domingo, 19 de abril de 2020

LA CRÓNICA DE GRIJELMO-EL REY MENDIGO


EL REY MENDIGO



A partir de la muerte de Pedro I de Castilla, su hermanastro comenzó a reinar como Enrique II, el primer rey de la dinastía Trastámara.

Su primera medida fue conceder un perdón general para todos los que hubieran luchado al lado del Cruel (Para muchos el Justiciero).

Tanto el caballero Elías Guzmán, como Álvaro Dueñas, como un servidor entramos al servicio del nuevo monarca.

Pese a que Enrique era inteligente y conciliador, la paz no duró demasiado. Poco tiempo después de Montiel, el rey Fernando de Portugal reclamó su derecho al trono y se entabló una guerra entre el país vecino y Castilla, con el apoyo francés a los castellanos y el inglés a los portugueses; éste último, personalizado en el duque de Lancaster D. Juan de Gante, hermano del Príncipe Negro. Eduardo de Woodstock por aquel entonces sólo era una sombra de lo que había sido y después de la guerra de los dos hermanos, nunca más volvió a comandar un ejército.

Sir Edmund le había cogido el gusto a esta tierra y tras la retirada de su señor había seguido en Castilla haciendo la guerra por su cuenta, hora contra los partidarios de Pedro, hora contra los de Enrique.

De nuevo el paladín tenía un señor y un estandarte bajo el que pelear.

La guerra duró apenas un año y termino por el agotamiento de los contendientes y gracias a la mediación del Papa.

Aunque no hubo grandes batallas, las sangrientas hazañas de Sir Edmund llegaron hasta nuestros oídos en la corte. En estas, siempre se cumplía un mismo patrón. Castillos o aldeas eran atacados durante la noche. Al día siguiente se descubría a todos los habitantes muertos y en muchos casos horriblemente mutilados.

Enrique II de Trastámara, informado de las actividades del paladín inglés por Elías Guzmán, organizo con éste un grupo para perseguir y aniquilar a Sir Edmund y a sus hombres.

Ahora el escenario de la guerra se trasladaba a la frontera de Castilla y Portugal, una zona que Elías natural de Zamora y Álvaro de Dueñas conocían a la perfección.

El nuevo Rey les entregó un centenar de hombres. Nada de nobles, ni caballeros de brillante armadura, sino pastores, cazadores y montaraces capaces de seguir rastros y moverse por los montes como si de animales salvajes se tratara.

Al principio, la búsqueda resultó infructuosa. D. Elías y Álvaro de Dueñas siempre iban un paso por detrás del paladín que se movía con soltura a uno y otro lado de la frontera. Solamente sabían de su presencia, por la destrucción que su paso iba dejando.

Tras meses de seguirle, el encuentro se produjo en una zona abrupta a orillas del Duero que llaman los Arribes y que hace frontera entre los dos reinos.

A los ingleses, que venían cargados con el botín de muchos días de saqueo y muerte, les esperaba un nutrido grupo de montaraces armados con ballestas. Los hombres de Sir Edmund se dirigían despreocupados hacia la trampa, solamente el paladín sobre su negro caballo miraba a un lado y a otro e incluso parecía que olfateaba el aire.

Antes de que volase el primer virote, el inglés ya había desenfundado su larga espada y cargaba contra los atacantes. Sus hombres, sorprendidos por los castellanos, caían como espigas bajo la guadaña. Entonces hicieron su aparición en el campo el caballero Elías, Álvaro de Dueñas y un grupo de jinetes que cargaron contra los desconcertados ingleses.

Sin perder un ápice la calma, Sir Edmund reagrupó a los hombres que quedaban en pie y atacó con decisión. Su mandoble líquido visto y no visto a un buen número de atacantes, pero entonces el joven Álvaro de Dueñas cargó contra él volteando su mangual. Poco le faltó al escudero para derribarle, pero éste, girando sobre su silla logró esquivar el golpe.

Los ingleses supervivientes consiguieron romper el cerco con su líder a la cabeza. A galope tendido cruzaron la frontera por un vado del Duero y al otro lado del río se plantaron con sus arcos.

