Santiago y María
estuvieron juntos todo el tiempo que pudieron durante los días que el madrileño
permaneció en Melilla antes de partir a su segundo destacamento en Vélez.
Cuando salían, primero iban a la playa y al final siempre terminaban en el piso
de Juan. La renta del piso era muy pequeña, por lo que Santiago Reche se quedó
con las llaves del mismo, ahora que el cocinero se licenciaba. Tener aquellas
llaves era tener un espacio de intimidad dentro de una cosa como era el
servicio militar, donde todo el mundo lo sabía casi todo de los demás.
La pareja no quería
que llegase la separación, pero como suele pasar, cuando no queremos que algo
suceda, el tiempo pasa volando Finalmente llegó el día de la partida de los
marineros con destino a los destacamentos. Esta vez no iban Vela ni Luna y no
se produjo ninguna suma ni resta en las cajas de los pertrechos. Las Marías
abuela y nieta estaban en la estación del ferry para despedirse de Santiago. El
marinero, pidió permiso al cabo Blanco para despedirse de las dos mujeres.
-Por mi haz lo que
quieras, pero como ya te dije, vas a tener un problema cuando te vean hablando
con ellas, sobre todo con la vieja.-
Santiago hizo caso
omiso de las palabras del cabo y se separó un poco del grupo para hablar con
las dos mujeres. Todos los miembros de la cia mar observaban, unos con envidia
y otros con curiosidad, el trato familiar que la abuela y la nieta dispensaban
al madrileño. Los mandos tampoco se perdían detalle. Cuando finalmente dieron
permiso para embarcar en el ferry, Santiago y María se dieron un largo beso que
fue sonoramente ovacionado por el resto de marineros, tanto los que iban a los
destacamentos como los que se licenciaban.
-¡Vaya vaya con el
madriles! Por lo menos sabemos que maricón no eres- Dijo el sargento Cabello,
que al ser de Ceuta no sabía de la enemistad de los Vela y los Luna hacia doña
María.
Durante el viaje,
como en esta ocasión no pesaba sobre la tropa ningún arresto, se permitió el
acceso a la discoteca. Angelito pronto se hizo el amo de la pista junto con
Moisés, el mariquita que también iba a Vélez y que resulto un bailón
sorprendente pese a sus kilos de más Santiago no tenía ningunas ganas de
discoteca y melancólico se subió solo a la cubierta del barco. Lo más seguro es
que no volviera a ver a María al menos en 4 meses, el tiempo que le quedaba
para licenciarse. Hacía una noche muy buena. El mar estaba completamente en
calma y reflejaba la luz de la luna casi llena. Parecía como que el reflejo
lunar moviese la gran mole de acero por el espejo que era la superficie del mar
en aquella noche clara Pensando estas cosas se encontraba el madrileño, cuando
apareció por cubierta el cabo Navarro fumando un gran porro de oloroso polen.
El de Melilla se acodó en la barandilla justo al lado de Santiago.
-Qué Madriles ¿Pensando
en tu novia? La falta de tías es lo más duro de las islas, pero con buen
rumai el mes se pasa rápido ¿Quieres
pegarle una calada?-
Santiago no se fiaba
en absoluto de aquel tipejo y rechazó la invitación. La verdad es que el tiempo
que había pasado con María apenas había fumado alguna calada por las noches en
la cueva. Tampoco había comprado, de hecho sólo llevaba un par de chinas que le
había dado Juan del hachís que se llevaba para la Península.
-¿Tú sabías que la
abuela de tu novia denunció a la Compañía de Mar hace muchos años por la
desaparición de su novio, uno que desertó durante la guerra, el muy hijo de
puta? Me parece que vas a tener que responder a algunas preguntas cuando
vuelvas a Melilla-
-A la orden mi cabo.
No tengo ni idea de lo que me está hablando. Con su permiso me voy a la cama-
Santiago se había
dado perfecta cuenta del tono de amenaza de las últimas palabras del cabo y
pensó que a su vuelta debía de estar especialmente alerta sobre todo con Vela y
Luna. Sabía de lo que esas familias habían sido capaces en el pasado y tenía
fundadas sospechas de sus turbios manejos con las drogas en la actualidad.
Por la mañana, el Ciudad
de Palma atracó en el puerto de Málaga. Santiago y sus compañeros se
despidieron del reemplazo que se licenciaba. El madrileño dejaba atrás algunos
buenos amigos: Milco, Corbacho y sobre todo Juan el cocinero, que había
entregado su uniforme mugriento y ahora lucía impecable vestido de civil. Juan
había sido un apoyo en los primeros y más difíciles meses del servicio militar.
