EL REY MENDIGO
A partir de la muerte de
Pedro I de Castilla, su hermanastro comenzó a reinar como Enrique II, el primer
rey de la dinastía Trastámara.
Su primera medida fue
conceder un perdón general para todos los que hubieran luchado al lado del
Cruel (Para muchos el Justiciero).
Tanto el caballero Elías
Guzmán, como Álvaro Dueñas, como un servidor entramos al servicio del nuevo monarca.
Pese a que Enrique era
inteligente y conciliador, la paz no duró demasiado. Poco tiempo después de
Montiel, el rey Fernando de Portugal reclamó su derecho al trono y se entabló
una guerra entre el país vecino y Castilla, con el apoyo francés a los
castellanos y el inglés a los portugueses; éste último, personalizado en el
duque de Lancaster D. Juan de Gante, hermano del Príncipe Negro. Eduardo de
Woodstock por aquel entonces sólo era una sombra de lo que había sido y después
de la guerra de los dos hermanos, nunca más volvió a comandar un ejército.
Sir Edmund le había cogido
el gusto a esta tierra y tras la retirada de su señor había seguido en Castilla
haciendo la guerra por su cuenta, hora contra los partidarios de Pedro, hora
contra los de Enrique.
De nuevo el paladín tenía
un señor y un estandarte bajo el que pelear.
La guerra duró apenas un
año y termino por el agotamiento de los contendientes y gracias a la mediación
del Papa.
Aunque no hubo grandes
batallas, las sangrientas hazañas de Sir Edmund llegaron hasta nuestros oídos
en la corte. En estas, siempre se cumplía un mismo patrón. Castillos o aldeas
eran atacados durante la noche. Al día siguiente se descubría a todos los
habitantes muertos y en muchos casos horriblemente mutilados.
Enrique II de Trastámara,
informado de las actividades del paladín inglés por Elías Guzmán, organizo con
éste un grupo para perseguir y aniquilar a Sir Edmund y a sus hombres.
Ahora el escenario de la
guerra se trasladaba a la frontera de Castilla y Portugal, una zona que Elías
natural de Zamora y Álvaro de Dueñas conocían a la perfección.
El nuevo Rey les entregó
un centenar de hombres. Nada de nobles, ni caballeros de brillante armadura,
sino pastores, cazadores y montaraces capaces de seguir rastros y moverse por
los montes como si de animales salvajes se tratara.
Al principio, la búsqueda
resultó infructuosa. D. Elías y Álvaro de Dueñas siempre iban un paso por
detrás del paladín que se movía con soltura a uno y otro lado de la frontera.
Solamente sabían de su presencia, por la destrucción que su paso iba dejando.
Tras meses de seguirle, el encuentro se produjo en una zona abrupta a orillas del Duero que
llaman los Arribes y que hace frontera entre los dos reinos.
A los ingleses, que venían
cargados con el botín de muchos días de saqueo y muerte, les esperaba un
nutrido grupo de montaraces armados con ballestas. Los hombres de Sir Edmund se
dirigían despreocupados hacia la trampa, solamente el paladín sobre su negro
caballo miraba a un lado y a otro e incluso parecía que olfateaba el aire.
Antes de que volase el
primer virote, el inglés ya había desenfundado su larga espada y cargaba
contra los atacantes. Sus hombres, sorprendidos por los castellanos, caían como
espigas bajo la guadaña. Entonces hicieron su aparición en el campo el
caballero Elías, Álvaro de Dueñas y un grupo de jinetes que cargaron contra los
desconcertados ingleses.
Sin perder un ápice la
calma, Sir Edmund reagrupó a los hombres que quedaban en pie y atacó con
decisión. Su mandoble líquido visto y no visto a un buen número de atacantes,
pero entonces el joven Álvaro de Dueñas cargó contra él volteando su mangual.
Poco le faltó al escudero para derribarle, pero éste, girando sobre
su silla logró esquivar el golpe.
Los ingleses
supervivientes consiguieron romper el cerco con su líder a la cabeza. A galope
tendido cruzaron la frontera por un vado del Duero y al otro lado del río se
plantaron con sus arcos.
