viernes, 23 de marzo de 2018

LAS NAVIDADES ESPECIALES DEL NIÑO ROBERTO


Corrían el mes de diciembre de 1953. El niño Roberto jugaba con otros chavales en el descampado frente a la casa que sus padres habían construido en el poblado del Pozo del Tío Raimundo. La casa baja, pulcramente encalada, estaba construida con mucho arte y con materiales defectuoso recuperados de alguna escombrera o directamente  escamoteados en alguna obra en la que el cabeza de familia se había empleado.

Entre los montones de basura, aquellos niños procedentes de pueblos pobres  de los cuatro puntos cardinales de la geografía ibérica, trataban de engañar el hambre chupando las raíces de paloduz que habían desenterrado junto al curso  de un arroyo helado que corría paralelo a las vías del tren.

Roberto obediente, antes de irse a jugar había  limpiado el corral donde cerca de cien lustrosos pavos blancos engordaban para ser vendidos y consumidos durante  las cercanas navidades en las mesas de los ricos. El niño Roberto pensaba para sí “esos pavos son los que mejor comen de la casa” y era verdad, nunca les faltaba el maíz, ni la cebada, ni el trigo. Su padre compraba sacos de pan duro en una panificadora del Puente de Vallecas, que guardaba en un cobertizo cerrado con un cerrojo. Además de aquellos manjares por los que Roberto había recibido más de una colleja al tratar de robar una pequeña porción, todas las mañanas muy temprano salía con su padre a segar la poca hierba que encontraban, para alimento de aquellas grandes aves de corral.

Ahora que el invierno se cernía sobre el suburbio, el niño Roberto había dejado de segar hierba por las mañanas, principalmente porque las recias heladas mañaneras habían arrasado cualquier rastro de verde. El campo pardo dormía y con él, el niño Roberto que recientemente había acabado en la escuela hasta después de las fiestas, aquella escuela nueva que unos jesuitas con fama de “rojos” habían construido con sus propias manos y la ayuda esporádica de algún vecino como su padre. Roberto no sabía que eran los rojos, pero si todos eran como el padre Llanos, aquel cura de gafas que siempre le daba un vaso de leche en polvo y pan con chocolate, no debían de ser tan mala gente aquellos "rojos".

El niño Roberto se levantó de la cama. Sus padres ya hacía rato que  estaban levantados. El padre apuró la taza de sucedáneo de café y tras besar a su mujer y a su hijo se puso la boina y una corta bufanda de puntos muy apretados y se marchó al trabajo.

Con el mismo ovillo con el  que había tejido la bufanda del padre, la madre de Roberto estaba acabando un gorro de lana para él. En cuanto que terminó su taza de achicoria y unas galletas obsequio de los jesuitas, su madre le llamo a su lado para probarle el gorro. Al niño Roberto le habían salido sabañones en las orejas a causa del frío de aquel duro diciembre madrileño y le dolían y escocían bastante. La madre del niño Roberto le aplico con mano amorosa un remedio casero a base de manteca, cebolla y alguna cosa más que sólo la vecina que se lo había dado sabía. Luego le puso aquel gorro de lana gris que, aunque picaba, en el futuro evitaría que le volvieran a salir los sabañones. Roberto, contento como unas castañuelas con su nuevo gorro, se calzó las botas que les habían dado a su padre y a él en la sede de Falange en el Puente de Vallecas y se dispuso a salir a la calle.

-Roberto hijo, no te olvides de limpiar el corral antes de irte a jugar- Le dijo su madre.

Roberto, un poco enfadado por no poder ir a enseñarles el gorro nuevo a sus amigos, protestando entre dientes obedeció las órdenes de su progenitora.

Era una de esas mañanas de invierno luminosas. Un sol que llevaba a engaño porque hacía muchísimo frío, brillaba sobre el suburbio. El niño Roberto se calentó con vaho las ateridas yemas de los dedos. Cuando comenzó a sentir el tacto, tomó una escoba amarga y comenzó a barrer las cagarrutas de los pavos mezcladas con algo de paja. Cuando tuvo hechos varios montones, cogió una pala más grande que él y comenzó a echar el estiércol en una carretilla.

El niño Roberto a pesar del frío estaba sudando. Un pavo muy grande le miraba insolente mientras trabajaba, o al menos eso es lo que pensaba., Roberto vio una piedra en el suelo y ni corto ni perezoso se la arrojó al animal con tan mala fortuna que le acertó en toda la cabeza. El pavo cayó redondo.

A pesar de su corta edad, el niño Roberto era consciente de las consecuencias de aquella acción. Un pavo como aquel en vísperas de Navidad, suponía la perdida de muchísimo dinero para una familia que, como la suya, ni mucho menos nadaba en la abundancia.

El niño Roberto observó su alrededor. No le había visto nadie. Tenía que pensar como salir de aquel aprieto y rápido. Recorriendo con la mirada el corral reparó en el pozo. Si, tirará el pavo al pozo y así cuando lo descubrieran siempre podía decir que se había caído y se había ahogado.

Sintiéndose aliviado y culpable a la vez, cuando terminó con la limpieza del corral el niño Roberto se marcho con los otros niños del barrio a jugar al descampado.

A la hora de la comida su padre anunció a la familia que al día siguiente, veintidós de diciembre, llevarían los pavos al matadero de Legazpi. El niño Roberto esa noche se acostó preocupado y apenas pego ojo. Sólo quedaban unas horas para que su pecado fuera descubierto. Aunque no era mucho de rezar, en su vigilia le rezó a Dios y a la virgen María, hasta incluso beso una imagen de San Antón “patrón de los animales” pidiéndole perdón por la prematura muerte del pavo de la pedrada.

-Despierta Roberto que nos vamos- Dijo su padre bajándole el bozo y revolviéndole el pelo.

Aún tuvo su padre que entrar un par de veces más en su cuarto hasta que el niño Roberto se levantó. Se bebió la malta con achicoria mientras se ponía las botas junto a la estufa y luego padre e hijo sacaron a los pavos del corral.

En la calle hacía un frio terrible. El niño Roberto detrás con una vara y su padre delante de la tropa de pavos, emprendieron el camino de cerca de dos horas hasta el matadero. El sol encendía las primeras luces del día frente a ellos. Roberto corría detrás de las aves que se desmandaban. Atravesaron las vías del tren y pronto se encontraron caminando paralelos al Manzanares. cruzaron el río por el puente de Santa María de la cabeza y pasaron al lado de la cárcel de mujeres de Yeserías. Desde las ventanas, las reclusas gritaban todo tipo de obscenidades al niño Roberto y a su padre mientras que los guardias civiles encargados de vigilarlas dormitaban en sus garitas abrigados en sus verdes capotes.

Antes de ver el matadero el niño Roberto pudo olerlo. En una torre coronada por un depósito de agua, colgaban las pieles de cientos de reses sacrificadas despidiendo un terrible hedor. En la puerta les esperaba un hombre gordo con bigote, que fumaba un grueso cigarro puro. Su padre y el bigotudo se estrecharon la mano y comenzaron un regateo que no concluyó hasta que se volvieron a estrechar la mano.