Sin su ayuda muchas de las cosas que en la vida civil resultaban lo más natural
del mundo pero que estando en un cuartel eran impensables, las había podido
realizar gracias al apoyo de Juan. Se despidieron con un abrazo. Los camiones
de la Legión esperaban para trasladarlos al Campamento Benítez.
En esta ocasión, como
los marineros no partían para las islas hasta el día siguiente, tenían permiso
para salir de paseo esa tarde. Desde la misma entrada de Campamento Benítez, se
cogía un autobús con destino a Torremolinos. En los años 80 Torremolinos era
junto a Benidorm, uno de los pilares del turismo “canalla” de sol y paella.
Salir por la ciudad malagueña en temporada alta, era para unos chavales de 20
años una promesa de diversión.
Todos, vestidos de
blanco impoluto, cogieron el autobús que iba lleno de lejías con el mismo
destino que ellos. Los militares se dirigieron en masa a una zona de pubs
frecuentada por guiris de nacionalidad inglesa sobre todo. Pasaron la tarde bebiendo
y bailando. Alguno volvió malo por el exceso de bebida consumida en muy poco
tiempo. Los marineros se encontraban en la parada a la hora convenida, todos
menos Angelito Moraleda al que habían perdido de vista a primera hora. Pidieron
al conductor del autobús que esperase cinco minutos al de Albacete, pero
transcurrido este tiempo, Ángel no había regresado y el autobús tuvo que partir
sin él. Cuando llegaron a Campamento, llegaba al mismo tiempo Angelito
moraleda, en un coche descapotable
conducido por una guiri de edad más cercana a los setenta que a los
sesenta de la que se despidió repasándole todos los empastes con la lengua.
-¡Coño Ángel! No nos
habías dicho nada de que tu abuela viviera en Torremolinos- Le dijo el cabo Blanco
-Sí sí abuela, mira
como me ha dejado la polla- Dijo Ángel Moraleda que llevaba una borrachera
gloriosa, enseñándole la picha al cabo.
-Angelito Angelito,
estás echando por tierra el prestigio de la Compañía de Mar de Melilla-
El de Hellín, muy
borracho, respondió encogiéndose de hombros – ¡En peores plazas hemos toreao!-
Al día siguiente, con
la resaca del alcohol martilleando sus sienes, los camiones de la Legión
condujeron a los miembros de la cia mar hasta el aeropuerto, donde embarcaron
en los Chinooks con el resto de los componentes de los distintos destacamentos.
El grueso de las tropas que se dirigían a las islas, pertenecían a una compañía
de operaciones especiales (COE) con base cerca de Oviedo. El viaje fue menos
agitado que la última vez, el viento apenas se movía y el helicóptero pudo
aterrizar con facilidad en la coronación de la roca.
Todo el personal de
la isla dedicó el resto del día a instalarse en los distintos alojamientos. Los
miembros de la cia mar de Ceuta habían instalado en el plantón donde los marineros
hacían las guardias, un toldo improvisado con unas tuberías y una gran malla
verde de rafia. Regando un poco el suelo se conseguía que la temperatura de
aquella terraza fuese tolerable bajo el duro sol del verano norteafricano. Se
repartieron los turnos de guardia y antes de la cena el teniente de las coes
dirigió una charla a los miembros del destacamento. Resumiendo, el mensaje de
la arenga era “No me toquéis los cojones a mí y yo no os los tocaré a
vosotros”. Santiago echó de menos a alguien muy importante que estaba en Vélez
la última vez, Pluto, el perro del mecánico naval. Al parecer el can había
traspasado las “líneas enemigas” en una de sus correrías nocturnas y los
mehaznis le habían trincado y le habían ahorcado para que no delatase más con
sus ladridos el comercio que estos se traían con los militares españoles.
Aunque un poco veleta y chivato, Santiago había llegado a querer a aquel
chucho, que por otra parte prestaba un servicio impagable en las guardias,
poniendo sus agudos sentidos al servicio de los marineros.
Tanto chupetín como
Blanco eran zorros viejos de las islas y no se pensaban dejar liar fácilmente
en las actividades de los coes.
Chupetín preguntó
-¿Alguno de vosotros le pega a “la submarina”?