Elías Guzmán, sabedor del
alcance de las armas inglesas, permaneció montado con sus hombres en la orilla
opuesta. Largo rato se miraron los dos grupos. El zamorano, pese a su
superioridad numérica, considerando la carnicería que las flechas inglesas
harían sobre sus hombres cruzando el río, desistió de atacar en aquella
jornada. Adelantó su caballo al tiempo que Sir Edmund hacía lo propio, asintió y
volvió culpas hacia las tierras castellanas.
Cuando el paladín
considero que los castellanos estaban suficientemente lejos, ordenó montan a
sus hombres y emprendieron la retirada.
En el campo habían quedado
los frutos del saqueo inglés, ganado, paños, armas y media docena de niños y
niñas de corta edad que transportaban atados y amordazados.
Aquel asunto de los niños
llegó hasta la corte y en la paz que se firmó con la mediación del Papa
Gregorio XI, se pidió una condena por brujería para Sir Edmund, pero ni
ingleses ni portugueses estaban dispuestos a renunciar a un aliado tan valioso
y eficiente para los conflictos, que muy previsiblemente, se habrían de
declarar en breve.
Como era de esperar, la
posición de Enrique II no era demasiado sólida en el trono. Los grandes nobles
que le habían apoyado en el pleito con su hermanastro Pedro reclamaban más y
más prebendas y actuaban con criminal arbitrariedad sobre sus súbitos sin que
éstos pudieran recurrir a la justicia del rey, ya que este se inhibía de su
obligación no fuera a ser que las veladas acusaciones de traidor y fratricida
que en privado se hacían sobre él, se transforman en públicas.
Así es como el primer rey
de la dinastía Trastámara pasó a ser conocido como “el de las Mercedes”, por
las muchas y vergonzantes cesiones que tuvo que hacer ante los grandes del
reino.
El perdón otorgado en la
reciente guerra civil a sus adversarios mantuvo latente un partido pedrista,
que no dudaba en conspirar de forma bastante evidente con Portugal e
Inglaterra.
Apenas un año y medio
después de la firma de la paz, se reanudaron las hostilidades y Sir Edmund
volvió de sus tierras con hombres de refresco a devastar la frontera, pero esto
apenas tuvo efecto.
La guerra se dirimió en el
mar. La escuadra castellana batió varias veces a la portuguesa, y a la inglesa
le endosó una derrota aplastante en La Rochelle.
Sin el apoyo inglés, el
rey Fernando I de Portugal se apresuró a firmar la paz con Enrique y durante
una década, ingleses y portugueses renunciaron a sus aspiraciones sobre
Castilla.
LA GUERRA DE LOS DOS HERMANOS
El rey Pedro I y el
Príncipe Negro, cruzaron de Tolosa a Navarra y de ahí a Castilla con un
imponente ejército formado por ingleses, castellanos y mercenarios de toda
Europa.
Al paso por el reino
pirenaico, Carlos II de Navarra, al que apodaban “el Malo”, cedió al ejército
de Pedro quinientas lanzas más.
Nosotros, nos unimos a las
huestes del rey cerca de Santo Domingo de la Calzada.
Los castellanos nos
hicieron grandes fiestas y el rey nos recibió con mucho agasajo, no así los
ingleses a su paladín.
Los súbditos del rey
Enrique, temían tanto como despreciaban (siempre en privado) a Edmund de
Coussendsy.
A pesar de esto, el
paladín presentose ante el Príncipe Negro y postrado de rodillas beso sus
manos.
El homenaje del paladín, lejos
de parecer una muestra de sumisión de un súbdito a su señor, más parecía que lo
fuera del Príncipe Negro a su supuesto vasallo.
Eduardo de Woodstock
aguantaba estoico el juramento de fidelidad que el caballero le brindaba,
mientras que éste le tenía firmemente asido por las manos con aquellas garras
que remataban sus brazos.
Ante el malestar que
despertaba la presencia del señor de Coussendsy en el campamento inglés, el
Príncipe Negro le ordenó partir para contrarrestar la guerra de guerrillas que
tan inteligentemente estaba haciendo Enrique de Trastámara, sabedor de su
inferioridad en una batalla en campo abierto.