Uno a uno el bigotudo contó los pavos mientras el niño Roberto y su padre los iban haciendo entrar en un corral.

-Noventa y tres pavos…- dijo el tratante.

- ¡No puede ser! Ayer había noventa y cuatro y hemos venido muy bien, sin perder ninguno por el camino. Vamos a volver a contarlos…- dijo el padre de Roberto bastante escamado.

Los contaron dos veces, volviéndolos a sacar y volviéndolos a meter en el corral. Noventa y tres pavos, las cuentas no fallaban…

El padre del niño Roberto pese a sacar veinticinco pesetas por cada animal, un precio magnífico, se quedó bastante amoscado por el asunto del pavo desaparecido. El bigotudo tratante viendo tan abatido al hombre invitó a desayunar a Roberto y a su padre en un bar que había en el cercano Paseo de las Delicias.

En la radio del bar los niños de San Ildefonso cantaban los números de la lotería de Navidad. En una esquina  había un limpiabotas gitano muy renegrido y con las patillas muy largas. Era el hombre más gordo que el niño Roberto hubiera visto nunca, de hecho estaba sentado en una silla baja con brazos que en cuanto que el limpiabotas se levantase, previsiblemente habría de quedarse encajada en su trasero.

-¿Limpia D. Francisco?- Dijo el obeso caló al tratante.

-Hoy no. Muchas gracias Benjamín.-

Pidieron café con leche y una ración de churros calientes que el niño Roberto comió con deleite. D. Francisco insistió en invitar al padre a una copa de coñac. El padre de Roberto que sabía cómo se las gastaban aquellos bribones como el tal D. Francisco, palpó el dinero que se había metido en un bolsillo interior de su chaqueta y asintió. No había que desairar a aquel personaje. D. Francisco Estrada era un estraperlista reconvertido en intermediario gracias a su adhesión al régimen y a decir de algunos conocidos del padre del niño Roberto, gracias a las muchas delaciones que aquel tipejo había hecho entre los vecinos de Vallecas que en su día se habían significado a favor de los rojos.

Muchos personajes como aquel pululaban entre el matadero y el cercano mercado central de frutas y verduras. Enchufados, ex policías y militares o vulgares chivatos, que desplumaban a los incautos con los que habían hecho negocios  ayudados por los naipes en las timbas clandestinas de las trastiendas de los bares o conchabados con fulanas como las que había al fondo del bar y que nada más entrar los tres, habían empezado a cambiar miradas de inteligencia con el tratante.

El padre del niño Roberto bebió un par de sorbos de la copa para no parecer descortés y en cuanto que su hijo se acabó los churros dijo que se iba ya, “que tenía que ir a acabar una obra”, algo que no era del todo mentira. El padre de Roberto volvió a palparse los billetes y tras despedirse de D. Francisco, él y su hijo tomaron de nuevo el camino del río hacia Vallecas.

El padre del niño Roberto, pese a haber hecho mejor negocio de lo que pensaba, seguía mascullando maldiciones por lo bajo a causa del pavo perdido. Cuando llegaron a su casa en el Pozo del Tío Raimundo, toda la familia se puso a buscar el pavo por los alrededores.

El niño Roberto se prestó un buen rato a aquella farsa hasta que viendo la desesperación de su padre que ya hablaba de “robo por parte de algún vecino” decidió revelar el paradero del ave haciendo como que la había encontrado por casualidad.

-PAPA, MAMA VENID… ESTA AQUÍ EN EL POZO.-

Los padres del niño Roberto comprobaron lo que le decía su hijo. El animal con su plumaje blanco flotaba en el pozo. Ayudándose de un palo largo y el balde, consiguieron sacar el ave muerta. Era un pavo hermosísimo que bien podía pesar sus buenos seis u ocho kilos.

Normalmente sacaban agua del pozo el padre o la madre de Roberto, ya que para el niño, dada su corta talla, era muy difícil levantar el balde lleno y subirlo por encima del brocal. El padre del niño Roberto se lamentó de no haber hecho lo que había dicho mil veces que iba a hacer y que no era otra cosa que hacerle una tapa al pozo.

La madre del niño Roberto miraba a su hijo inquisitivamente. Roberto en vez de enfrentarse al dialogo sin palabras de los ojos de su madre, bajo la vista como un tácito reconocimiento de culpa. Su madre asintió levemente con gesto disgustado.

-Roberto hijo, por favor tráeme la pala.-

-¿Qué es lo que vas a hacer?- Preguntó la madre al padre.

-Pues enterrarlo antes de que empiece a apestar-

-¡Quita quita, vas a enterrar el pavo! ¡Este nos lo cenamos en nochebuena como está mandado!-

Diligente, la madre de Roberto pudo a calentar agua en el barreño metálico que los miembros de la familia usaban para bañarse, luego escaldó el bicho y comenzó a desplumarlo. Una vez limpio, lo puso en una fuente a macerar con vino, aceite y otros muchos ingredientes que compro en un cercano colmado.  El pavo ya listo para el horno, fue a parar a la fresquera de la ventana de la cocina a salvo de cualquier gato hambriento, de cuatro o de dos patas.

Llegó la nochebuena. El padre del niño Roberto llegó a medio día de trabajar con permiso hasta después de Navidad. A media tarde llevaron el pavo a la tahona del Puente donde se lo cocinarían en el mismo horno que cocía el pan.

El arrabal ardía en hogueras que los habitantes del Pozo gitanos y payos, habían encendido en las calles. Los vecinos bebían, cantaban y bailan en torno al fuego. La madre del niño Roberto se marchó pronto a preparar todo para recibir a los invitados de la familia esa nochebuena en casa. Roberto y su padre le pidieron prestada al lechero, una bicicleta con un cajón delante que éste usaba para vender la leche a domicilio y se fueron a recoger el pavo.

Con aquel manjar en el cajón de la bici del lechero, el niño Roberto veía sentado en el manillar como se iban haciendo más escasas las luces según se iban alejando de la ciudad. En casa ya se encontraban sus tíos y primos con los que iba a cenar aquella noche. En la radio sonaban villancicos.

Llegó la hora de la cena. Para el niño Roberto aquel era su primer banquete. El año anterior habían cenado solos él y sus padres un sencillo guiso de patatas. Como no había mesa y sillas suficientes en la casa para dar de cenar a tanta gente, su padre y sus tíos sacaron una puerta del quicio y apañaron con ella una mesa a la que en unas bancas prestadas por el cura, de sentaron los niños de la familia.

El pavo dio de comer a todos los presentes, incluso sobró una buena porción para que la familia pudiera hacer bocadillos durante bastante tiempo. En la sobremesa los adultos bebieron anís y coñac y los niños vino dulce, luego todos un poco achispados se fueron donde los jesuitas a escuchar la misa del gallo.

El padre Llanos oficiaba la misa desde el modesto altar de la iglesia del Pozo del Tío Raimundo. Un par de policías de la Social escuchaban sin perder detalle las palabras del “cura rojo”. Cuando salieron de la iglesia, la nieve caía blandamente sobre el arrabal. Los familiares del niño Roberto se despidieron en la puerta de la casa. Roberto, agotado por las emociones del día se durmió con un beso que le dio su madre mientras le arropaba.