Elías Guzmán, sabedor del alcance de las armas inglesas, permaneció montado con sus hombres en la orilla opuesta. Largo rato se miraron los dos grupos. El zamorano, pese a su superioridad numérica, considerando la carnicería que las flechas inglesas harían sobre sus hombres cruzando el río, desistió de atacar en aquella jornada. Adelantó su caballo al tiempo que Sir Edmund hacía lo propio, asintió y volvió culpas hacia las tierras castellanas.

Cuando el paladín considero que los castellanos estaban suficientemente lejos, ordenó montan a sus hombres y emprendieron la retirada.

En el campo habían quedado los frutos del saqueo inglés, ganado, paños, armas y media docena de niños y niñas de corta edad que transportaban atados y amordazados.

Aquel asunto de los niños llegó hasta la corte y en la paz que se firmó con la mediación del Papa Gregorio XI, se pidió una condena por brujería para Sir Edmund, pero ni ingleses ni portugueses estaban dispuestos a renunciar a un aliado tan valioso y eficiente para los conflictos, que muy previsiblemente, se habrían de declarar en breve.

Como era de esperar, la posición de Enrique II no era demasiado sólida en el trono. Los grandes nobles que le habían apoyado en el pleito con su hermanastro Pedro reclamaban más y más prebendas y actuaban con criminal arbitrariedad sobre sus súbitos sin que éstos pudieran recurrir a la justicia del rey, ya que este se inhibía de su obligación no fuera a ser que las veladas acusaciones de traidor y fratricida que en privado se hacían sobre él, se transforman en públicas.

Así es como el primer rey de la dinastía Trastámara pasó a ser conocido como “el de las Mercedes”, por las muchas y vergonzantes cesiones que tuvo que hacer ante los grandes del reino.

El perdón otorgado en la reciente guerra civil a sus adversarios mantuvo latente un partido pedrista, que no dudaba en conspirar de forma bastante evidente con Portugal e Inglaterra.

Apenas un año y medio después de la firma de la paz, se reanudaron las hostilidades y Sir Edmund volvió de sus tierras con hombres de refresco a devastar la frontera, pero esto apenas tuvo efecto.

La guerra se dirimió en el mar. La escuadra castellana batió varias veces a la portuguesa, y a la inglesa le endosó una derrota aplastante en La Rochelle.

Sin el apoyo inglés, el rey Fernando I de Portugal se apresuró a firmar la paz con Enrique y durante una década, ingleses y portugueses renunciaron a sus aspiraciones sobre Castilla.


jueves, 9 de abril de 2020

LA CRÓNICA DE GRIJELMO-LA GUERRA DE LOS DOS HERMANOS


                            



LA GUERRA DE LOS DOS HERMANOS



El rey Pedro I y el Príncipe Negro, cruzaron de Tolosa a Navarra y de ahí a Castilla con un imponente ejército formado por ingleses, castellanos y mercenarios de toda Europa.

Al paso por el reino pirenaico, Carlos II de Navarra, al que apodaban “el Malo”, cedió al ejército de Pedro quinientas lanzas más.

Nosotros, nos unimos a las huestes del rey cerca de Santo Domingo de la Calzada.

Los castellanos nos hicieron grandes fiestas y el rey nos recibió con mucho agasajo, no así los ingleses a su paladín.

Los súbditos del rey Enrique, temían tanto como despreciaban (siempre en privado) a Edmund de Coussendsy.

A pesar de esto, el paladín presentose ante el Príncipe Negro y postrado de rodillas beso sus manos.

El homenaje del paladín, lejos de parecer una muestra de sumisión de un súbdito a su señor, más parecía que lo fuera del Príncipe Negro a su supuesto vasallo.

Eduardo de Woodstock aguantaba estoico el juramento de fidelidad que el caballero le brindaba, mientras que éste le tenía firmemente asido por las manos con aquellas garras que remataban sus brazos.