El sargento quería
conseguir todos los pulpos pequeños que fueran posibles. Siempre que Fresno iba
a la isla tendía cordeles con sedales y anzuelos en la punta. En cada gran
anzuelo ponía un pulpito de menos de un kilo. Con este arte de pesca pretendía
capturar alguno de los grandes meros, por los que el Peñón era famoso. Santiago
y Ángel se echaron al agua con gafas aletas y unos afilados ganchos. En un par
de horas tenían una decena de cefalópodos de varios tamaños. Unos moros que
tomaban su té en una patacha de 2 filas de remos se estuvieron descojonando del
sargento.
-En la puta vida ha
pescado nada de esta forma, pero lleva años y años insistiendo- Aclaró a los
marineros el cabo Blanco.
Tras la comida
volvieron a salir con el chinchorro a levantar los sedales. Los peces se habían
comido la mayoría de los pulpos. Repusieron los cebos y volvieron a fondear los
aparejos para recogerlos a la mañana siguiente.
A Santiago le
correspondió el turno de guardia de 6 á 8 de la mañana. Un poco antes de
terminar su servicio, apareció en la playa un moro. Era un hombre viejo pero de
aspecto imponente. Descalzo sobre la arena, vestía unos calzones abombachados
de color negro que dejaban ver unas pantorrillas aún poderosas. Pese al calor
llevaba camiseta interior de tirantes y sobre ésta una blanquísima camisa de
hilo, cubriéndole la cabeza un gran
gorro de paja del tipo rifeño. Estos gorros de paja que en el Norte de
Marruecos llevan los hombres y mujeres del campo, tienen un cierto parecido en
su forma con el sombrero calañés de los andaluces (El sombrero puntiagudo de
los bandoleros, sólo que de paja)
-Buenos días marinero
¿Puedes avisar a tus mandos? Diles que “el Sevilla” quiere hablar con ellos.-
Dijo el viejo moro en un perfecto castellano.
Santiago llamó
al cabo Blanco que intercambió con el
moro unas palabras en tamazing y se fue
a avisar al sargento Fresno.
-¿Qué, pesca muchos
meros vuestro sargento?- Les dijo el Sevilla
con sorna a los marineros que estaban asomados al plantón.
Chupetín, dejó a
medias su desayuno y bajó a la playa a hablar con el moro. Conversaron por
espacio de unos minutos y finalmente cada uno se volvió por donde había venido.
El sargento corrió peñón arriba para informar al teniente de la conversación
mantenida. De camino al comedor de la tropa, Blanco les contó a los marineros
brevemente la historia del Sevilla. Tenía cerca de noventa años y era como una
especie de alcalde de la dispersa población del valle que se habría
hacia levante. Había servido en los regulares durante la guerra civil y luego
había pasado bastantes años trabajando en España, de ahí le venía el apodo de
“Sevilla”. Tras desayunar, el teniente informó del mensaje que el anciano había
venido a traer: En los próximos días soldados y funcionarios marroquíes iban a
montar un gran campamento, donde pensaba pasar sus vacaciones la hermana del
rey de Marruecos Hassan II. Se prohibía navegar hacia la Puntilla y debían
mantener un comportamiento educado y amistoso para con las embarcaciones de
recreo que pudieran recalar en las inmediaciones de la roca. Todo esto en aras
de unas buenas relaciones con el reino alahuita.
Durante los
siguientes días una actividad febril tuvo lugar en el valle muy cerca de la
playa. Pronto grandes jaimas de tela se
levantaron frente al peñón y la llegada de camiones militares cargados con
gente y enseres era constante. Tres días después de la visita del anciano moro,
un yate de gran tamaño y una patrullera de la marina de guerra marroquí
fondearon en la bahía entre el peñón y la Puntilla. Esa misma noche en el campamento
hubo una fiesta con música y fuegos artificiales para recibir a la princesa,
hasta altas horas de la noche.
Los coes, como en el
anterior destacamento, trataban de presionar a los marineros para que les
pasasen grifa, pero los miembros de la cia mar no disponían de unas reservas
abundantes, solamente el cabo Blanco se había traído algo de costo que
racionaba con tacañería y compartía en parte con Santiago y con Manolito que le
pegaba alguna que otra calada, más que nada para estar cerca del cabo del que a
todas luces estaba locamente enamorado. Lo que no faltaba era el güisqui; en la
cia mar les habían dado permiso para traerse de Melilla un par de cajas de “Los
Viejos Monjes”. Desde el destacamento, los marineros enseñaban a los mehaznis
tetrabricks de vino y les hacían el signo de “fumar” poniendo 2 dedos sobre los
labios, pero de momento, estos respondían señalando al campamento de la
princesa marroquí y negando con la cabeza.