Veintitantos años después de aquella cena de Noche Buena, Roberto Olmos aparcó el SIMCA 1200 en la puerta del bloque de pisos donde a sus padres les habían dado una vivienda a cambio de la antigua casita. Roberto, su mujer y sus dos hijos pequeños subieron al piso. La madre de Roberto se afanaba en la cocina ayudada por su joven nuera. Pronto estuvo servida la cena. Marisco y muchas cosas de picar, pero el plato fuerte no era otro que pavo asado. La misma receta de pavo que la familia había cenado veinticinco años antes ¡Qué diferente era aquella cena de Noche Buena que las que había vivido Roberto de niño en la casita del Pozo del Tío Raimundo!

-Papa ¿Tú te acuerdas de aquel pavo que se cayó al pozo y que nos comimos con los tíos y los primos en la casita baja?-

Su padre asintió enarcando un poco las cejas.

-Pues lo maté yo sin querer de una pedrada y luego lo tiré al pozo.-

El padre de Roberto miró a su mujer y ambos se sonrieron, luego todos los miembros de la familia levantaron su copa y brindaron por aquel gran pavo, que sin duda estaría en el cielo de las aves de corral en el caso de existir éste lugar sagrado y que les había alimentado opíparamente en aquellos ya lejanos tiempos de hambre y miseria.




sábado, 17 de marzo de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Libro II DUDAS


DUDAS



Pese a que las cosas en lo personal parecían querer arreglarse, a Jorge le producía una gran desazón todo lo que estaba pasando con el asunto Montaleza. El bandido le había salvado la vida y sentía por él una gran simpatía personal, pero no opinaba en absoluto que Jacinto Montaleza fuera esa victima indefensa que la prensa progresista reflejaba en sus páginas

¿Había pagado ya su deuda con la sociedad aquel bandido?

¿Era bueno que Jacinto Montaleza saliera de la cárcel en ese momento?

Un gran poder entraña una gran responsabilidad y el periodismo tiene el poder de modelar como arcilla la opinión de muchas personas. Su crónica de la actividad delictiva y bélica de Montaleza se ceñía a los hechos como se los había trasmitido el bandido. Nadie le decía a Jorge que estos hechos no habían pasado realmente de otra manera. Había consultado fuentes externas hasta donde era posible, pero el cuerpo del relato era lo que el bandido le había contado en Melilla.

Jorge se sentía manipulado y no solo por Jacinto Montaleza. El director Acuña en su columna de opinión semanal había adoptado sin restricciones la línea de opinión más favorable al bandido. Este hecho, unido a la capacidad de influencia que Mariano Acuña tenía sobre los políticos, hizo que el partido liberal por aquel entonces en el gobierno se alineara con las tesis de los defensores del bandolero monteño, decretando su traslado desde Melilla al cercano penal de Ocaña.

- ¿Qué es lo que estamos haciendo D. Mariano? Mi intención nunca fue crear un héroe donde no lo hay. Jacinto Montaleza habrá sufrido muchas injusticias durante su vida, como las que sufren a diario millones de personas aquí y en todo el mundo y aun así no se levantan en armas contra sus semejantes, creo que esto se nos está yendo de las manos Sr. director. -

-Déjeme que le dé una pequeña lección de historia y si me lo permite también de realidad- Dijo el director Acuña en un tono de voz mucho más bajo del habitual en la redacción, cerrando la puerta de su despacho a la suspicaz mirada de otros empleados del periódico.

-Los españoles somos un pueblo que aguanta lo indecible, pero que sólo reacciona ante sucesos aparentemente sin importancia ¿Supongo que habrá oído hablar usted del Motín de Esquilache? -

-Si… si claro el motín de las capas y los sombreros de ala ancha siendo rey Carlos III.-

-Lo de las capas y los sombreros era la excusa oficial para el motín, pero la realidad es que había fuerzas opuestas en la cúpula del estado, unos partidarios del Marques de la Ensenada y los jesuitas y otros ilustrados, como Campomanes. Una crisis de suministros fue el caldo de cultivo en el que se gestó la revuelta, menos mal que en este caso había un Carlos III, el último por no decir el único de los Borbones bueno que supo canalizar la situación con mano izquierda para no retroceder en la natural evolución de la sociedad.

No pretendo ser un conspirador y no conozco al tal Montaleza, usted Jorge le conoce mejor que yo, pero si en este asunto resulta ser como el viento huracanado que abate los árboles enfermos del bosque, que en este bosque que llamamos España hay unos pocos, pues bendito viento…

No crea querido joven que las cosas pasan porque si, sólo le pido que confíe en mi gestión. Algún día le presentare a personas que saben mucho de la realidad y que seguramente cambien su manera de ver el mundo. En cualquier caso, si esto de Montaleza se nos va de las manos, yo dimitiré como director del Informador, pero no sin antes escribir un artículo que le descargue a usted de cualquier responsabilidad. -

El director Acuña dio por terminada la conversación, pero Jorge no se marchó muy convencido del despacho. Por mucho que don Mariano escribiera un artículo, él seguía sintiéndose responsable de sus palabras.

 



EL NOTICIERO IMPARCIAL. 10 de junio de 1894

El gobierno decreta el traslado del preso Jacinto Montaleza al penal de Ocaña.



Haciéndose eco de las numerosas peticiones recibidas para que el antiguo bandolero y guerrillero carlista Jacinto Montaleza, conocido por el público por su reciente participación en la guerra de Margallo, el consejo de ministros ha decidido su acercamiento al penal de Ocaña, el más cercano a su tierra natal de los Montes de Toledo por razones humanitarias. La orden tiene efecto inmediato y el prisionero ya viaja desde Melilla hacia Málaga a bordo del buque de guerra Condestable de Castilla.

 La polémica creada en torno a este personaje está servida. En estos días, tanto partidarios como detractores del bandido debaten acaloradamente sobre el tema en los papeles, así como en cualquier casino de provincia. Pero no se engañen queridos lectores, este debate va mucho más allá de la modesta figura de Jacinto Montaleza del que casi nadie había oído hablar hasta ahora. Es el debate pendiente en este país desde hace mucho tiempo. Es el debate sobre una sociedad carcomida por viejos vicios y que no acaba nunca de modernizarse.

En este pulso parece que lleven las de ganar los partidarios del monteño, no como una evolución social sino más bien como carnaza que lanzan los poderosos a esa fiera que es el pueblo y que cada día se muestra un poco menos dócil ante la injusticia y la corrupción.

Este traslado es el paso previo a una liberación de Montaleza que según me malicio, veremos más pronto que tarde, justo en el momento en que los que mandan en este país necesiten tapar algún escándalo o algún revés militar en los perpetuos conflictos de las colonias de ultramar.

Lorenzo Pérez Carro.













Capítulo 7 de Hijos de los Montes

11 de junio de 1894

Jorge Villafranca Vargas



La situación del ejército carlista a finales de 1875 era desesperada. Muy inferiores en número a las tropas alfonsinas, mal armados y peor alimentados, el duro invierno del norte se cernió sobre nosotros como una garra de acero.

