvaro, como este humilde fraile, embarcamos en una carraca cuyo arráez era un vizcaíno mal encarado y de carácter tan agrio como el mucho vino que bebía.

Yo, que jamás había visto el mar, me admiré tanto al contemplar aquella obra de Dios que no pude menos que ante él caer de rodillas en aquella playa y rezar con muchísimo fervor.

A decir de los entendidos, tuvimos una travesía excelente y con vientos favorables. Yo por mi parte, enfermé nada más abandonar el abrigo que nos ofrecía la costa y permanecí postrado hasta que tocamos tierra firme frente a una isla mediana al lado de la ciudad de Portsmouth que tiene un castillo antiguo y unas atarazanas.

Allí echamos anclas y nuestro señor el Rey Pedro, despachó mensajeros a la corte, para que le hicieran saber al Rey de los ingleses que nos encontrábamos en sus tierras.

Tres días más tarde vino a recibirnos el Príncipe de Gales D. Eduardo de Woodstock, hijo mayor del Rey.

El príncipe era un hombre apuesto y de mucha amabilidad que nos colmó de viandas y se ocupó de que nos alojáramos calientes en el castillo.

Pese a que estábamos a las puertas del verano y hacía bastante buen tiempo a decir de los que habían estado antes allí, el fraile que les narra esta crónica sentía en sus huesos el frio y la humedad inglesas como un presagio de las desgracias venideras.

Acompañando a D. Eduardo y a su séquito, partimos al día siguiente hacia Londres, que es donde se encontraba la corte.

Londres es una ciudad bastante grande a orillas de un gran río, el Támesis.

Allí esperaba el Rey Eduardo con toda su corte.

El Rey de los ingleses bajó de un alto podio donde se encontraba el trono y abrazó a Don Pedro, llamándole hermano y teniendo grandes muestras de afecto y cortesía con el resto del séquito.

Luego se celebró una misa oficiada por el obispo de Canterbury, que es el prelado más importante de aquel reino.

Tras la comida, ambas comitivas comenzaron a negociar un acuerdo. Al final del día ya se había decidido mandar un fuerte contingente de soldados a Castilla.

El Rey Pedro se Jugaba el reino y estaba dispuesto a pagar generosamente cualquier ayuda.

Por su parte, Eduardo III veía en la intervención una oportunidad de castigar a su enemigo el Rey de Francia, con quien llevaba en guerra toda su vida y que era el aliado de D. Enrique de Trastámara.

El Príncipe de Gales al, que sus tropas conocían como el “Príncipe Negro” por el color de su armadura, comandaría la expedición que habría de arribar a las costas de España.

Un mes antes, para allanar el camino del ejército, se adelantaría el caballero Edmund de Coussendsy un paladín elegido por el príncipe de Gales, al que acompañaría un grupo de hombres de guerra seleccionados por él y un grupo de guerreros castellanos.

La misión de avisar a aquel noble inglés y acompañarle a Castilla, se la encomendó el Rey Pedro al caballero Elías Guzmán. Tendríamos que bordear la isla varios días en dirección al Oeste y desde el castillo de Sir Edmund volver directos a nuestra tierra.

La costa del Sur de Inglaterra está levantada en altos acantilados en su mayor parte. El quinto día de viaje avistamos una fortaleza mediana de color gris oscuro. Echamos el ancla en una rada cercana y nos dirigimos al castillo donde no fuimos bien recibidos hasta que presentamos la carta que para el caballero nos había dado el Príncipe Negro.

El castillo se encontraba rodeado de bosques y pantanos sobre los que planeaba, como el sudario de un cadáver, una espesa niebla. Pese a lo avanzado de la fecha, estábamos a últimos de mayo, el invierno se resistía a abandonar Coussendsy.

Finalmente, bajaron el puente levadizo y un par de guardias armados con los largos arcos de madera de tejo y hachas, nos condujeron hasta la presencia de Sir Edmund. 

En una gran sala en la que no estaba encendida la chimenea y reinaba un frío enorme, nos aguardaba el señor del castillo flanqueado por dos grandes perros que gruñían con fiereza ante la presencia de extraños. 

Sir Edmund, flaco y calvo, era en apariencia un hombre demasiado viejo como para ser aquel paladín del que tanto habíamos oído hablar. El caballero nos observó uno a uno desde el alto estado en el que se encontraba. Cuando sus ojos se detuvieron en este fraile, un escalofrío recorrió mi columna.

