LA HUIDA
EL NOTICIERO IMPARCIAL. 26 de junio de 1894
Sección de Cartas al Director
Estimados lectores:
Mi nombre es Ignacio Posadas Ventura. Soy el director del
penal militar de Melilla y ostentó el grado de coronel del Ejército de Tierra.
Llevo más de quince años desempeñando este empleo. En todo este tiempo he conocido a muchos
presos, gente buena con mala suerte y gente muy mala. Muchos acabaron en el penal por errores
cometidos, otros por auténtica y genuina maldad.
Entre estos malvados que he tenido la desgracia de conocer,
uno de ellos ha dejado un recuerdo imborrable en mí y no es otro que el recluso
Jacinto Montaleza Vargas, alias el Malasangre.
Montaleza llegó a Melilla en 1885 procedente del Peñón de
Vélez de la Gomera, al beneficiarse del indulto parcial concedido a la muerte
de su majestad el rey Alfonso XII, a los presos de larga duración que cumplían
penas en las islas. El recluso Montaleza llegó a nosotros con una decena de
sentencias de muerte, conmutadas por la pena de cadena perpetua y trabajos
forzados.
Malasangre tiene en su macabro haber, ser el asesino
convicto y confeso de diez seres humanos, crímenes estos en los que él
directamente apretó el gatillo. También se ha demostrado su participación en al
menos en otra treintena de muertes violentas, estas sin contar las personas que
mató durante la última guerra carlista. Durante su estancia en prisión, se ha
visto involucrado en al menos cinco homicidios más, cuya autoría no ha podido
ser demostrada. La lista de delitos menores que van desde el robo, al incendio
pasando por la violación o la rebelión, cometidos por este criminal, es tan
larga que el periódico tendría que dedicar un número entero en exclusiva para
publicar los mismos.
Pese a ser de origen muy humilde, Montaleza no es ningún
ignorante. Lee y escribe sin dificultad, sabe un poco de todo y es muy
despierto a la hora de entender el mundo que le rodea. Una gran inteligencia
natural que usada al servicio de los demás hubiera sido de mucho provecho. Pero
no, él no es así, Jacinto Montaleza es básicamente un canalla y un manipulador
nato. En su estancia en la cárcel de Melilla era siempre el denominador común
en todas las situaciones de conflicto de las que otros eran los que salían mal
parados, nunca él. Tardamos en darnos cuenta mis subalternos y yo mismo, pero
al final comprendimos con qué clase de serpiente venenosa estábamos tratando.
Primero nos llegó la orden para su traslado al penal de
Ocaña, un penal civil con una disciplina mucho más laxa que la del penal militar
de Melilla. Sin duda un paso previo a la libertad definitiva. Un humanitarismo
mal entendido y una prensa que recoge más opiniones que información objetiva,
han hecho que actores presentes en este drama que ha sido la vida del infame
Montaleza como D. Jeremías Alonso, el hijo de D. Ezequiel Alonso Padilla, el
antiguo gobernador civil de Toledo en los tiempos de mayor actividad del
bandido y propietario de la finca donde este nació, hayan solicitado
formalmente su indulto en las cortes. El propio Don Jeremías se postula como
garante de la integridad y el arrepentimiento del malhechor y ofrece
“recogerle” en su finca de los Montes de Toledo como guarda de la misma.
Quizá ustedes puedan pensar que detrás de mis palabras se
esconde una animadversión personal y no les falta un poco de razón, pero
Jacinto Montaleza no es lo que los artículos de El Informador nos han hecho
creer. Es un hombre valiente, nadie puede negar ese extremo, pero no es ningún
héroe. Es un asesino sin ningún remordimiento ni atadura moral, que más pronto
que tarde mostrará su verdadera cara.
A mí me queda poco para el retiro y escribir esta carta sólo
puede “ensuciar” una intachable hoja de más de cuarenta años de servicio, pero
es que a algunos aun nos importa lo que es recto y es justo, sin pensar en las
consecuencias que ello pueda tener.