Las armas, las municiones y los dos pequeños cañones que habíamos robado en Algodor fueron bien recibidos, pero llegaban tarde y eran absolutamente insuficientes. El rey Carlos con su elegante guerrera, sus botas brillantes y su gran boina roja con borla dorada parecía más una estampa de un pasado supuestamente mejor, que un comandante militar capaz para una guerra moderna. El caso es que su visión en si era un bálsamo efectivo para los que eran unos convencidos de la causa, lo que no era mi caso.

Al cura y a mí, como los dos éramos magníficos jinetes y traíamos unos caballos excelentes, nos incorporaron al escuadrón real de caballería, D. Lucio como capitán y yo como sargento de primera. La unidad era cuanto menos pintoresca, por decirlo de una manera suave. Compuesta de unos seiscientos y pico hombres entre los que había: pobres campesinos a lomos de pencos más adecuados para la labranza que para la guerra y oficiales aristócratas sobre bellos corceles ideales para competir en un hipódromo. Uniformado por los mejores sastres de París y Londres, entre todos aquellos figurones destacaba nuestro comandante, el marqués de Valdepeñosillo que ostentaba el grado de mariscal de campo. Una cosa unía a todos aquellos jinetes de tan diferente pelaje y no era otra que su fe católica y su veneración fanática al candidato legitimista. He de confesar que se me revolvían las tripas con la sola visión de cómo aquellos “cruzados” doblaban la rodilla al paso de aquel rey fantoche. Aquella combinación de entusiasmo cerril e incompetencia militar se me antojaba una mezcla fatal, algo en lo que el futuro no tardaría en darme la razón.

Enterados de que los alfonsinos marchaban desde Logroño hacia Estella se nos ordenó marchar en dirección a su encuentro en Montejurra. Las cumbres de los cercanos montes estaban coronadas de nieve y nuestra penosa marcha se veía frenada por la lluvia y los constantes atascos de los carros con los bagajes y los trenes de mulas que tiraban de la artillería en el barro helado ¡Qué distinta aquella guerra a la que hacíamos allá abajo en los montes de Toledo!

Llegamos a media tarde a un valle que formaba una gran llanura verde, un verde muy distinto al pardo verdoso que colorea mi tierra. Allí tres años antes había tenido lugar una batalla con resultado favorable para nuestras armas. Ahora la cosa no parecía en absoluto tan clara. Con las últimas luces llegaron los alfonsinos que acamparon al otro lado del valle.

Nos superaban en número, pero sobre todo nos superaban en armamento y medios. Entonces llegó a nuestro campamento el rey Carlos y comenzó a supervisar la disposición de las fuerzas. Una vez acabada la revista, celebramos una misa solemne. Al finalizar el oficio, nuestro comandante, el marqués de Valdepeñosillo, hincó la rodilla en tierra y rogó a su rey que le permitiera cargar el primero contra la artillería enemiga. No hacía falta ser Napoleón Bonaparte para saber que aquel movimiento era una absoluta imbecilidad. Yo hable con los hombres del pelotón que mandaba indicándoles que hiciera lo que hiciera el marqués ellos me siguieran a mí. El cura de Alcabón que se maliciaba mis intenciones hizo que nos situaran a mí y a mis hombres en el centro del ataque. Así nos vimos en el campo de Montejurra, frente a las bocas de los cañones y por el resto de los lados rodeados de fanáticos que anhelaban el martirio y/o la gloria.

Nos dieron una lanza a cada uno. A mí aquel palo rematado en un pincho sólo me parecía útil para asar un conejo en una hoguera por lo que palpé mis dos revólveres comprobando que ambos se encontraban en su funda.

- ¡A MI ORDEN! TODOS LANZAS EN RISTRE ¡AVANZAR! Gritó nuestro comandante alzando su sable y haciendo cabriolas con su caballo. El cielo se abrió y un rayo de sol hizo brillar las insignias de oro y plata que lucían en el bizarro arreo de nuestro mariscal. Yo pensé para mí “tengo que sobrevivir hoy a este idiota”

Salimos al trote en nuestras monturas hacia las líneas alfonsinas. Cuando calcule que nos hallábamos a unos cincuenta pasos del alcance de los cañones, piqué espuelas y mi caballo salió a galope tendido justo cuando me llegaba el estruendo de la descarga enemiga. Ya fuera por que confiaban en mí o porque su fe en Dios y en las habilidades militares del marqués no eran tan sólidas como en un principio podía parecer, los diez hombres de mi pelotón me siguieron como si de uno solo se tratase. A nuestras espaldas el disparo de los cañones hacía estragos entre los jinetes carlistas.

Tiré la lanza y desenfundé. Mis diez hicieron lo propio y a galope tendido huimos hacia el único sitio posible, los cañones de los realistas. Visto y no visto alcanzamos sus líneas justo cuando habían cargado de nuevo y corregido el tiro. Galopamos paralelos a ellos matando a muchos de los artilleros sin que la infantería hubiera reaccionado aún. A punto de rebasar la línea de fuego un estruendo a mi espalda hizo corcovear a mi montura. Volví grupas y vi como uno de mis jinetes y su caballo, yacían destrozados en mil pedazos humeantes por el cañonazo recibido a quemarropa. Levante los dos revólveres y disparé contra los artilleros.

Ya se había incorporado a la vanguardia junto a los cañones un pelotón de fusileros que amenazaba con liquidar a los pocos que quedábamos de mi pelotón, cuando oímos un griterío ensordecedor a nuestras espaldas. Era el rey Carlos que a la cabeza de su ejército atacaba con todo lo que tenía poniendo en fuga a los alfonsinos.

Tras la victoria se celebró otra solemne misa, esta vez para honrar a los muertos que habían sido aproximadamente una cuarta parte de lo que quedaba del ejército legitimista. La caballería se había perdido casi en su totalidad en aquel valle navarro. Del marqués de Valdepeñosillo solamente se había podido recuperar la boina y el sable. A mí, por mi “acto de valentía” me ascendieron a brigada y el mismísimo D. Carlos prendió en mi pechera la medalla que acreditaba mi pertenencia a la Orden de caballería de la Legitimidad Proscrita (Algo muy adecuado para un bastardo que llevaba proscrito tantos años pensé yo con sorna)

Aquella fue una batalla como las que libraba aquel rey griego, Pirro del Épiro, que invadió Italia y obtuvo algunas sonoras victorias sobre los romanos, pero que a la postre tuvo que volverse a Grecia con los pocos hombres que le quedaban al tener cortada cualquier vía a los refuerzos y los suministros. Carlos VII y su estado mayor decidieron dejar una delegación para negociar una salida con los representantes de Alfonso XII, mientras el candidato carlista marcharía temporalmente al exilio.