Chupetín seguía erre
que erre con los cabos alrededor del peñón. Cada mañana, tozudamente levantaba
las líneas y reponía los cebos. Santiago y el resto de los marineros, se
estaban cansando de pescar pulpos y no probarlos. Por lo menos con las cañas
tenían más suerte. Con las sardinas que les regalaban los moros de la playa, en
un bajo a más de 50 metros de profundidad, pescaron una decena de
bonitas caballas, azules como de metal. También pescaban desde el peñón
abundante pescado de roca: Gordos sargos de más de un kilo, bigotudos y
sabrosos salmonetes, que freían rebozados en harina, largas brótolas de suave
piel que guisaban con patatas o con arroz y un sinfín de peces cuyos nombres
desconocían pero que igualmente terminaban en las ollas o sartenes del
destacamento. Un día de especial calma chicha, Chupetín les llevó hasta unas
rocas hendidas por el mar, entre cuyas grietas, con la marea baja, se podían
recolectar unos magníficos percebes, gordos rematados en una uña roja.
Los días pasaban
largos e indolentes en la heroica plaza norteafricana. El sol de agosto hacía
que incluso los coes, siempre activos con su entrenamiento militar,
permanecieran a la sombra dormitando mientras los sargentos o el teniente
peroraban sobre táctica militar. Los marineros pasaban las horas de actividad
sesteando a bordo de los chinchorros en la parte del peñón donde en ese momento
hubiese sombra. El calor era difícil de soportar, pero lo peor eran las moscas.
En Peñón de Vélez incluso en invierno hay moscas y en verano hay millones de
ellas. Después de comer, para echarse la imprescindible siesta de una hora,
había que taparse con una sábana -inclusive la cabeza- porque si no, a uno se
lo comían aquellos feroces insectos. Sin embargo los moros las soportaban con
sorprendente estoicismo, se podía ver cómo varias moscas les corrían por la
cara y solamente hacían un leve gesto de espantarlas cuando en un alarde de
osadía, los bichos se les metían en la boca o los ojos.
Un hecho vino a
romper la monotonía del destacamento. Una mañana muy temprano apareció en la
bahía el barco aljibe para hacer la aguada. Una vez fondeado el buque, Santiago
y Ángel como marineros más veteranos, se
dirigieron al aljibe para tender las estachas con las que el personal de tierra
tenía que jalar los gruesos manguerotes por los que se trasegaba el agua. La
estacha era tan gruesa que no se podía abarcar con una sola mano. Los 2 marineros la adujaron en amplios ochos
a la popa de la pequeña embarcación, de manera que al navegar hacia tierra, el
grueso cabo se fuese extendiendo. Se sentaron en la estrecha bancada y cada uno
con un remo comenzaron a bogar en la dirección donde les esperaban el resto de
los miembros del destacamento. La estacha pesaba tanto que tenían que remar con
todas sus fuerzas para que ésta fuese saliendo del chinchorro. Al poco rato
estaban empapados en sudor y les dolían los brazos y la espalda. Finalmente
consiguieron hacer llegar el chicote del cabo a los que estaban en tierra, que
al punto comenzaron a tirar de él hasta traerse la gruesa manguera a la boca
del depósito. Chupetín ordenó a Santiago y a Ángel que se abarloasen en el
aljibe para ayudar en la maniobra de recogida del manguerote. Tras subir al
barco, un marinero les llevó a la cocina, donde el cocinero les preparó un
potente desayuno con tostadas, unas ricas tortillas francesas y una cafetera de
café recién hecho muy cargado. La aguada duró cerca de 2 horas y en ese tiempo
la cubierta del aljibe se elevó casi cinco metros sobre la superficie del mar,
por lo que para descender hasta el bote, los marineros tuvieron que utilizar
una escala de gato. Desde el barco recogieron la maniobra utilizando un
cabirón, simplemente pasándole un par de vueltas de la estacha por la gruesa
polea, la máquina hacía sin esfuerzo el trabajo que poco antes habían tenido
que hacer 20 hombres.
Tras zarpar el
aljibe, se dio libre la mañana a aquellos que no tuviesen servicio, Fernandito
se quedó en el plantón, el cabo Blanco se marchó a la cala del cementerio con
la excusa de pescar para fumarse un par de porros y el resto de marineros se
fueron en uno de los chinchorros a darse un baño. Los dos bichos que
acompañaron a Santiago y a Ángel aquella ocasión, eran unos tipos singulares.