Melilla 20 de junio de 1894
Todo estaba preparado. Jorge había despachado sus asuntos en
Madrid, una ciudad que pese a haber nacido en otro lugar, sentía como suya. A
partir del día siguiente, no sabía qué le iba a deparar el futuro. Se marchaba
y dejaba atrás cosas importantes y sobre todo gente importante. No sabía cuándo
ni si volvería a ver a: su madre, al padre Ángel, a D. Mariano, a Vicentín
Lleó… a todos ellos había dirigido cartas explicándoles las circunstancias de
su repentina fuga. Sentía muchísimo esa separación, esperaba que tan solo fuese
una separación temporal, pero en ese momento y en esa sociedad, a la pareja
solamente le quedaba aquella salida.
Había pasado toda la tarde fuera y regresaba a su piso. Al
día siguiente un coche enviado por el conde de Matarromera le recogería en su
casa. En una venta en Carabachel le esperarían Margarita y Teresa. La excusa
para ausentarse del palacete de Fuensalida era que hija y nieta iban a visitar
al conde para despedirse, ante la inminente partida al cortijo de la sierra
para pasar el verano.
Entró en el portal y agradeció la sombra fresca que
contrastaba con el fuerte calor de la calle. Se quitó el sombrero y se secó el
sudor de la frente con un pañuelo, luego subió las escaleras. Ya en el rellano
observó con extrañeza como la puerta de su domicilio se encontraba
entreabierta.
Todo parecía estar en su sitio. Seguramente se había
olvidado de cerrar al salir. Enrolló la persiana del balconcito del salón para
que el aire algo más fresco del atardecer pudiera penetrar en la vivienda y se
dispuso a acabar de hacer la maleta. Antes de llegar al dormitorio percibió
aquel sonido característico. Era el zumbido se una gran cantidad de moscas.
Jorge Villafranca se quedó petrificado en la puerta de la alcoba. Nuria, la
doncella de Margarita, yacía completamente desnuda, muerta sobre la cama del
periodista.
Aquello era una auténtica carnicería. La sangre empapaba la
cama. Nuria presentaba un profundo corte en el cuello y tenía los ojos
completamente abiertos. Venciendo el pánico que le invadía, se acercó hasta el
cadáver y le cerró los ojos. El cuerpo aún no se había enfriado, por lo que a
Nuria no la habían matado hacía demasiado tiempo.
Alcanzó el revólver que escondía en una caja sobre el
armario. No se lo había llegado a devolver al director Acuña y este nunca le
pidió que se lo devolviera. El contacto con el arma serenó el ánimo del joven
periodista.
La ropa de Nuria estaba sobre una silla, perfectamente
doblada, como si la doncella hubiera ido al piso por su propia voluntad a
acostarse con él. También había un cuchillo de la cocina manchado de sangre
tirado en el suelo. Sin duda se trataba del arma homicida. Aquello parecía una
encerrona en toda regla. Había que pensar cómo salir de aquella situación y
rápido…
Un ruido procedente de la escalera hizo que Jorge volviera
de golpe a la realidad. Varias personas subían en tropel. Jorge cerró la puerta
del piso y empujó una cómoda contra la misma. Se asomó furtivamente al balcón y
vio a una pareja de guardias frente a su portal. La única vía de escape que le
que quedaba era la ventana de la habitación que daba al patio de luces.
Un puño recio comenzó a golpear la puerta del piso
-¡ABRAN LA PUERTA, POLICÍA!
A los gritos pronto les siguieron patadas. La puerta no iba
a resistir mucho tiempo. Jorge salió por la ventana y agarrándose a un canalón
que amenazaba con desprenderse de la pared, descendió un par de pisos. Se
encontraba suspendido a unos cuatro metros de un chamizo de madera en el que el
portero de la finca criaba algunas gallinas. Un estruendo procedente de su piso
le anunció que la policía había echado abajo la puerta. Sin pensárselo dos
veces, salto sobre el tejadillo que se hundió bajo su peso. Justo en ese momento,
dos policías de paisano se asomaban a la ventana y viendo huir al fugitivo le
dispararon varios tiros con sus pistolas. Jorge, que se había metido el
revólver en un bolsillo, lo saco e hizo fuego. El disparo impactó contra el
marco de madera de la ventana haciendo saltar una nube de yeso y astillas. Los
policías instintivamente dieron un paso atrás, lo que aprovecho Jorge para
renqueante salir a un callejón al que daba el patio y que para su suerte no
estaba vigilado.