Acompañé al sequito real por los pasos del Pirineo. Cuando llegamos a la frontera de Francia D. Lucio Dueñas, que se exiliaba con el rey, y un servidor nos dimos en silencio un abrazo de despedida. El cura de Alcabón siempre tan locuaz, esta vez no tenía ninguna palabra que decirme. El rey Carlos VII sí que habló. Envuelto en su capa con cuello de marta cibelina, se volvió hacia España, alzó un puño al cielo haciéndole partícipe de su juramento y exclamó “VOLVERÉ”

Yo sabía que aquel rey de opereta no iba a volver. Servidor odiaba la guerra, aunque había tenido que hacer de ella mi oficio, pero aún más odiaba a los que la entendían como un deporte. Yo luchaba para vivir un día más, aquellos aristócratas lo hacían para lucir los despojos en alguno de sus palacios, como si de la piel de un tigre se tratase. Cuando la comitiva cruzó la frontera me quité la gorra roja, la medalla y los galones que indicaban mi rango y me envolví en la vieja manta que aún conservaba de la primera vez que me eché al monte y volví grupas hacia el Sur, hacia los Montes de Toledo, mi casa.

viernes, 9 de marzo de 2018

HIJOS DE LOS MONTES LibroII HIJOS DE LOS MONTES-UN REFERENTE


UN REFERENTE



El hecho de haber cogido a la pequeña Teresa en brazos cambiaba para Jorge las reglas del Juego de su relación con Margarita Marlasca. Aún tuvieron un par de oportunidades más de verse hasta que se repuso la niñera y en su último encuentro Jorge le planteó sin ambages que dejara a su marido.

Margarita tenía una considerable fortuna personal. Era hija única y su padre, Antonio Marlasca tenía título de conde. El título del padre de Margarita no era un título como el del marqués de Fuensalida su esposo, era un título con abolengo y unas propiedades que, aunque mucho menores que las del cordobés, la convertían en una mujer bastante rica y con posibilidades de independizarse cuando desease. Claro está, si estaba dispuesta a obviar que su vida social terminaba en el preciso momento en que diese el paso de abandonar a su legítimo esposo. Incluso aunque estuviesen prohibidos los duelos, Jorge estaba dispuesto a desafiar al marqués.

-No sabes lo que estás diciendo. Emiliano es muy diestro con cualquier tipo de arma, pero nunca te daría esa oportunidad, antes mandaría a Bayón o a cualquier otro a que te clavase un cuchillo por la espalda en un callejón oscuro y a mí me encerraría en el cortijo de la sierra de donde no volvería a salir jamás.- Después de despedirse tras su último encuentro, Margarita prometió mover el asunto a través de su familia, de la que podía esperar amor y comprensión incondicionales y rogó a Jorge que “no hiciera ninguna tontería mientras tanto”.

Mientras, Jorge seguía en su laberinto personal, El debate sobre la figura de Jacinto Montaleza trascendía más allá de las páginas de el Informador. En todo el país y por extensión en toda la prensa escrita, la situación del bandolero y su pasado eran de candente actualidad. Según el talante más o menos progresista del medio, Montaleza era “una víctima de la sociedad” o “un canalla al que debían haber matado como a un perro hacía mucho tiempo”.

Este estado de cosas hacía que la opinión de Jorge fuese demandada por los lectores de el Informador e incluso de otros medios liberales que trataban infructuosamente de cortejarle. La verdad es que la nueva carga de trabajo no le vino nada mal para olvidar su situación sentimental a la espera de noticias de su amada y de la hija de ambos.







La Gaceta de las Españas

2 de junio de 1894

A las Alimañas y a sus Protectores



Estimados lectores:

Recientemente, lo más abyecto del periodismo patrio encarnado en ese joven de pluma grosera llamado Jorge Villafranca, ha dado rienda suelta a su verdadera naturaleza, la de protector de alimañas dañinas.

Como es sabido, el citado Villafranca, es un novato en la profesión al que le quedan aún muchas leguas de negra tinta por escribir para que los que llevamos toda la vida en esto podamos considerarle uno de los nuestros. El lector avisado debe abstenerse de tenerle por un periodista de verdad, pese al éxito que obtuvo en un pasado reciente con su crónica de los sucesos acaecidos en Melilla. Éxito efímero del que no quedara recuerdo y una manera de informar muy “de aquí te pillo aquí te mato” con muy poca sustancia al no haber sido tamizada por el filtro de la necesaria reflexión que todo texto ha de pasar antes de llegar al público.

Los errores de la juventud y la inexperiencia casi siempre son perdonables. No así los debidos a la mala fe y al mercantilismo en estos tiempos en los que la vieja espiritualidad de los moradores de la gran nación española está de capa caída. Cada día es más frecuente que el sentido de la justicia y de lo recto, sean puestos en almoneda por cuatro mercachifles como el jefe de Jorge Villafranca, Mariano Acuña, director de ese libelo con ínfulas de tabloide serio que se autodenomina a sí mismo “el Informador”. El “des informador” diría yo más bien que se debería llamar a ese esperpento mal impreso…

El colmo de la iniquidad de estas gentes maliciosas y poco leídas ha sido dar pábulo a las justificaciones de un delincuente convicto y confeso de nombre Jacinto Montaleza. Un ser humano cuyo comportamiento aberrante es el producto del alejamiento de Dios y una injustificada rebeldía contra la autoridad establecida. Autoridad compuesta en nuestra sociedad patria por los mejores y los más preparados para ejercerla, como son los miembros del partido conservador y en su mayoría también los miembros del liberal, ambos tutelados sabiamente por nuestra regente S.M. Doña María Cristina de Habsburgo y su hijo D. Alfonso, que pese a su corta edad, ya apunta maneras para ser un dignísimo sucesor de su padre, el magno Alfonso XII, considerado por los que de esto saben cómo un estadista sobresaliente entre todas las testas coronadas del Viejo Mundo.

En su día, el susodicho Montaleza se libró del garrote del verdugo gracias a la mediación de las autoridades portuguesas. Los portugueses que son nuestros hermanos de la preclara raza ibérica, en este asunto se alejaron de los españoles en el grado de parentesco, pasando de hermanos a “primos”. Su gestión del caso al entregar a Montaleza y su compinche el sanguinario Juan Maroto Fresneda, alias “Juanote” poniendo como condición que no fueran ejecutados al cruzar la frontera fue un craso error. Cualquier persona cabal estará de acuerdo conmigo en que les deberían haber ajusticiado ellos mismos y haber expuesto sus miserables despojos en la frontera para escarmiento de malhechores de uno y otro lado.

La semilla de la mala hierba ha sido sembrada con profusión por estos enemigos del imperio de la justicia, adversarios de la verdadera fe católica romana. Los nuevos partidos de izquierdas: socialistas, anarquistas y demás patulea atea y contraria a las más elementales normas del sentido común, han adoptado a Jacinto Montaleza como a un nuevo mártir. Este delincuente, al que sus cómplices del informador nos presentan como una víctima de una injusticia social inexistente en España, es un lobo con piel de cordero que únicamente debería sentir: el abrazo del cepo y el beso del plomo, en lugar de la mano del inexperto Villafranca acariciándole el lomo. Una mano que, más pronto que tarde, morderá el citado Montaleza fiel a su naturaleza lobuna y que el infame Mariano Acuña no se dignará ni siquiera vendar una vez que no sirva a su único objetivo, que no es otro que el de llenar su bolsillo de monedas de plata como las que percibió Judas Iscariote por vender a nuestro salvador Jesucristo.



Carlos Cebollero Martín





EL FARO DEL LIBREPENSADOR.

3 de junio de 1894

La injusticia fuente de todos los males en nuestra sociedad.