El acoso de las fuerzas
leales a don Pedro y el importante concurso del inglés, pronto dieron sus
frutos.
A finales de marzo, se
pudo acorralar a Enrique y sus partidarios en Nájera, justo donde pocos años
atrás Pedro había tenido a su hermanastro a su merced y le había dejado escapar
indemne.
La batalla se presentó el
sábado 3 de abril del año de Nuestro Señor 1367, en unos llanos frente a la
fortaleza que domina el camino de Navarrete y que por aquel entonces aún
permanecía en manos del bastardo.
Durante todo el invierno
anterior no habíamos vuelto a ver a Sir Edmund, que el día de la batalla compareció
junto con sus hombres montado en su enorme caballo negro.
El príncipe Eduardo de
Woodstock, lo puso a la vanguardia de sus tropas.
Los ingleses cavaron
zanjas y las erizaron de afiladas estacas, protegiendo el real y a sus arqueros
de una carga de la caballería.
El paladín, imponente
sobre su montura, con una gran espada desenvainada en su mano diestra,
observaba con ojo experto los preparativos de sus hombres.
El ejército del rey Pedro
fue el que avanzó primero, infundiendo el temor en los hombres de su
hermanastro.
Muchos castellanos del
bando de don Enrique, desertaron en aquel momento. Sólo las Compañías Blancas,
al mando del caballero gascón D. Beltrán Duguesclin, supieron aguantar el
embate e incluso tomaron la iniciativa de la lucha, en un intento desesperado de
que los pedristas no les pasarán por encima como las olas de un mar
embravecido.
Los mercenarios franceses
trabaron combate cuerpo a cuerpo con dagas y hachas, no dejando sitio para
batirse a caballo con lanzas y espadas.
Al principio la jugada les
salió bien, pero entonces Sir Edmund mandó a sus arqueros descargar sus flechas
sobre los combatientes a pesar del riesgo de herir a los de su propio bando,
como de hecho sucedió.
Beltrán Duguesclin y sus
hombres tuvieron que retirarse, ya que habían dejado sus escudos atrás y no
tenían medios con que defenderse de la mortal granizada de afiladas flechas.
Enrique de Trastámara, después
de tantos esfuerzos realizados y viendo el grave peligro en que se encontraba
su persona y su causa, con gran valor se puso la cabeza de sus leales, cargando
a toda rienda contra el ejército de su hermanastro.
Los castellanos por
aquella época solían llevar armaduras ligeras al estilo moro, a diferencia de
los franceses y sus caballos, que iban fuertemente acorazados.
Las flechas inglesas
causaron grande daño en la caballería del de Trastámara y muchos jinetes fueron
desmontados, heridos o muertos.
Finalmente, también hubo
de retroceder don Enrique, abandonado en la lucha por la mayoría de sus
hombres.
En ese momento, el
Príncipe Negro y el rey Pedro avanzaron juntos, poniendo en fuga al resto del
ejército rebelde.
La jornada se cerró con
unos pocos cientos de bajas por el lado realista y más de la mitad del Ejército
de Enrique aniquilado o prisionero.
Edmund de Coussendsy y sus
hombres se dedicaron a rematar a los caídos en el campo y emprendieron una
sañuda persecución de los vencidos, la noche que siguió a la batalla.
En la tienda principal del
cuartel realista, Pedro de Castilla, el Príncipe Negro y el resto de los comandantes
del bando vencedor esperaban noticias del campo de batalla.
Cuando supieron que el
hermanastro del rey no se encontraba entre los caídos, ni entre los
prisioneros, el Príncipe Negro exclamó apesadumbrado “¡NADA ESTÁ HECHO!”
Enrique de Trastámara
había logrado huir junto con algunos de sus caballeros leales, Beltrán
Duguesclin y la mayoría de las Compañías Blancas.
Poco tiempo después, a
pesar de la implacable persecución de Sir Edmund, los rebeldes consiguieron
pasar a Aragón y de ahí a Francia.
