viernes, 6 de abril de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Libro II-CARTAS



CARTAS

Jorge llevaba sin noticias de Margarita desde hacía un par de semanas. Fiel a lo hablado con su amada, mantuvo un resignado silencio a la espera de que las gestiones del conde, su futuro suegro, si todo salía bien diesen sus frutos.

El calor comenzaba a apretar en la Villa y Corte y la familia real había anunciado su intención de trasladarse a su residencia estival en San Sebastián en breve, por lo que la actualidad política y social languidecía igual que la hierba según avanza el estío. La vida cotidiana, como todos los años por esas fechas, cambiaba sus horarios. La gente y los negocios estaban más activos con las primeras horas del día. Con la canícula, la sacrosanta siesta española se hacía dueña de las asolanadas calles, que no recobraban el pulso hasta que perezoso llegaba el atardecer acompañado de las campanas de las iglesias llamando a misa de ocho.

Jorge, aunque no tenía ni cuerpo ni ganas, salía cada noche con un Vicente Lleó que lo sacaba de paseo, sordo a las protestas del periodista. Pese a que sus tournées con la gente de la farándula acababan siempre a las mil y mona y al deterioro consiguiente de su hígado, el periodista agradecía la atención y el cariño que su bohemio amigo le dedicaba y que, una vez más, le ayudaba a pasar aquel punto muerto en el que se encontraba su vida.

Fue al volver de la taberna donde comía a diario, ignorante como cualquier varón de su época del arte de cocinar, cuando en el rellano de la escalera se encontró con Nuria, la doncella de su amada Margarita Marlasca. Sorprendido, al punto la hizo pasar al interior de su piso. Nuria contó a Jorge de que tanto Margarita como Teresa, la hija de ambos estaban perfectamente.

Había sido difícil, pero finalmente Margarita y su padre se habían podido ver a solas y esta le había informado de sus tristes circunstancias. El conde que además de padre cariñoso y atento con su única hija era pese a su título de nobleza, un librepensador al que las rígidas convenciones sociales y la falsa moral católica con respecto al papel de la mujer le traían bastante al fresco. A pesar de esto, Eliseo Marlasca conde de Matarromera, no era ningún ingenuo y sabía de las graves consecuencias ya no solo sociales, si no económicas que podían suponer para su familia la ruptura de aquel matrimonio bendecido por la corona y la iglesia. En cualquier caso, el conde que era un hombre muy bien relacionado consultó el caso con algunos de los mejores juristas del reino, amigos suyos personales.

En una carta que traía la doncella, Margarita le contaba sus planes. El asunto era más peliagudo de lo que podía parecer. Ante un caso flagrante de adulterio como era el suyo con una hija de por medio, ambos amantes podían acabar dando con sus huesos en prisión. Este asunto del adulterio, en la mayoría de los casos se acababa solventando con una multa y más tratándose de gente pudiente. Otro cantar era la ruptura de un matrimonio. Emiliano Fuensalida podía repudiar públicamente a su esposa, pero la anulación eclesiástica podía tardar años, más solicitándola una mujer, años en los que Margarita y Teresa quedarían marcadas ante los demás como unas apestadas hasta que Jorge pudiera casarse con ella y reconocer a su hija.

La única salida que les quedaba era marcharse del país y cambiar de identidad, al menos por un tiempo. El conde contaba con el dinero suficiente y estaba dispuesto a ayudarles. Era una decisión muy difícil de tomar para Jorge, pero su amor por Margarita estaba por encima de todo, así que la respuesta que el periodista enviaba a su amada era afirmativa.

Jorge acompañó a Nuria al portal. La calle a esas horas estaba desierta. Miro a uno y otro lado y al no ver a nadie se despidió de la doncella con un beso en la mejilla y un afectuoso apretón de manos. Contemplo desde el portal como la mujer se perdía en la calle desierta y luego se metió en el portal cerrando la puerta tras de sí. Unos instantes después, tras una esquina testigo de la conversación, se hizo visible la figura maciza del mulato Carlos Bayón.















































Capítulo 8 de Hijos de los Montes

18 de junio de 1894

Jorge Villafranca Vargas



Llegué a los Montes tres semanas después de despedir al Rey Carlos. De los Juanotes no había señal alguna. Como era de suponer se habían escondido a la espera de acontecimientos, pero yo sabía dónde buscar y no tardé mucho en dar con su escondite.