Recientemente ha saltado a la palestra de la opinión de este país el conocido como “caso Montaleza” un ejemplo paradigmático de cómo esta injusta sociedad puede destruir la vida de uno de sus individuos.

D. Jacinto Montaleza, pobre entre los pobres, arrinconado por caciques y curas y por la ignorancia en la que estos tratan de sumir habitualmente a los hijos del pueblo, no tuvo más remedio desde su más tierna infancia que seguir el estrecho camino que lleva a muchos desfavorecidos a la delincuencia y la rebelión.

Hoy, en las postrimerías del siglo XX, cuando toca a su fin el siglo que fue testigo del final del antiguo régimen con el que desaparecieron, como el recuerdo de una larga y oscura noche, la servidumbre e incluso la esclavitud, gracias a la sangre derramada por el pueblo, Jacinto Montaleza sigue prisionero en un lóbrego penal. En su cautiverio ha sido sometido a un trato inhumano, obligado a luchar en una guerra que no es la suya y que no es la del pueblo.

¿Qué le queda en esta vida a Jacinto Montaleza? Solamente le queda la alternativa de la fuga (misión imposible) o abandonar este perro mundo por la puerta de atrás, colgándose un día de los barrotes de su celda, cegado por la más absoluta desesperación.

Es misión de todo hombre de bien, ofrecer a Montaleza y a tantos millones de seres humanos víctimas de la injusticia social otras alternativas y esto es lo que se propone a hacer este diario. Para este fin, hemos remitido cartas a los gobiernos de las naciones vecinas y de la Santa Sede, para que intercedan a favor del preso. Así mismo, estamos remitiendo copia en nuestro nombre de los miles de cartas que nuestros lectores nos envían apiadándose de la mala situación en la que se encuentra el penado.

No ocultamos que nuestro objetivo final sería que D. Jacinto Montaleza pudiera pasar el tiempo que le quede de vida en libertad, en su querida comarca de los Montes de Toledo la tierra que le vio nacer, pero mientras tanto, al menos esperamos que nuestro empeño suavice su riguroso cautiverio y por extensión el de tantos y tantos otros en una situación similar.



Melchor Cerrudo Cantalejo.





Capítulo 6 de Hijos de los Montes

4 de junio de 1894

Jorge Villafranca Vargas



Antonio Merendón no había nacido en los Montes si no en el llano, en Dos Barrios un pueblo cercano a Ocaña, pero su manera de hacer la guerra era como la nuestra. De muy joven fue reclutado para ir voluntario a hacer el servicio militar en Cuba con un ardid.  Estaba en una taberna con otros mozos de su pueblo bebiendo un vaso de vino y aparecieron unos militares de la caja de reclutas de Toledo invitando a beber a todo el mundo. Como era mozo y con poco aguante para la bebida, enseguida cayó como un tronco. Al día siguiente se despertó en un tren camino de Cádiz. Cuando quiso protestar recibió un puñetazo por parte del sargento que le palmeaba la espalda y le invitaba a beber la noche anterior. El militar le puso delante un papel en el que decía que había firmado como recluta por seis años, pese a que Merendón no sabía leer ni escribir.

En la isla caribeña siempre estaba metido en todos los fregados, era un rebelde nato. No obstante, su valor en combate era innegable y pronto ascendió a cabo. A los cinco años de servicio recibió un machetazo de un mambí en la cara. Perdió un ojo y a punto estuvo de perder la vida por las deficientes condiciones sanitarias del hospital. Fue repatriado a la península y como no recibía los papeles de la licencia y ante la complicada situación militar española que amenazaba con su reenganche forzoso pese a ser un mutilado, escogió el camino que llevaba a los Montes.

Sus dotes de líder le hicieron que pronto mandara una partida que también sirvió, con la misma promesa que el resto, a la causa del rey Carlos.

Tras el fiasco de Camuñas, tardamos tiempo en volver a actuar en el llano. En febrero los carlistas más destacados de la Mancha fuimos convocados por el general Sabariegos cerca de Horcajo. Yo acudí junto con el cura de Alcabón, con los galones de sargento adornando mis bocamangas

La partida del Cura y los Juanotes iba a asaltar en Algodor muy cerca de Aranjuez, un tren que transportaba armas ayudados por Merendón y sus hombres. 

El resplandor de las hogueras iluminaba los rostros barbudos y curtidos por los elementos. El general Sabariegos daba instrucciones a los jefes de las partidas de la acción que iban a acometer con las primeras luces. Merendón y su grupo esperarían antes de la estación que sería donde desvalijaríamos al tren y sus pasajeros. Los Juanotes y el cura llegarían por detrás del tren y un grupo selecto de jinetes entre los que yo me encontraba, seríamos los encargados de detenerlo.

Al amanecer ocupamos nuestras posiciones. Mi grupo formado por diez jinetes se ocultó tras una pequeña elevación junto a la vía que corría paralela a la cinta de plata del Tajo.

El reflejo del heliógrafo nos indicó que el convoy se acercaba. Nosotros a su vez rebotamos la señal a la posición de Merendón. El tren se fue haciendo poco a poco más grande con su negra columna de humo. Cuando rebasó nuestra loma, picamos espuelas y galopamos raudos por su costado. Pronto alcanzamos la locomotora, pero para nuestra sorpresa el vagón delantero iba lleno de soldados. Un cabo que fumaba u pitillo en los topes del vagón fue el primero en dar la voz de alarma. Pronto comenzaron a disparar desde las ventanillas del ferrocarril. Briones, Telaraña y el Feo de Cariño cayeron fulminados por aquella lluvia de plomo, los demás nos apartamos de la vía y del fuego mortífero de aquel vagón.

Viendo que el tren se nos marchaba y que no íbamos a ser capaces de detenerlo antes de que llegase a donde Merendón, piqué espuelas a mi magnífico caballo y haciendo una curva me planté justo delante de la locomotora y pasé al otro lado de la vía. Mis compañeros seguían al mismo lado disparando sus revólveres en un intento casi suicida de mantener el fuego enemigo en el lado contrario del tren. Sin que los maquinistas percibieran mi presencia salte a la locomotora. A punto estuve de caer y ser devorado por aquellas grandes ruedas de acero, pero en un instante estaba en la cabina con el revólver en la mano.

- ¡DETENED EL TREN AHORA MISMO O SOIS HOMBRES MUERTOS! - Dije a las espaldas del maquinista y el fogonero que sorprendidos se volvieron hacia mí.

El encargado de la caldera blandía una pala con la que, con sorprendente velocidad me lanzó un golpe. Yo lo esquivé por poco, pero perdí el revólver. Ahora los dos, el fogonero con la pala y el maquinista con una palanca de hierro me hacían frente. La pala pasó tan cerca de mi cabeza que me arrancó la boina roja, pero yo había recuperado el revólver y le pegué un tiro en el estómago. Luego encañoné al maquinista que inmediatamente depuso la barra.

- ¡AHORA DETÉN EL TREN O ERES HOMBRE MUERTO, HIJO DE PUTA! -

Sin demora el hombre accionó la palanca del freno y el convoy comenzó lentamente a perder velocidad. El tren se detuvo tan solo a unos metros del punto de la vía donde Antonio Merendón estaba parado sobre su caballo.