Dimas “El diablo” era un chaval de un pequeño pueblo de la provincia de Cáceres
cercano a Plasencia. Le habían apodado así por que era muy moreno de un moreno
cobrizo, casi rojo. Era feo de cara, tenía la boca con los dientes desigualados
y puntiagudos a la sombra de un bigote fino muy negro y crespo. Aunque no muy
alto era tremendamente fibroso, fruto sin duda de andar todo el día por el
campo detrás de las cabras. Pese a su apodo, el cacereño era muy buen chaval.
Había ido lo justo al colegio, pero no carecía en absoluto de inteligencia y
saber estar. Lorenzo “Orejas Bambi” también era de pueblo, de cerca de
Ponferrada en León, pero a diferencia del diablo, aunque más alto, era de
constitución algo enclenque. Su familia era de clase acomodada, tenían un
almacén de maquinaria agrícola y él jamás había trabajado con las manos. Tenía
facciones agradables y sería un chico guapo si no fuera por las enormes orejas
despegadas de la cabeza que le daban un aspecto como de cervatillo. Llevaba muy
mal el apodo que le habían puesto en la compañía, ya que a todas luces, el ser
así de orejón le creaba un tremendo complejo. Su casi exclusivo tema de
conversación era su novia, una rubia guapita pero de una guapura sin chicha,
como la de esas modelos de revista de moda, donde lo importante no es la chica
si no la ropa que de ésta cuelga. Se había llevado al peñón un álbum enorme con
fotos de su novia haciendo esto o lo otro, o en tal o cual sitio. En las fotos
en las que la pareja salía junta, siempre estaba detrás de los dos la madre de
Orejas, una mujer de cara ancha y ojos incisivos, que daba la impresión de ser
una especie de titiritera que manejaba a la pareja como si de unas marionetas
se tratase.
El Diablo apenas
sabía nadar y Orejas Bambi tampoco es que fuese Johny Weismuller, pero el
cacereño tenía una habilidad que en el último cuarto del siglo XX resultaba muy
notable. Con un trozo de cuero y un cordel, se había hecho una onda y con ella
lanzaba piedras a varios cientos de metros con bastante precisión. Viendo al
diablo manejar la onda, Santiago comprendía el temor que en la antigüedad
suscitaban los onderos de las islas Baleares al servicio de los romanos,
capaces estos de descabalgar a un jinete o herir gravemente a un enemigo a gran
distancia con un arma tan sencilla y económica como aquella. Diablo se había
llevado al chinchorro la onda y un montón de piedras y trataba de enseñar al
madrileño y al de Albacete el manejo de la misma, pero estos no conseguían los
espectaculares resultados del extremeño. Mientras tanto Orejas, con una sonrisa
de suficiencia, criticaba la actividad de sus compañeros.
-Parecéis unos críos
jugando con piedrecillas-
-No es ningún juego,
me sirve para arrear el ganao por el campo y más de una liebre me he comido
cazada con la honda- Dijo el diablo que trataba de inculcar con ahínco ese
retazo de ciencia rústica a sus compañeros.
-Dudo mucho que seas
capaz de matar nada con eso. Lo dicho, una chiquillada.-
-Mira bichín, el
abuelo no hace chiquilladas. Dentro de poco, cuando yo me marche a la “peni” y
tú te quedes aquí, mucho tiempo aún, me voy a pasar por tu pueblo y le voy a
follar “tol chocho y tol culo” a tu novia para que sepa lo que es un hombre de
verdad. Cuando vuelvas de la mili vas a tener tantos cuernos, que van a tener
que poner tu cabeza colgada encima de la chimenea- Le dijo Angelito que
últimamente se había erigido en castigador de bichos.
Concentrado en lo que
hacía, el diablo cargó una piedra en el cuero de la onda y comenzó a voltearla.
Un par de palomas levantaron el vuelo en la rocosa pared de la isla, el
marinero las siguió con la vista y en un momento dado soltó uno de los
cordeles. La piedra salio disparada a gran velocidad e impactó contra uno de
los dos pájaros que rebotó en la pared y cayo inerte al mar. Todavía, antes de
volver, el cacereño abatió un par de palomas más que habrían de ser la cena de
los marineros esa noche, ante el regocijo de Santiago y Angelito, que no
paraban de felicitarle y palmotearle la
espalda. Orejas Bambi bogaba mohíno, vivamente ofendido por las palabras del de
Hellín a las que no había sido capaz de dar una adecuada contestación.