El caballero Guzmán le tendió la carta que para él nos había entregado el rey de Inglaterra. Con una sorprendente agilidad, el señor del castillo se presentó en dos pasos frente a D. Elías, y con una mano que a mí me pareció enorme en relación al grosor de su brazo, tomo la misiva y se puso a leerla a pesar de la poca luz que reinaba en aquella estancia. Luego, en inglés, ordenó a un anciano mayordomo que nos diera alojamiento.

El resto de la fortaleza era igual de fría y oscura que la sala donde habíamos estado.  Pareciera que aquellas gentes no sintieran gusto por la calidez pese a que todo el castillo estaba lleno de ricos tapices, gruesas alfombras y muebles de calidad, que Sir Edmund parecía atesorar en lugar de darles un uso doméstico. Esta apreciación del que escribe se podía corroborar por la gruesa capa de polvo que yacía, sobre todo.

Nos alojamos, y al caer la noche Sir Edmund nos mandó llamar.

En el salón donde nos había recibido chisporroteaba el fuego en la chimenea y un gran número de velas iluminaban la estancia.

El señor del castillo vestía una rica túnica de seda, con bordados de oro y adornos de aljófar.

La comida era muy abundante y muy bien sazonada con carísimas especias de oriente.

Durante la cena, una moza cantaba con voz maravillosa acompañada por un músico que tañía el laúd. La canción, pese a que no entendíamos bien la letra, sonaba triste y es que en Coussendsy, con todas sus riquezas, no había lugar para el más sencillo y valioso de los tesoros que es la alegría.

Sir Edmund, durante nuestra breve estancia en sus tierras, se mostró como un hombre cultísimo. Hablaba latín y griego y un poco de árabe. Departió largamente con el caballero Guzmán en lengua franca, utilizando a este monje para que le tradujera del latín al castellano las palabras que el de Zamora no entendía.

El noble inglés, era a todas luces una persona dotada de una viva inteligencia y se mostraba muy interesado en conocer los usos y costumbres de la tierra a la que su señor, el Rey de Inglaterra, le mandaba a combatir.

Permanecimos aún unos días en la fortaleza. Para entretenernos, Sir Edmund organizó una cacería por los espesos bosques que rodeaban el castillo. El inglés vestía una armadura sencilla, pero de excelente calidad. No usaba prenda alguna bajo la cota de maya, sintiendo sobre su blanquísima piel el lacerante y frío beso del acero. A los demás nos extrañó ese atuendo para cazar, pero él se movía con perfecta soltura por el bosque, tanto a pie como a caballo.

Pintados en algunos árboles, pude observar unos extraños símbolos rojos. Un fraile inglés que nos había acompañado desde la corte me explicó que se trataba de dibujos religiosos que en la antigüedad los sacerdotes paganos de las Islas dibujaban con la sangre de enemigos sacrificados y que aún en estos tiempos, los aldeanos dibujaban con sangre de animales en lugares aislados como aquel, como protección, pese a la expresa prohibición eclesiástica de dichas prácticas, que eran tenidas por mágicas.

Sir Edmund manejaba con gran destreza un arco de madera de tejo casi tan alto como él. Durante la jornada, le vimos atravesar de parte a parte a media docena de ciervos, a más del doble de distancia del alcance al que llegaban los virotes disparados por nuestras ballestas. Álvaro de Dueñas que, aunque aún no había cumplido los catorce, era un mocetón de dos varas de alto dotado de una fuerza descomunal, le pidió el arco a nuestro anfitrión para probarlo y apenas fue capaz de tensarlo ni un palmo y lo mismo el caballero Guzmán, que era un hombre muy diestro en el manejo de cualquier arma.

Más adelante pudimos comprobar la letal eficacia de aquellos arcos en la guerra que enfrentaría a nuestros compatriotas.

A la finalización de todos los preparativos para la misión, partimos hacia Castilla. Sir Edmund iba acompañado tan solo por una veintena de hombres.

Cuando embarcamos en la carraca, el patrón viendo la compaña que traíamos, púsose a maldecir en vascuence, hasta que una mirada del paladín inglés hizo que callara de golpe.

El arráez, pegado a su inseparable calabaza de licor, apenas dijo palabra en todo el viaje.