Los soldados hicieron intento de salir del vagón y plantar cara a las fuerzas que habían detenido el tren. Algunos llegaron a disparar sobre los hombres del tuerto siendo abatidos al punto sin haber causado bajas en las filas de la facción. La llegada de Los Juanotes y del cura de Alcabón disuadió al resto de la tropa de cometer cualquier insensatez. Un teniente que estaba al mando fue el primero en arrojar al suelo sus armas y el resto de los soldados gubernamentales inmediatamente imitaron su gesto.

Con los soldados desarmados y maniatados comenzamos el saqueo del tren. En un vagón cerrado encontramos las armas: varias cajas de fusiles y pistolas, un par de cañones pequeños y munición, sobre todo mucha munición. Mientras robábamos las armas, D. Lucio pedía amablemente a los pasajeros una ayuda para la causa del rey Carlos. Pocos se la negaban más yendo acompañado de los Juanotes, Milreales y el tuerto Antonio Merendón. Tras recibir las “dádivas” el cura entregaba a los “donantes” unas estampitas del Monarca Carlos VII bendecidas por el mismísimo Papa de Roma.

Una parte de las armas se las íbamos a entregar a unos guerrilleros de Córdoba que eran los que nos habían dado el soplo. El resto, lo llevaría el cura a las Vascongadas donde los partidarios de la causa legitimista estaban teniendo los más duros combates.   

Merendón llevó una parte de las armas hasta Porcuna en Córdoba, el lugar convenido para la entrega de su parte a nuestros aliados andaluces y el Cura de Alcabón y yo mismo partimos con el resto hacia Estella que es donde estaba la corte del pretendiente.

Sin duda fue una delación interna en la partida cordobesa que operaba en la sierra de Cardeña y que dirigía un tipo estirado al que llamaban el Guajiro porque había estado muchos años en Cuba. El caso es que las tropas estaban esperando a Merendón, que muy inferior en número se batió como un bravo, aunque todo fue en vano. Finalmente cayó prisionero y fue ajusticiado por garrote en la plaza de Porcuna. Una muerte ignominiosa reservada a los bandidos y a los asesinos. Quedaba claro que el nuevo Rey de Madrid, Alfonso XII, no pensaba darnos la consideración de militares que daría a cualquier enemigo extranjero.

La noticia de la muerte de Antonio Merendón, que, aunque no de nacimiento, era por valor y hambre un hijo de los montes como nosotros, nos llegó a D. Lucio y a mí en la corte de Estella a principios del invierno de 1875.


viernes, 2 de marzo de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Cápitulo 5-HIJOS DE LOS MONTES-TERESA


TERESA

Jorge anduvo toda la semana dándole esquinazo a don Mariano. Sabía que en la ópera se había puesto en evidencia, y lo que es peor, había puesto en evidencia a Margarita. Todavía recordaba las suspicaces miradas de Emiliano Fuensalida y el mulato Bayón.
“Realmente no había sucedido nada”, pensó tratando de tranquilizarse sin mucho éxito. Pero sí que había sucedido algo: La mirada de Margarita le había confirmado que sus sentimientos hacia él seguían intactos.
Un hecho vino a confirmarle ese extremo. A mitad de la semana, el periodista estaba escribiendo en el gabinete de su nueva residencia, cuando unos golpes suaves sonaron en su puerta. Abrió y se encontró cara a cara con su amada. Sin mediar una sola palabra, ambos amantes se fundieron en un apasionado abrazo que entre besos les condujo hasta el dormitorio. Allí hicieron el amor con la rabia y la desesperación de no saber si aquel era o no su último encuentro.
El cuerpo de Margarita había cambiado con su reciente parto. Estaba más rotunda de carnes, más mujer, pero sin haber perdido un ápice de belleza sino más bien incorporando la calidez de la maternidad a las muchas gracias que adornaban su persona antes del alumbramiento.
-Emiliano y Carlos Bayón se han tenido que ir urgentemente a un negocio  en Córdoba y por suerte la niñera de Teresa, que en realidad una carcelera que me ha puesto mi marido que quiere saber todos mis movimientos, ha amanecido ardiendo de fiebre y el medico la ha aislado en su habitación por si se tratase de algo contagioso. Yo se supone que he ido a oír misa a San Francisco el Grande, a donde debo regresar para dejarme ver en una cuestación benéfica que organiza la propia regente para sufragar la construcción de la nueva catedral, esas obras que hay junto a palacio y que apenas han avanzado desde que el difunto Alfonso XII colocó la primera piedra.-
Tras departir brevemente sobre la hija de ambos, a regañadientes, Jorge dejó ir a su amante con la promesa de que si la niñera seguía enferma al menos le haría llegar algún mensaje que le permitiera verla con la niña en alguna de sus muchas actividades sociales.
Finalmente no le quedó más remedio ante los requerimientos que le enviaba el director Acuña que presentarse en la sede de el Informador, para que este evaluase la nueva entrega del serial.
Jorge temía este encuentro desde lo de la ópera del fin de semana, pero para suerte suya, cuando se presentó en la oficina don Mariano se hallaba enfrascado en una de sus perennes discusiones con los tipógrafos. El periódico se había dotado de una máquina de escribir, pero con frecuencia los textos seguían sin entenderse por errores debidos a la trascripción mecanográfica. Si en un futuro todos los periodistas escribían a máquina sus propios textos, esos errores dejarían de producirse, pero de momento las máquinas de escribir como la que había comprado el periódico eran ingenios sumamente caros.
Por indicación de su director, Jorge dicto el texto a la secretaria que en un principio se mostró remisa a abandonar lo que estaba haciendo, pero al tratarse de Jorge y trasmitiendo órdenes directas de don Mariano, se puso a teclear al dictado del periodista. Luego él mismo repasó y a lápiz, añadió algunos signos de puntuación que faltaban en el texto.
Al volver a casa, Jorge encontró una nota que alguien había deslizado por debajo de la puerta. La niñera seguía indispuesta y Margarita y Nuria iban a acudir aquella tarde a la rosaleda que se encontraba al final del paseo de coches del parque del Retiro.
A las cinco en punto Jorge que estaba en la rosaleda haciendo como que admiraba las rosas, las vio llegar. Margarita, junto a su doncella Nuria que empujaba un carrito de bebe paseaban por el parque. Hacía bastante calor para la época del año y apenas había gente en el Retiro. Jorge se acercó decidido al grupo. Saludó a Margarita con un ligero beso en los labios y a Nuria con una inclinación de cabeza, luego se asomó al carrito. Teresa era un bebe sonrosado y tranquilo. Miró a Margarita y esta asintió con un gesto. Jorge cogió a su hija en brazos por primera vez. Miró a Teresa y a su vez el bebe le miro a él devolviéndole una satisfecha sonrisa.