Anduvo hasta la esquina y al no ver a la policía apretó el
paso con intención de poner tierra de por medio. Un poco más adelante un carro
pasó a su lado y se paró a escasos metros. Por la ventanilla un rostro conocido
se dirigió a él.
-RÁPIDO JORGE, SUBA AL CARRO. NO HAY TIEMPO QUE PERDER…-
Era el director Acuña y con él viajaba otro hombre, alguien
difícil de olvidar.
-Ustedes ya se conocen, aunque nadie ha hecho aún las
presentaciones. Jorge Villafranca, le presento a Enrique Castaño Mínguez. -
Frente al periodista estaba sentado el mismo hombre del
puerto de Málaga, el mismo que había disparado al general Margallo y el mismo
que había asaltado su casa de Melilla.
La verdad es que, a esas alturas del baile, el hecho de
encontrarse sentado en el mismo carruaje con el director Acuña y el asesino de
Margallo, no le sorprendía especialmente. Su pensamiento estaba con Margarita y
con su hija, a las que suponía y no se equivocaba, rehenes del marqués.
-Tenemos que ir a buscar a Margarita Marlasca y a mi hija… a
su hija- corrigió el periodista sobre la marcha
- ¿Recuerda lo que le dije la última vez que hablamos? Pues
se encuentra usted en serio peligro. Margarita y Su hija están camino de
Córdoba y el conde de Matarromera a estas alturas debe de estar tan muerto como
la doncella. Ahora mismo tiene usted que desaparecer una temporada y luego ya
veremos qué decisiones vamos tomando…-
-Lo que le dice Castaño es la verdad. De momento hay que
desaparecer y en lo demás puede contar usted con toda la ayuda que le pueda
prestar la organización de la que somos miembros. –
El negro coche se perdió en las sombras de la noche dejando
atrás la ciudad de Madrid.
Capítulo 10 de Hijos de los Montes
2 de julio de 1894
Jorge Villafranca Vargas
Por las cordilleras del Sur que corren de Este a Oeste, es
posible pasar al país vecino sin pisar población. Nosotros lo habíamos hecho
muchas veces en los Montes de Toledo. Allí conocíamos todas las veredas que
desde tiempos inmemoriales usaban los contrabandistas. En este caso, pese a que
teníamos mapas militares, no conocíamos esas rutas y nuestros enemigos sí.
De los ocho que salimos de la Cimbarra dos iban heridos de
bala y no podían seguir nuestro ritmo. Los caballos tampoco estaban en las
mejores condiciones. El que yo montaba, el mismo que había galopado frente a
las bocas de los cañones en Montejurra, estaba herido en una de sus patas
delanteras. La herida en sí no era grave y sólo necesitaba tiempo para curar,
algo de lo que no disponíamos. Así que no tuvimos más remedio que abandonar a
hombres y bestias a su suerte.
Milreales, Juanote grande, Francisco Moreno “el Peluca”, Justo Quintanilla “el Magro” y
Venancio López “el Purgaciones” (Que estaba sanísimo pero que ostentaba aquel
mote por un abuelo suyo que había padecido una enfermedad venérea), vagaban
junto a mí por la sierra escondiéndose, sin ni tan siquiera poder encender
fuego, no lo viera alguien y lo pusiera en conocimiento de nuestros
perseguidores.
Marchando por senderos desconocidos, ocultándonos a cada
paso y escudriñando con nuestros catalejos el horizonte antes de avanzar, tras
un par de semanas llegamos al norte de la provincia de Sevilla, a un paso de la
Sierra de Aracena y de Portugal.
En las cercanías de San Nicolás del Puerto existen unas
viejas minas abandonadas en un paraje que llaman el Cerro del Hierro, donde el
agua ha dado a las rocas calizas formas caprichosas. Tras dejar atrás los
dominios del Guajiro en la sierra de Cardeña, aquel nos pareció un buen lugar
para descansar y quitarnos algo del hambre y el frío que traíamos desde la
Cimbarra.