En las dos semanas que anduvimos a merced de los elementos en aquella cáscara de nuez, pude comprobar lo bueno que había sido el viaje de ida, de tan malo como fue el de vuelta. Un par de marineros se perdieron en el mar, el resto desembarcamos más muertos que vivos, con excepción de Sir Edmund de Coussendsy, que estaba fresco como una rosa.

 Al poner pie en tierra, el capitán se santiguo con muchísima devoción, aunque en el poco tiempo que le traté, me pareció más bien poco religioso, luego señalando con disimulo al caballero inglés dijo entre dientes, “otsoa”.

Le pregunté a otro vizcaíno de la tripulación, que había dicho su patrón y me contestó “lobo”

En cuanto que estuvimos repuestos de aquella penosa travesía, nos pusimos en camino hacia el corazón de Castilla, para infiltrarnos discretamente en la zona que controlaba el rebelde don Enrique.

La consigna era principalmente obtener información, pero Sir Edmund tenía sus propios planes y con su reducido, pero eficacísimo grupo de hombres de armas comenzó a hacer la guerra por su cuenta antes de que pisase la península su señor, el Príncipe Negro.

El caballero Elías Guzmán era un experto soldado y había participado en muchas campañas contra el moro y contra rey de Aragón, el tocayo de nuestro señor don Pedro. El de Zamora, no podía por menos que admirarse ante lo buenos guerreros que eran aquellos ingleses y muy en particular el señor de Coussendsy. No obstante, el castellano, hombre piadoso y justo, tampoco podía aprobar los crueles métodos del paladín.

Si esto era así para un curtido hombre de armas, que no habría de ser para un sencillo monje como el que les narra esta historia.

Una mañana temprano, desperteme con las primeras luces y con la intención de refrescarme me acerqué a un arroyo cercano a nuestro campamento. Allí me encontré a Sir Edmund sentado en el tronco de un olmo caído. El caballero miraba abstraído, la gran luna llena, que baja en el horizonte aún se podía ver. Vestía su fina armadura, que con la luz del alba desprendía reflejos rosados. Observando más cerca al inglés, esos reflejos no eran otra cosa que salpicaduras recientes de sangre.

Al percatarse de mi presencia, el paladín volvió su mirada hacia este pobre monje y cayendo de rodillas díjome “Parce mihi Pater, quia peccavi” (Perdóname padre, porque he pecado). Yo me senté en el tronco, con el corazón oprimido, dispuesto a escuchar en confesión los horrores que sin duda sabía que me iba a narrar aquel cristiano.

Cuando regresé al campamento, los taciturnos servidores del señor de Cousendssy ya habían levantado las tiendas y cargado las bestias para la marcha. El caballero Elías, Álvaro de Dueñas y otros hombres de armas castellanos que nos acompañaban, apuraban unos cuencos de gachas junto al fuego.

El despierto zamorano, al punto se percató de mi zozobra y me dirigió una mirada inquisitiva, que yo traté de evitar sin éxito yéndome a aparejar mi montura para la jornada que comenzaba. En se momento, con la armadura limpia y reluciente, montado en su enorme caballo negro de guerra, hizo su entrada en el campamento Sir Edmund impartiendo órdenes a sus hombres en el áspero lenguaje de las islas.

Aquel día cabalgamos varias leguas aguas arriba del arroyo y tras un remanso divisamos una aldea en la no se observaba actividad alguna. Ni humo de hogares, ni siquiera el ladrido de un can o el canto de un gallo y es que como muy pronto pudimos comprobar con horror, allí no quedaba nadie vivo, ni persona ni animal.

Los cadáveres estaban destrozados, como si hubieran sufrido el ataque de lobos, osos u otras fieras. Ninguno de los castellanos, habíamos presenciado algo así nunca, ni en la peor época de la peste, en la que lobos y perros devoraban impunes los cadáveres e incluso a los moribundos dentro de aldeas y pueblos.

Los hombres del paladín, indiferentes a la masacre de la que éramos testigos, se entregaron de forma metódica al saqueo de las pobres pertenencias de aquellos desgraciados.

Yo, sabedor de lo que allí había pasado, volví a esquivar la, esta vez horrorizada, mirada del caballero Guzmán, para encontrarme con la del paladín del rey de los ingleses, que parecía decirme “Ahora que ya sabes quién soy ¿Qué es lo piensas hacer?”

Cerré los ojos y muy quedo comencé a rezar por los muertos de aquella aldea y sobre todo, por los vivos que allí estábamos, ante los grandes peligros que nos acechaban.