-Huele bien ese guiso. ¿Qué es? ¿Conejo? ¿Gato? -

- ¡Joder Malasangre! Que susto me has dado ¿Cómo es que nadie ha dado la voz de alarma? -

-Porque has puesto de guardia a los más bisoños, además habéis dejado una vía de entrada sin vigilar…-

- ¿Cuál? - Interrogó Juanote

-El arroyo…- Contesté yo

-Yo por ahí no entro ni, aunque vaya a rastras- Dijo el jefe de los bandidos reconociendo mi habilidad.

Comimos aquel guiso dudoso que a mí me supo a gloria después de las penurias pasadas en el viaje desde la frontera en el que, con todos los caminos vigilados y las fondas llenas de ojos delatores, no pude pasar por lugar poblado a abastecerme de víveres. Tras la comida, el jefe de los bandidos me puso al día: Sabariegos había vuelto a Portugal, varios buscados por la justicia antes de la guerra de la partida de Merendón, se habían unido a nosotros y básicamente esperábamos cual iba a ser la postura de las autoridades con respecto a los excombatientes carlistas.

La respuesta nos vino de Toledo en forma de bando publicado a instancias del gobernador civil D. Ezequiel Alonso, este nos la tenía jurada desde el asalto a la casa de la dehesa de los Frailes en el que aquellos mal nacidos de Pelopincho y el Pastor de los Yébenes habían violado a su hija. En el bando ofrecían quinientas pesetas por los hermanos y por un servidor que desde lo de D. Salvador Tribes en los Navalucillos había aumentado mi fama de bandido, trescientas.

Temíamos una persecución como la que sufrimos antes de la guerra, sólo que esta vez sería peor. Había mucha gente armada y empobrecida que estaría dispuesta a todo por semejante dineral. Había que acabar con la serpiente golpeándola en la cabeza.

Como ya había demostrado muchas veces, yo soy un individuo más que escurridizo por eso fui el elegido para aquella misión.

Me recorté las barbas e incluso tomé un atuendo de chupatintas con unas gafas y todo y fui a Toledo capital donde residía nuestro enemigo. Estudié las costumbres del gobernador civil D. Ezequiel. Todos los días tomaba café a la misma hora en un hotel en la plaza de Zocodover, leía el periódico y luego volvía caminando hasta el gobierno civil.

Aquella mañana el gobernador tomaba café y fumaba, mientras charlaba animadamente con otros señores elegantes. Al rato estrechó sus manos y se despidió internándose en el dédalo de torcidas callejas de la ciudad imperial. Le abordé justo al lado de la catedral.

-Buenos días D. Ezequiel ¿Tendría usted un minuto? -

-Lo siento joven, voy con mucha prisa. Si desea algo, pásese por el gobierno civil y pídale cita al funcionario. Ahora si me perdona…-

-No me ha entendido usted bien- le dije apoyando en sus costillas el cañón de mi revolver, que llevaba escondido bajo un gabán doblado sobre el brazo.

-Tire para delante y no haga usted tonterías que los Juanotes le quieren dar un recadito…-

Al oír aquel nombre D. Ezequiel se volvió hacia mí con los ojos llenos de odio. Por un momento pensé que lo tenía que dejar seco allí mismo, pero tal vez la decisión de mi gesto le disuadió de cometer una imprudencia. Mejor sobrevivir hoy para poder cobrarse venganza mañana, debió de pensar.

-Ante todo queremos disculparnos por lo que le sucedió a su hija en la casa de los Navalucillos. Todos tenemos hijas, hermanas, esposas y madres y nosotros no actuamos así. No le voy a negar que seamos ladrones, lo mismito que usted D. Ezequiel Alonso… si si no me mire usted así, que cuando compró por cuatro perras las tierras de los frailes en la desamortización, dejó a muchos en la calle, entre otros a mi familia. Sabe usted que los que violaron a su hija están muertos. Uno era Matías Santos “el Pelopincho” al que mató una bala de ustedes y el otro Pedro Ontiveros conocido como “el Pastor de los Yébenes” le ajusticiamos nosotros como la ley de los bandoleros dice que hay que matar a las alimañas de su clase. -

- ¡Muchas gracias por sus disculpas! ¿Necesitan que haga alguna cosa por ustedes? - Dijo el gobernador civil con un deje de sorna que denotaba que servidor no estaba hablando con ningún cobarde.