Cazamos una corza y encendimos un fuego en la boca de uno de
los pozos, pero sabiendo de la tenacidad y recursos de nuestros enemigos, establecimos un puesto de guardia oculto tras un domo de piedra que a modo de
atalaya dominaba el horizonte pedregoso. La señal ante cualquier movimiento
extraño era el canto del búho. Todos los allí presentes teníamos sueño ligero y
sabíamos distinguir el canto del pájaro rey de la noche de una imitación
humana.
-UUUUH UUUUUUH- Sonó la voz de Peluca en esa hora en la que
el horizonte se comienza a teñir de claridad.
Fueran las autoridades o los bandidos los que se acercaban,
no podían haber elegido mejor hora para un golpe de mano. Tras la vigilia
forzada de la marcha, todos estábamos profundamente dormidos y nos costó un
tiempo valiosísimo incorporarnos. Ya era tarde para huir, por lo que tomamos
posiciones tras las rocas, dispuestos a dejar en nuestros enemigos un recuerdo
imborrable.
Con el nuevo día avistamos una decena de jinetes y al menos
otros tantos de a pie. Eran los hombres del Guajiro, recortada en el horizonte
se distinguía su inconfundible figura, montado en la jaca torda. Aquella iba a
ser una lucha a muerte sin posibilidad de rendición.
Cuando los tuvimos más cerca vimos que los de a pie
sujetaban varias colleras de grandes perros de esos que llaman alanos y que en
mi tierra se usan en las monterías para sacar a los jabalíes de entre la jara,
sólo que esta vez las piezas de caza íbamos a ser nosotros.
Soltaron a los perros que corrieron raudos hacia donde nos
encontrábamos. Conseguimos tumbar a media docena, pero los otros se nos echaban
encima sin tiempo para recargar. Me enrollé la manta en un brazo y empuñé el
cuchillo de monte con la otra. Tuve la suerte de que solamente acometió un
perro contra mí que hizo presa en la manta. Le clavé el cuchillo tras el
brazuelo y el animal aflojó la presa, luego murió con sus fauces abiertas de
las que salía una espuma rosada.
Tras una roca a unos veinte metros de donde estaba yo, el
Magro luchaba contra tres perros que literalmente se lo estaban comiendo vivo.
Cargué mi escopeta y disparé. Dos alanos cayeron con el espinazo destrozado y
el tercero levantó la cabeza de los despojos sangrientos del Magro y se encaró
conmigo, enseñándome sus grandes dientes manchados de sangre.
El animal corrió hacia mí y yo empuñé la escopeta por el
cañón y le golpee con la culata. Movió su gran cabeza unos instantes acusando
el golpe y luego gruñó con fiereza para volver a atacar. Una bala de mi
revolver lo detuvo al mismo tiempo que los bandidos se nos venían encima.
El Guajiro y el joven mulato que siempre le acompañaba
observaban la escena sin intervenir unos metros más allá, mientras los
compañeros que quedaban en pie respondían al fuego con el fuego de sus armas.
El que más cerca estaba de mi posición era Peluca. Pude ver
como asomaba la cabeza un poco para disparar y recibió una bala que le hizo
saltar la tapa de los sesos. Entre Juanote y yo se encontraba Milreales, que
disparaba con rabia saliendo por cualquier ángulo de su parapeto. Tenía la
pierna empapada en sangre, una herida que sin duda le había producido el
mordisco del perro que yacía muerto a sus pies.
Los únicos que
parecíamos indemnes éramos Juanote y un servidor, mientras al menos una docena
de enemigos nos atacaba.
-Tratad de llegar a los caballos ¡Es vuestra única
posibilidad! - nos dijo Milreales mientras cargaba sus armas
-Yo ya estoy jodido, pero si alguno conseguís salir vivo de
aquí vengad mi muerte y la de los demás compañeros de la partida-
Luego se levantó del parapeto descargó su escopeta hiriendo
a un par de los de la banda del guajiro y corrió como pudo hacia ellos haciendo
fuego con un revolver en cada mano. Tras unos instantes de desconcierto en los
que cayeron otro par de bandidos, todas las armas se volvieron hacia él
acribillando su maltrecho cuerpo que quedó tendido en el suelo en un escorzo.