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Después de Nájera, las
relaciones entre el rey de Castilla y el Príncipe Negro se fueron deteriorando,
lenta pero inexorablemente.
Con D. Enrique en el
exilio, el inglés no tardó en reclamar la paga prometida.
Los rescates de los nobles
capturados durante la batalla permitieron algún tiempo abonar las soldadas de
los muchos mercenarios que se habían reclutado.
Cuando faltó el oro, las
tropas sobre el terreno que estaban sufriendo mucha hambre y enfermedades,
comenzaron a cometer toda clase de desmanes contra las propiedades y las
personas del reino.
Pedro I, que o no tenía
con que pagar o que en realidad nunca había tenido la intención de hacerlo, en
prenda de buena fe entregó a sus hijas en matrimonio a los otros hijos del rey
Eduardo de Inglaterra que aún permanecían solteros.
A pesar de esto, el
Príncipe Negro se hallaba en una situación personal muy apurada, ya que había
empeñado su palabra con los numerosos señores que le habían prestado ayuda en
la guerra y tenía vacías sus arcas.
Todo aquello fue
llevándole a un estado de profunda melancolía, que devino en una enfermedad.
Cuando finalmente Eduardo
de Woodstock abandonó Castilla, era ya un hombre acabado. El heredero al trono
inglés no había sido derrotado jamás en batalla alguna, pero la paz terminó con
su crédito y con su salud.
De esta forma quedó Pedro
I como teórico único vencedor de aquella guerra, aunque la realidad era muy distinta…
La mayoría de los nobles
castellanos seguían siendo más partidarios de su hermanastro Enrique que de él.
Con el impago al ejército
del Príncipe Negro, el rey de Castilla había quedado aislado
internacionalmente.
Los únicos que en aquella
situación de quiebra le apoyaban y financiaban, eran los judíos de las ciudades
castellanas. Con este apoyo, el rey se granjeaba el odio de la Iglesia y del pueblo
llano, que aborrecía y envidiaba a los prósperos hebreos.
Sin más recursos, Pedro I
comenzó a cometer todo tipo de violencias y arbitrariedades contra los nobles
vencidos, lo que supuso que le endosaran el apelativo de “el Cruel” con el que
habría de pasar a la historia.
En este estado de cosas, de
nuevo con el apoyo y el dinero del rey de Francia, no tardo en volver al reino
Enrique de Trastámara aglutinando en su bando a todos los descontentos.
Reanudada la guerra civil,
Pedro fue perdiendo terreno lenta pero inexorablemente y junto con sus últimos
partidarios se vio sitiado en la fortaleza de Montiel dos años después de la
batalla de Nájera.
Fiel a su carácter
intrigante, el rey de Castilla intentó a la desesperada tratar de ganar para su
causa al caballero Beltrán
Duguesclin y a las Compañías Blancas.
El francés, que no había
barajado nunca la posibilidad de traicionar al señor que tan espléndidamente le
pagaba, fingió interesarse en la oferta del rey Pedro y acordó con él una
entrevista.
Cuando estaban negociando
en la tienda del mercenario, presentose allí don Enrique fuertemente armado.
Ambos hermanos en seguida
trabaron un combate cuerpo a cuerpo.
Pedro, que era más fuerte
y corpulento, pronto tuvo a su merced a Enrique, pero entonces intervino
Beltrán Duguesclin, que dio la vuelta al rey y le sujetó por los brazos para
que su señor pudiera apuñalarlo.
Con Pedro I muerto, su
hermanastro hizo llamar al verdugo y este le separó la cabeza del cuerpo con un
hacha y la clavó en una pica, para gran regocijo del bando rebelde.
Yo estaba junto al
caballero Elías y a Álvaro de Dueñas, cuando exhibieron la cabeza cortada de
Pedro I frente a las murallas de la fortaleza de Montiel.
Los pocos partidarios que
aún permanecíamos fieles al bando del difunto, rendimos sin condiciones la
fortaleza.
A mis amigos los apresaron
y desarmaron, pero tengo que decir que no se cometió ninguna violencia contra
ellos aquel día.