Ante el malestar que despertaba la presencia del señor de Coussendsy en el campamento inglés, el Príncipe Negro le ordenó partir para contrarrestar la guerra de guerrillas que tan inteligentemente estaba haciendo Enrique de Trastámara, sabedor de su inferioridad en una batalla en campo abierto.

El acoso de las fuerzas leales a don Pedro y el importante concurso del inglés, pronto dieron sus frutos.

A finales de marzo, se pudo acorralar a Enrique y sus partidarios en Nájera, justo donde pocos años atrás Pedro había tenido a su hermanastro a su merced y le había dejado escapar indemne.

La batalla se presentó el sábado 3 de abril del año de Nuestro Señor 1367, en unos llanos frente a la fortaleza que domina el camino de Navarrete y que por aquel entonces aún permanecía en manos del bastardo.

Durante todo el invierno anterior no habíamos vuelto a ver a Sir Edmund, que el día de la batalla compareció junto con sus hombres montado en su enorme caballo negro.

El príncipe Eduardo de Woodstock, lo puso a la vanguardia de sus tropas.

Los ingleses cavaron zanjas y las erizaron de afiladas estacas, protegiendo el real y a sus arqueros de una carga de la caballería.

El paladín, imponente sobre su montura, con una gran espada desenvainada en su mano diestra, observaba con ojo experto los preparativos de sus hombres.

El ejército del rey Pedro fue el que avanzó primero, infundiendo el temor en los hombres de su hermanastro.

Muchos castellanos del bando de don Enrique, desertaron en aquel momento. Sólo las Compañías Blancas, al mando del caballero gascón D. Beltrán Duguesclin, supieron aguantar el embate e incluso tomaron la iniciativa de la lucha, en un intento desesperado de que los pedristas no les pasarán por encima como las olas de un mar embravecido.

Los mercenarios franceses trabaron combate cuerpo a cuerpo con dagas y hachas, no dejando sitio para batirse a caballo con lanzas y espadas.

Al principio la jugada les salió bien, pero entonces Sir Edmund mandó a sus arqueros descargar sus flechas sobre los combatientes a pesar del riesgo de herir a los de su propio bando, como de hecho sucedió.

Beltrán Duguesclin y sus hombres tuvieron que retirarse, ya que habían dejado sus escudos atrás y no tenían medios con que defenderse de la mortal granizada de afiladas flechas.

Enrique de Trastámara, después de tantos esfuerzos realizados y viendo el grave peligro en que se encontraba su persona y su causa, con gran valor se puso la cabeza de sus leales, cargando a toda rienda contra el ejército de su hermanastro.

Los castellanos por aquella época solían llevar armaduras ligeras al estilo moro, a diferencia de los franceses y sus caballos, que iban fuertemente acorazados.

Las flechas inglesas causaron grande daño en la caballería del de Trastámara y muchos jinetes fueron desmontados, heridos o muertos.

Finalmente, también hubo de retroceder don Enrique, abandonado en la lucha por la mayoría de sus hombres.

En ese momento, el Príncipe Negro y el rey Pedro avanzaron juntos, poniendo en fuga al resto del ejército rebelde.

La jornada se cerró con unos pocos cientos de bajas por el lado realista y más de la mitad del Ejército de Enrique aniquilado o prisionero.

Edmund de Coussendsy y sus hombres se dedicaron a rematar a los caídos en el campo y emprendieron una sañuda persecución de los vencidos, la noche que siguió a la batalla.

En la tienda principal del cuartel realista, Pedro de Castilla, el Príncipe Negro y el resto de los comandantes del bando vencedor esperaban noticias del campo de batalla.

Cuando supieron que el hermanastro del rey no se encontraba entre los caídos, ni entre los prisioneros, el Príncipe Negro exclamó apesadumbrado “¡NADA ESTÁ HECHO!”

Enrique de Trastámara había logrado huir junto con algunos de sus caballeros leales, Beltrán Duguesclin y la mayoría de las Compañías Blancas.

Poco tiempo después, a pesar de la implacable persecución de Sir Edmund, los rebeldes consiguieron pasar a Aragón y de ahí a Francia.