Pasaron por la cala
del cementerio y el cabo Blanco les hizo señas con los brazos para que se
acercasen, embarcó y pusieron rumbo de vuelta al destacamento para relevar a
Moises y subir a por el rancho. Al doblar la punta vieron una lujosa lancha
motora con un hombre al timón y tres mujeres en topless. La más mayor de las
tres, una cincuentona entrada en carnes con una gruesa cabellera negra que le
caía por la espalda, levantó el brazo a modo de saludo. Los marineros
devolvieron el saludo y Angelito Moraleda se bajó el pantalón y ni corto ni
perezoso les enseñó el rabo a las ocupantes de la lancha. Las otras dos mujeres
bastante más jóvenes que la gorda cincuentona se incorporaron y comenzaron a
saludar también, mientras el patrón permanecía impertérrito. Santiago, el cabo
y el diablo no tardaron en imitar a su compañero, mientras Orejas Bambi
permanecía taciturno con el pantalón subido, sentado en la bancada de los
remos, pensando sin duda en su novia, a la que el albaceteño había prometido
vaquetear duramente tras su licencia. Cuando llegaron les estaba esperando
Chupetín, le enseñaron las palomas que Dimas “el Diablo” había cazado y el
sargento les contó que había estado por los alrededores del peñón abordo de una
lancha, la princesa hermana de Hassan II. Tácitamente, todos callaron sobre el
encuentro que habían tenido un rato antes al otro lado de la roca, solamente
Lorenzo “Orejas Bambi” parecía que quería abrir la boca, pero optó por callarse
ante las miradas asesinas que le dedicaron el resto de marineros.
Un par de días
después los moros comenzaron a desmontar el gran campamento donde la princesa
había pasado sus vacaciones estivales. Al poco la calma volvió al valle frente
al peñón. Los lugareños retomaron sus actividades cotidianas y volvieron a sus
misérrimas casas de adobe bajo el destacamento de los mehaznis. En las noches
de guardia ya no se oía música hasta altas horas, sólo a veces el lejano
aullido de los chacales desde las pardas montañas.
No tardaron los
gendarmes marroquíes en tratar de reestablecer el comercio que desde la muerte
de Pluto habían mantenido con los de la cia mar de Ceuta. Esa misma noche un
mehazni se acercó hasta los botes. En el plantón se encontraba de guardia
Orejas Bambi que comenzó a llamar al cabo Blanco a gritos con un evidente
ataque de pánico.
-¿Qué cojones pasa?- Preguntó
Blanco subiendo a la carrera al plantón.
Orejas señaló una
figura semioculta entre el lanchón y el bote mixto cuya cara se iluminaba a
intervalos por la brasa de un cigarro.
-¡Joder tío! Cierra
esa bocaza que nos vas a joder el business- Dijo el cabo, bajando rápidamente
al destacamento.
-¡Moi larga un cabo
por la ventana! ¡Madriles, coge un par de cartones de vino y vente conmigo! Tú
quédate en la puerta por si viene alguien- Dijo el cabo dirigiéndose finalmente
al diablo.
El cabo y el
madrileño, descendieron hasta la playa ayudándose con la cuerda que Moisés
había amarrado a las camas. Deprisa, llegaron hasta donde se encontraba el
marroquí, que les tendió la mano. Era un individuo cetrino, con un bigote poco
poblado. Le faltaban numerosos dientes, tantos que en la parte de arriba
solamente se le veían los incisivos, lo cual unido a una mirada astuta de
rufián, conferían al tipo el aspecto de una gran rata. Blanco chapurreaba algo
de tamazing el dialecto árabe que se habla en el norte de Marruecos y hablaba
bastante bien francés, por lo que fue él el que llevaba la voz cantante en la
negociación. El gendarme sacó una bolsa de kifi y llenó la cazoleta de una
pequeña pipa de barro, le introdujo una cañita larga y fina por el orificio más
pequeño y se la ofreció al cabo que a su vez abrió un tetrabrick del infame
vino de las cocinas y tras echarse un traguito al coleto, se lo paso al moro
haciendo ostensibles gestos de placer como si estuviese degustando un caldo
exquisito. El mehazni cogió el cartón de morapio con avidez y se pegó un largo
trago. A Santiago le parecía todo aquello como sacado de una película de indios
y vaqueros (Los vaqueros eran ellos que ofrecían al jefe indio el “agua de
fuego” y este a su vez, en gesto de buena fe, les pasaba la “pipa de la paz”)
Según lo que Santiago entendía de la conversación, éste, quería una botella de
güisqui a cambio de la bolsa de kifi, sin duda una petición desorbitada en
aquel lugar remoto (Jefe indio hablar con lengua de serpiente a hombre blanco).