-Pues sí, retirar el bando en el que pone usted precio a nuestras cabezas-

- ¿O si no? - Dijo D. Ezequiel retador.

-Usted y nosotros somos hombres de negocios. Yo no creo en el honor entre ladrones y por tanto no le voy a hacer ningún juramento solemne, pero si ese bando sigue vigente la semana que viene aténgase a las consecuencias. A cambio le ofrecemos un pacto de no agresión e incluso nuestra colaboración en cualquier asunto que desee resolver extraoficialmente. No tiene que responderme ahora. Medite sobre las ventajas del acuerdo y mande el viernes de la semana que viene a su capataz a esta dirección con la respuesta si acepta usted el trato. Que pase usted un buen día.

Así deje a D. Zacarías Alonso boquiabierto a las puertas de la catedral de Toledo. El viernes siguiente el nuevo capataz de la dehesa de los frailes vino con la respuesta. Los carteles con nuestros rostros desaparecieron de todas las fachadas y puertas donde los habían clavado y nunca volvimos a tener problemas con el gobernador civil de Toledo, incluso este nos encargaba a cambio de un generoso estipendio, la vigilancia de su finca en los periodos en los que él y sus invitados compartían jornadas de caza en la dehesa de los Frailes de los Navalucillos.

Fue una buena época. Mientras el país trataba de recomponerse, nosotros medrábamos al amparo de nuestras montañas, cuartel y santuario. Además del acuerdo con las autoridades, llegamos a un entendimiento con la gente de los pueblos de la comarca como nunca antes habíamos logrado. Algunos de los nuestros que tenían familia, dormían de vez en cuando en sus antiguas casas con cierta tranquilidad y es que ya no robábamos en nuestros lugares de nacimiento, nos habíamos especializados en grandes golpes fuera de los Montes y repartíamos rumbosos una parte de aquel botín con nuestros vecinos más pobres.

Durante la guerra habíamos forjado una férrea alianza con una partida bandolera que operaba en la sierra de Cardeña en la provincia de Córdoba. La dirigía un tipo al que llamaban el Guajiro, que tenía mucho dinero y un cortijo cerca de Montoro. El Guajiro tendría entonces unos cuarenta y bastantes años y había pasado la mayor parte de su vida en la isla de Cuba. El origen de su fortuna provenía como decía él “del tráfico de ébano”. El Guajiro estuvo embarcado muy joven en un buque negrero y de ahí pasó a ser intermediario en aquel comercio de seres humanos, con grandes terratenientes del Sur de los Estados Unidos. La verdad es que aquel individuo no le hacía ascos a casi nada, ya que también era un activo contrabandista, traficante de armas internacional y líder de una despiadada banda de ladrones y asesinos.

Gracias a su dinero, D. Luis que es como le gustaba que le llamaran a aquel granuja, se codeaba con las altas esferas y de allí obtenía información privilegiada para los robos. Nosotros acabamos siendo una sucursal de sus intereses al norte de Sierra Morena. A mí personalmente aquello no me gustaba, pero la verdad es que era muy lucrativo y mucho menos arriesgado que lo que habíamos hecho hasta entonces.

Yo no conocía personalmente a ese “rey” en Sierra Morena como lo había sido José María “el Tempranillo” setenta años antes, pero después de un golpe en las minas de Almacén, fui con los Juanotes y otros de la partida hasta el cortijo del Guajiro a hacerle entrega de su parte.

 El tipo se daba muchos aires para ser un vulgar ladrón, pero he de reconocer en él una mente privilegiada para el delito. Tras el asalto del tren de Algodor durante la guerra, se podía decir que en ese tipo de acciones los de la partida de los Juanotes éramos los números uno y tras entregarle lo acordado del golpe en las minas nos propuso un nuevo trabajo: el asalto al tren correo que traía la nómina de los funcionarios de Andalucía, un golpe que podía suponer el retiro de todos nosotros.