Juanote y yo, cada uno, por un lado, corrimos raudos por los
flancos de los que nos atacaban. Los primeros que se diero cuenta de nuestro
movimiento fueron el guajiro y su asistente desde lo alto de sus caballos.
Aquel terreno pedregoso nos favorecía y habíamos conseguido sacar una distancia
considerable a los de a pie que trataban de darnos alcance. El Guajiro y el
resto de jinetes estaban dando un rodeo para alcanzar la bocamina que es donde
se encontraban nuestros caballos, antes de que nosotros llegáramos.
Yo que corría mucho más que el corpulento jefe de la
partida, fui el primero en llegar y soltar a los cinco caballos que nos habían
llevado hasta ese lugar. Juanote llegó jadeando con los hombres del Guajiro
pisándole los talones. Le alcancé la rienda y montó mientras yo disparaba
contra sus perseguidores.
Salimos a galope tendido de aquella ratonera precedidos por
los tres caballos de nuestros compañeros caídos que acostumbrados a galopar
juntos habían hecho manada. Justo en ese momento el Guajiro y sus jinetes
enfilaban la entrada de la mina.
Como ya habíamos hecho cuando Salvador Trives y el
gobernador D. Ezequiel Alonso nos atacaron en nuestro escondite invernal unos
años antes. Fuimos al choque contra nuestros enemigos, pero estos no eran
escopeteros reclutados entre campesinos y pastores, si no jinetes avezados que
habían combatido en mil escaramuzas como aquella. Aun así, la suerte nos sonrió
en aquella jornada. Alcancé con un disparo a la yegua del Guajiro que cayó
atrapándole una pierna, lo que nos permitió salir de aquel lugar ante el
desconcierto de sus hombres, que abandonaron nuestra persecución.
Juanote estaba herido, pero como era un hombre muy fuerte,
no me permitió mirarle la herida hasta que estuvimos muy lejos del Cerro del
Hierro. Tenía una bala alojada en el hombro. Se lo vendé lo mejor que supe y se
lo inmovilicé con un cabestrillo improvisado.
Cabalgamos hasta reventar a nuestras monturas y finalmente
cruzamos la raya de Portugal por un lugar llamado Barrancos, una aldeucha en la
que la presencia de fugitivos y contrabandistas era algo cotidiano.
Siempre he viajado con todo mi dinero encima y el Juanote
también disponía de una buena suma, lo cual nos compró el silencio de los
aldeanos. No temíamos a los gendarmes portugueses que normalmente iban a lo
suyo, temíamos más la larga mano del Guajiro, pero tampoco tuvimos noticias del
bandido cordobés. De quien sí supimos fue de los nuestros, por un periódico
viejo que nos dieron. A los que habían capturado en la Cimbarra, los habían
trasladado al penal de Ocaña. Un tribunal militar los juzgó y los sentenció a
morir en el garrote. Para cuando nos enteramos, nuestros compañeros ya estaban
muertos. Juanote lloró como un niño por su hermano Nicolás, ya que ambos
estaban muy unidos.
Juanote sanó mal del balazo en el hombro y el brazo le quedó
casi inútil. Decidimos marcharnos de Barrancos a Lisboa, con el fin de
emprender algún negocio con el capital que teníamos.
Alquilamos un pequeño local cerca del monasterio de los
Jerónimos a orillas del Tajo y nos dedicamos al comercio de vinos, aceite y
productos ultramarinos. Aquella vida de tenderos, no permitía vivir con lujos,
pero sí con un cierto desahogo. Yo que siempre he sido enjuto de carnes llegue
a echar un poco de barriga, incluso me eche novia y salía los domingos con ella
a pasear por la orilla del Tajo.
Poco echaba yo de menos mi vida anterior, si acaso los
montes y la naturaleza, pero no aquella vida de privaciones que había llevado,
además yo no tenía vínculos afectivos que me atasen a mi tierra. De mi madre y
de mi hermana hacía años que no sabía nada. El Juanote sin embargo era otro
cantar. Había estado casado y tenía varios hijos, además era de una familia muy
larga con muchos hermanos y hermanas, primos y sobrinos y no se resignaba a
perder para siempre el contacto con los suyos.