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Después de Nájera, las relaciones entre el rey de Castilla y el Príncipe Negro se fueron deteriorando, lenta pero inexorablemente.

Con D. Enrique en el exilio, el inglés no tardó en reclamar la paga prometida.

Los rescates de los nobles capturados durante la batalla permitieron algún tiempo abonar las soldadas de los muchos mercenarios que se habían reclutado.

Cuando faltó el oro, las tropas sobre el terreno que estaban sufriendo mucha hambre y enfermedades, comenzaron a cometer toda clase de desmanes contra las propiedades y las personas del reino.

Pedro I, que o no tenía con que pagar o que en realidad nunca había tenido la intención de hacerlo, en prenda de buena fe entregó a sus hijas en matrimonio a los otros hijos del rey Eduardo de Inglaterra que aún permanecían solteros.

A pesar de esto, el Príncipe Negro se hallaba en una situación personal muy apurada, ya que había empeñado su palabra con los numerosos señores que le habían prestado ayuda en la guerra y tenía vacías sus arcas.

Todo aquello fue llevándole a un estado de profunda melancolía, que devino en una enfermedad.

Cuando finalmente Eduardo de Woodstock abandonó Castilla, era ya un hombre acabado. El heredero al trono inglés no había sido derrotado jamás en batalla alguna, pero la paz terminó con su crédito y con su salud.

De esta forma quedó Pedro I como teórico único vencedor de aquella guerra, aunque la realidad era muy distinta…

La mayoría de los nobles castellanos seguían siendo más partidarios de su hermanastro Enrique que de él.

Con el impago al ejército del Príncipe Negro, el rey de Castilla había quedado aislado internacionalmente.

Los únicos que en aquella situación de quiebra le apoyaban y financiaban, eran los judíos de las ciudades castellanas. Con este apoyo, el rey se granjeaba el odio de la Iglesia y del pueblo llano, que aborrecía y envidiaba a los prósperos hebreos.

Sin más recursos, Pedro I comenzó a cometer todo tipo de violencias y arbitrariedades contra los nobles vencidos, lo que supuso que le endosaran el apelativo de “el Cruel” con el que habría de pasar a la historia.

En este estado de cosas, de nuevo con el apoyo y el dinero del rey de Francia, no tardo en volver al reino Enrique de Trastámara aglutinando en su bando a todos los descontentos.

Reanudada la guerra civil, Pedro fue perdiendo terreno lenta pero inexorablemente y junto con sus últimos partidarios se vio sitiado en la fortaleza de Montiel dos años después de la batalla de Nájera.

Fiel a su carácter intrigante, el rey de Castilla intentó a la desesperada tratar de ganar para su causa al caballero Beltrán Duguesclin y a las Compañías Blancas.

El francés, que no había barajado nunca la posibilidad de traicionar al señor que tan espléndidamente le pagaba, fingió interesarse en la oferta del rey Pedro y acordó con él una entrevista.

Cuando estaban negociando en la tienda del mercenario, presentose allí don Enrique fuertemente armado.

Ambos hermanos en seguida trabaron un combate cuerpo a cuerpo.

Pedro, que era más fuerte y corpulento, pronto tuvo a su merced a Enrique, pero entonces intervino Beltrán Duguesclin, que dio la vuelta al rey y le sujetó por los brazos para que su señor pudiera apuñalarlo.

Con Pedro I muerto, su hermanastro hizo llamar al verdugo y este le separó la cabeza del cuerpo con un hacha y la clavó en una pica, para gran regocijo del bando rebelde.

Yo estaba junto al caballero Elías y a Álvaro de Dueñas, cuando exhibieron la cabeza cortada de Pedro I frente a las murallas de la fortaleza de Montiel.

Los pocos partidarios que aún permanecíamos fieles al bando del difunto, rendimos sin condiciones la fortaleza.

A mis amigos los apresaron y desarmaron, pero tengo que decir que no se cometió ninguna violencia contra ellos aquel día.