Finalmente se cerró el trato en 2 cartones de vino más el empezado y de regalo,
un par de latas de albóndigas de los menús de supervivencia que les habían dado
en Campamento Benítez.
Cuando tras el
trapicheo se acercaron a la ventana del destacamento, observaron con estupor el
cabo en el suelo de la playa. Alguien lo había desamarrado de las camas y lo
había echado fuera. Muy pegados a la roca que había bajo la ventana, escucharon
conversar a Moisés con el sargento Chupetín.
-¿Dónde están el cabo
Blanco y el Madriles? Os tengo que explicar a todos el ejercicio que vamos a
hacer mañana junto con los coes.
- A la orden mi
sargento. Creo que habían subido a la cocina para pedir harina para freír los
sargos que hemos pescado esta tarde.-
-Bueno, esperaré aquí
a que vuelvan.-
Al menos Fresno no
había visto la cuerda que habían tendido para descolgarse hasta la playa, pero
tenían un serio problema, el sargento estaba en el destacamento y el único
punto de acceso al peñón a esas horas era la ventana del mismo ¡Estaban
jodidos!
-Solamente tenemos
una entrada, la reja de hierro que da acceso a los túneles. ¡Esperemos que se
pueda abrir!- Dijo el cabo Blanco.
Santiago recordó que
Jorge Fuster mencionaba los túneles con frecuencia en su diario. Llegaron a la
reja que se encontraba cerca del charcón y con una piedra gorda golpearon
varias veces el herrumbroso candado que finalmente cedió. Abrieron la reja lo
suficiente como para poder entrar y la cerraron tras de sí dejando el candado
roto por dentro de la reja, de manera que se tardase tiempo en descubrir que
aquella entrada había sido forzada. Por suerte habían cogido una linterna de
petaca y podían ver qué terreno pisaban. El cabo había entrado en los túneles
en varias ocasiones y más o menos sabía por dónde andaba en aquel laberinto.
Subieron y luego giraron hacia la izquierda, pasaron por una pequeña sala en la
que había numerosos huesos de seres humanos mezclados con cal en nichos excavados
en las paredes. Eran las víctimas de una epidemia acaecida en el siglo XVIII
que había diezmado la población de la roca. Finalmente el túnel perdió altura y
sobre su cabeza pudieron ver una losa de piedra de buen tamaño. Con gran
esfuerzo lograron mover la losa para salir al pañol que había junto a la
entrada del peñón. Estaban completamente cubiertos de telarañas. Se quitaron la
ropa y la sacudieron. Cuando consideraron que estaban listos, cogieron una
bolsita y la llenaron de yeso para que pareciese que traían la harina y se
fueron al destacamento.
-¡Ya era hora! Pensé
que habíais ido a Melilla a por la harina.- El sargento Fresno explicó
brevemente el ejercicio del día siguiente en el que tenían que apoyar desde el
mar a los coes y finalmente se retiró a su apartamento.
Una vez solos los
marineros, Santiago y el cabo explicaron al resto como habían tenido que entrar
a la roca y el camino por los túneles con descripción de la sala de los huesos
incluida. También les mostraron la bolsa que habían obtenido de los mehaznis en
la que había una considerable cantidad de marihuana, suficiente si se
administraban bien para acabar el destacamento.
Pasaron los días de
forma indolente, igual que durante todo aquel mes de agosto. Quedaba ya muy
poco para la vuelta a Melilla y como cada día desde que habían llegado a
primeros de mes, se fueron con Chupetín a levantar los aparejos a ver si habían
conseguido pescar algo. Santiago observó cómo los enjambres de pececillos que vivían junto a las verticales
paredes submarinas, aquel día se encontraban muy próximos a la superficie y le
pregunto al sargento el porqué de aquel cambio en las costumbres de los peces.
-Va a haber pronto un
temporal- Contestó Chupetín con absoluta seguridad, aunque no se veía ni una
sola nube en el horizonte y el mar estaba liso como un plato.