-PERO JUANOTE… ¿TÚ SABES BIEN LO QUE ESTÁS HACIENDO? - Le
dije a mi antaño jefe, cuando le sorprendí escribiéndole una carta a su mujer.
-No te preocupes Mala Sangre, le he hecho llegar mensajes
antes, por supuesto no directamente... pero tú estate tranquilo que aún tenemos
amigos en casa. -
Yo tranquilo no me quedé. Siempre que dábamos un golpe, lo
primero que hacía la guardia civil era poner en vigilancia a las familias de
los bandoleros y el último golpe, aunque fallido para nosotros, había sido muy
gordo. En cuanto a los “amigos” de los bandoleros, a estos siempre los compraba
el dinero y/o el miedo y nosotros llevábamos demasiado tiempo fuera del
negocio.
Un par de semanas después mis temores se vieron confirmados.
Un pelotón de carabineros se presentó en nuestra tienda y nos detuvo. Las
autoridades portuguesas habían sido notificadas por las españolas de nuestro
paradero, alertadas por la carta del Juanote.
Nos encerraron juntos. El viejo bandido no paraba de pedirme
disculpas. En cuanto volviésemos a suelo español sabíamos que nos esperaba el
garrote. Ante lo inevitable, decidí que lo mejor era marcharse de este mundo
sin rencor, por lo que perdoné al Juanote que era lo más parecido a un padre
que nunca hubiera conocido.
En el país vecino se formó una corriente de opinión,
contraria a nuestra extradición para ser ejecutados, como el resto de nuestros
antiguos compañeros de armas. Estuvimos presos en Lisboa un par de meses más,
hasta que, por mediación del gobierno portugués, Alfonso XII nos concedió el
indulto, conmutándonos la pena de muerte por la de cadena perpetua y trabajos
forzados.
Finalmente volvimos. En cuanto pusimos un pie al otro lado
de la frontera nos cargaron de cadenas y nos llevaron en un buque militar hasta
el islote del Peñón de Vélez. Allí, a causa de los malos tratos y sus viejas
heridas, murió el Juanote en poco más de un año. Yo permanecí en aquella roca olvidada
por Dios y por los hombres, hasta finales de 1885, que fue cuando, a causa del
fallecimiento del Rey, concedieron la gracia a los presos más antiguos de ser
trasladados a Melilla, ya que en Vélez era raro que alguien sobreviviera más de
cuatro o cinco años y yo llevaba allí casi una década.
Mi participación en la reciente guerra de Melilla, primero
como penado construyendo fortificaciones y luego como voluntario en la
Guerrilla de Intervención Rápida del capitán Francisco Ariza, ya la conocen
ustedes. No es mi intención justificar mis actos. En mi estancia en Lisboa,
regenté junto con mi compañero de fatigas Juan Maroto Fresneda “Juanote”, un
negocio honrado y viví como cualquier hombre corriente que trabaja todos los
días para llevar un trozo de pan a su casa. No tuve nostalgia de mi vida
anterior, si acaso algo de mi tierra y de la bella naturaleza que Dios le ha
concedido. Hubiera querido llevar una existencia normal y como a cualquiera, el
día que llegue mi hora, morir en mi cama rodeado de los hijos y los nietos que
la vida no ha querido concederme, pero sé que cuando llegue ese día estaré solo
encerrado en la lóbrega celda de un penal.
Desde estas líneas prestadas por el diario El Informador,
quisiera dar las gracias a todos los que han leído mi difícil historia. Siento
de corazón todo el mal que mis actos han causado a mis semejantes y aprovecho
para pedir un perdón que sé que no merezco. También quiero lanzar un ruego a
quien proceda, para que se proteja a tantos y tantos niños y niñas en España,
hijos de los montes, de los campos y también de las ciudades, que por carecer
de lo más fundamental se ven abocados a seguir el mal camino que en otras
circunstancias seguramente no seguirían.