Capítulo 5 de Hijos de los Montes
28 de mayo de 1894
Jorge Villafranca Vargas


La “Gloriosa” del sesenta y ocho paso sin pena ni gloria en los montes, igual que el nuevo rey Amadeo y una república que nacía herida de muerte.
¡DIOS, PATRIA Y REY! Parece casi una burla que un hombre como yo invoque el lema de la facción. Un Dios que nunca me ayudó, una Patria a la que invocaban los que siempre nos oprimían  y un rey que vivía en su palacio absolutamente ajeno al bienestar de sus súbditos… aun así el mayor anhelo de un renegado siempre es poder revertir su situación algún día y el carlismo nos ofreció esa oportunidad.
Cuando Carlos VII volvió a España, también lo hicieron con él muchos exiliados. Uno de aquellos exiliados era el general Vicente Sabariegos que había sido uno de los lugartenientes de Ramón Cabrera, “el Tigre del Maestrazgo”. Sabariegos se encontraba en Portugal y ya había intentado alzarse en armas cuando depusieron a Isabel II. Esta vez el Rey faccioso le encomendó la labor de comandar la rebelión en Extremadura y la Mancha.
La guerra principalmente estaba en el Norte. Pero en la Mancha también tenía partidarios el Rey Carlos. Uno de ellos era D. Lucio Dueñas que era cura párroco en Alcabón, en la comarca de Torrijos. Aquel hombre de Dios con sus prédicas reclutó más gente que el Rey con su oro y las promesas de futuros perdones y prebendas.
Sabedor como todos los habitantes de la provincia de quien era la partida más eficaz, el cura de Alcabón no tardó en contactar con los Juanotes. La entrevista se celebró cerca de Navas de Estena. A ella asistimos Los dos hermanos Juanotes y un servidor. El cura nos explicó lo que se esperaba de nosotros y la recompensa que podíamos obtener si defendíamos la causa y que no era otra que la libertad para retomar nuestras vidas donde las habíamos dejado antes de hacernos bandoleros. La propuesta de D. Lucio venia refrendada por una carta con la firma y el sello del pretendiente legitimista Carlos VII duque de Madrid.
Lo que nos convenció no fue la carta de aquel fantoche de boina roja y pechera llena de medallas ganadas en los salones de baile de toda Europa, si no la elocuencia del cura. Lucio Dueñas predicaba un cristianismo primitivo y ciertamente justiciero, algo muy en la línea de las creencias de los rudos hombres de los Montes.
La partida operaría como un cuerpo de ejército independiente, a veces solos otras veces en colaboración con otras partidas. A algunos los conocíamos bien porque también eran de los montes de Toledo y habíamos cometido muchas fechorías juntos: Sartenilla, Milreales, Briones, Mulita, Feo de Cariño o el Telaraña eran algunos de aquellos bandoleros monteños que se sumaron a la facción. También estábamos en comunicación con grupos de Gredos y Guadarrama, pero sobre todo con guerrilleros de Sierra Morena con los que posteriormente seguiríamos trabajando.
Poco o nada nos podían enseñar los militares carlistas sobre la guerra de guerrillas. Sin embargo apenas sabíamos nada de armas modernas, cartografía, heliógrafos o comunicación morse. Además de formación militar, el cura que debió de ver en mí algo de inteligencia natural, me nombró su asistente y amplió mis escasas letras  y mi conocimiento del mundo en los ratos que nuestra azarosa vida nos lo permitía. Incluso hoy cumpliendo con la pena que la sociedad decidió imponerme, recibo correspondencia de ese santo hombre que debe andar cerca de los ochenta años y encuentro aún muchas enseñanzas y consuelo en sus cartas.
Con la guerra carlista se solapó la enésima rebelión en Cuba y nada más salir por pies Amadeo de Saboya e instaurarse la república estalló  la rebelión cantonal. Aunque el carlismo y el federalismo radical estaban en las antípodas ideológicas, seguíamos la máxima vigente desde que la humanidad inventó la guerra  de que “el enemigo de tu enemigo es tu amigo” así recibimos órdenes de participar en el alzamiento cantonal de Camuñas, un pueblo toledano, que estaba en nuestro ámbito de operaciones.
Descendimos de la sierra Calderina por la vega del río Amarguillo. Pasamos por Herencia y Puerto Lápice,  donde entramos sin resistencia e incluso conseguimos gracias a la elocuencia de mi mentor D. Lucio, que varios jóvenes de aquellos pueblos se sumaran a la facción. Otro cantar fue el recibimiento que recibimos en Camuñas.
Traíamos un cargamento de armas para que el nuevo cantón se pudiera defender de las fuerzas gubernamentales. Teníamos que entregárselo al alcalde un tal Luis Villaseñor.
Por unos labriegos supimos que el alcalde había expulsado al cura párroco y que a instancias de un misionero gallego de nombre Félix Moreno Astray, la mayoría de los vecinos se habían convertido al protestantismo,  pocos de buen grado y la mayoría acogotados por aquel alcalde de horca y cuchillo, por lo que el recibimiento a todo un señor cura como D. Lucio Dueñas por mucho que viniera a socorrer al cantón, no fue ni mucho menos el esperado.
El cura de Alcabón preguntó desde lo alto de su caballo por el alcalde. D. Luis acompañado por el misionero y un grupo de incondicionales armados con viejas escopetas de caza, conminó a D. Lucio para que depusiese las armas y se apease de su montura. En previsión a alguna jugada parecida, solamente habíamos entrado en Camuñas diez jinetes acompañando a nuestro líder. El resto, unos cincuenta más, habían rodeado el pueblo y se plantaron en la plaza justo cuando aquellos herejes nos apuntaban con sus armas.
 El alcalde Villaseñor era un hombre inclinado a la ira y aquello de ser desarmado y hecho prisionero nada menos que por un sacerdote de la iglesia católica romana lo llevaba francamente mal. Requisamos las armas y por supuesto, de entregar las que habíamos traído nanai de la China…
El cura de Alcabón confesó a aquellos arrepentidos de haber abrazado la herejía y luego tras devolver a los vecinos su vetusto arsenal abandonamos aquella Ginebra manchega.
Desde las primeras estribaciones de la Calderina pudimos ver una nube de polvo que se acercaba al pueblo por la llanura. Con el catalejo pude distinguir los roses de más de un centenar de soldados de la república que venían a poner fin a la aventura de la villa de Camuñas independiente y devota de las doctrinas de Calvino y Martín Lutero.
Si en la política patria ha habido un episodio especialmente esperpéntico, y mira que ha habido esperpentos en este desdichado siglo XIX, este fue esa rebelión cantonal. Se pretendía organizar la nación española en una federación de estados. El resultado fue que se declararon cantones independientes villorrios con unos pocos miles de almas. La mecha prendió en la ciudad industrial de Alcoy donde una muchedumbre enfervorizada asesinó al alcalde y arrastró su cadáver por las calles tras incendiar el consistorio. De ahí pasó a toda la región valenciana, Murcia y Andalucía. También hubo algunos focos efímeros en la vieja Castilla y el reseñado de Camuñas en la Mancha. El cantón que más duró fue el de Cartagena y es cosa sabida los graves daños infringidos a bienes y personas por la flota de guerra que al comienzo de la insurrección cayó en  poder de los sublevados de aquel cantón. Cartagena llegó a acuñar moneda y pidió su incorporación como un nuevo estado nada menos que a los Estados Unidos de Norteamérica.
En fin, que más tarde o más temprano aquí se tiene que liar una pero que muy gorda para que nos dejemos de una vez por todas de sandeces.