Los primeros cebos
como de costumbre estaban comidos por los peces pero en uno de los cordeles
junto a la punta un gran pez había arrancado de cuajo el nailon y el anzuelo
del aparejo. En el siguiente cordel, que distaba del anterior una cincuentena
de metros había algo enganchado. Debía de ser muy grande por que pegó un tirón
que obligo a los marineros a soltar el cordel. Fueron poco a poco acortando la
línea afirmándola en una cornamusa. Fresno cortó el cordel e hizo que bogaran
hacia aguas más profundas para que el pez no pudiese enrocarse. Finalmente tras
más de dos horas de lucha el mero estaba a la vista ¡Era enorme! Debía pesar
más de 70 kg. Lo acercaron hasta el costado de la embarcación y ayudados por
los garfios de pescar pulpos, finalmente lo subieron al chinchorro. Cuando
llegaron a la playa con aquel “monstruo marino”, los mehaznis y los moros que
vivían en las casuchas que había frente al peñón, ponían unos ojos como platos
al ver en poder del “sargento de los cordeles” al abuelo de los meros de
aquellas aguas. Todo el mundo se quiso fotografiar con el gran pez. Un listillo
de las coes le metió un dedo en la boca al mero que ya llevaba más de 2 horas
fuera del agua y el bicho en su agonía aún tuvo fuerzas para cerrar las
mandíbulas y romperle un par de falanges a aquel atrevido. El mero dio de comer
un par de días a toda la guarnición, mero a la parrilla y una rica sopa.
Chupetín que andaba en aquellos momentos como flotando en una nube se saltó su
particular ley seca y bebió un par de vasos de vino degustando la blanca carne
de aquel enemigo viejo con el que había mantenido un pulso de constancia y
astucia desde largo tiempo atrás. Como había predicho el sargento al ver a los
pececillos a flor de agua, aquella noche estalló una violentísima tormenta.
Finalmente regresaron
los negros helicópteros y trasladaron a Melilla a los miembros de la cia mar en
un vuelo mucho más agitado que el de la ida, a causa del temporal. Lo primero
que hizo Santiago nada más llegar fue intentar hablar con María, pero ésta no
se encontraba en casa. Lo intentó más tarde y en los días siguientes pero el
resultado todas las veces fue el mismo.
Antonio era un hombre
alto y fuerte con manos nudosas por el trabajo de toda una vida como patrón de
pesca. Era, después del capitán Villalba, el miembro más viejo de la Compañía
de Mar de Melilla, aunque sólo tenía el empleo de sargento primero calafate.
Calafate o carpintero de rivera es un oficio hoy prácticamente perdido. Los
calafates eran los encargados de “calafatear”, reparar e impermeabilizar las embarcaciones
de madera. Era tío de Vela y de Luna aunque a diferencia de estos, el calafate
era una buena persona. Siempre vestía de civil y los marineros le trataban de
usted y le llamaban Antonio a secas. Después de toda una vida en la pesca,
había aceptado entrar en “el negocio familiar” pero Antonio no tenía ninguna
inclinación hacia lo militar. Enseñaba a los chavales las “cositas de la mar” y
era el encargado de recoger el correo y los giros postales que los marineros
recibían.
Aquella mañana el
sargento primero calafate nombró a Santiago Reche entre los destinatarios de
las cartas llegadas a la compañía. En el remite de su carta figuraba “María
Medrano Muñoz” La misiva decía lo siguiente:
Córdoba 3 de septiembre de 1986
Querido Santiago:
Espero que todo
vaya bien por Melilla y que no te estén puteando demasiado en la cueva.
Desde que te
fuiste al Peñón de Vélez te he echado mucho de menos, pero estoy confusa.
Aunque hemos estado muy a gusto mientras hemos estado juntos, creo que no es
posible mantener una relación a distancia.
Recientemente he
coincidido en la universidad con Javier, mi antiguo novio, el cual me ha pedido
volver con él. Sé que mis palabras te van a hacer daño por eso creo que lo
mejor es que te lo diga directamente sin ningún tipo de rodeos. Le voy a dar
una nueva oportunidad. El fue el primero y somos dos personas que tenemos
muchas cosas en común.
Ha sido muy bonito
conocerte y quién sabe lo que el futuro nos puede deparar. Si quieres a tu
licencia hablamos pero te pediría que hasta entonces no intentes ponerte en
contacto conmigo.
Un beso, María.
PD.
Por supuesto
puedes contar con mi ayuda en la investigación de cualquier asunto relacionado con la muerte
del cabo Jorge Fuster.
Santiago se metió la
carta en un bolsillo del pantalón y se quedó solo en un banco de la sala
principal de la cueva mirando fijamente a los gruesos muros hasta que terminó
el alto de la mañana y volvió a la faena que le habían encomendado.
Continuará….
Dr Miriquituli.