viernes, 23 de marzo de 2018

LAS NAVIDADES ESPECIALES DEL NIÑO ROBERTO


Corrían el mes de diciembre de 1953. El niño Roberto jugaba con otros chavales en el descampado frente a la casa que sus padres habían construido en el poblado del Pozo del Tío Raimundo. La casa baja, pulcramente encalada, estaba construida con mucho arte y con materiales defectuoso recuperados de alguna escombrera o directamente  escamoteados en alguna obra en la que el cabeza de familia se había empleado.

Entre los montones de basura, aquellos niños procedentes de pueblos pobres  de los cuatro puntos cardinales de la geografía ibérica, trataban de engañar el hambre chupando las raíces de paloduz que habían desenterrado junto al curso  de un arroyo helado que corría paralelo a las vías del tren.

Roberto obediente, antes de irse a jugar había  limpiado el corral donde cerca de cien lustrosos pavos blancos engordaban para ser vendidos y consumidos durante  las cercanas navidades en las mesas de los ricos. El niño Roberto pensaba para sí “esos pavos son los que mejor comen de la casa” y era verdad, nunca les faltaba el maíz, ni la cebada, ni el trigo. Su padre compraba sacos de pan duro en una panificadora del Puente de Vallecas, que guardaba en un cobertizo cerrado con un cerrojo. Además de aquellos manjares por los que Roberto había recibido más de una colleja al tratar de robar una pequeña porción, todas las mañanas muy temprano salía con su padre a segar la poca hierba que encontraban, para alimento de aquellas grandes aves de corral.

Ahora que el invierno se cernía sobre el suburbio, el niño Roberto había dejado de segar hierba por las mañanas, principalmente porque las recias heladas mañaneras habían arrasado cualquier rastro de verde. El campo pardo dormía y con él, el niño Roberto que recientemente había acabado en la escuela hasta después de las fiestas, aquella escuela nueva que unos jesuitas con fama de “rojos” habían construido con sus propias manos y la ayuda esporádica de algún vecino como su padre. Roberto no sabía que eran los rojos, pero si todos eran como el padre Llanos, aquel cura de gafas que siempre le daba un vaso de leche en polvo y pan con chocolate, no debían de ser tan mala gente aquellos "rojos".

El niño Roberto se levantó de la cama. Sus padres ya hacía rato que  estaban levantados. El padre apuró la taza de sucedáneo de café y tras besar a su mujer y a su hijo se puso la boina y una corta bufanda de puntos muy apretados y se marchó al trabajo.

Con el mismo ovillo con el  que había tejido la bufanda del padre, la madre de Roberto estaba acabando un gorro de lana para él. En cuanto que terminó su taza de achicoria y unas galletas obsequio de los jesuitas, su madre le llamo a su lado para probarle el gorro. Al niño Roberto le habían salido sabañones en las orejas a causa del frío de aquel duro diciembre madrileño y le dolían y escocían bastante. La madre del niño Roberto le aplico con mano amorosa un remedio casero a base de manteca, cebolla y alguna cosa más que sólo la vecina que se lo había dado sabía. Luego le puso aquel gorro de lana gris que, aunque picaba, en el futuro evitaría que le volvieran a salir los sabañones. Roberto, contento como unas castañuelas con su nuevo gorro, se calzó las botas que les habían dado a su padre y a él en la sede de Falange en el Puente de Vallecas y se dispuso a salir a la calle.

-Roberto hijo, no te olvides de limpiar el corral antes de irte a jugar- Le dijo su madre.

Roberto, un poco enfadado por no poder ir a enseñarles el gorro nuevo a sus amigos, protestando entre dientes obedeció las órdenes de su progenitora.

Era una de esas mañanas de invierno luminosas. Un sol que llevaba a engaño porque hacía muchísimo frío, brillaba sobre el suburbio. El niño Roberto se calentó con vaho las ateridas yemas de los dedos. Cuando comenzó a sentir el tacto, tomó una escoba amarga y comenzó a barrer las cagarrutas de los pavos mezcladas con algo de paja. Cuando tuvo hechos varios montones, cogió una pala más grande que él y comenzó a echar el estiércol en una carretilla.

El niño Roberto a pesar del frío estaba sudando. Un pavo muy grande le miraba insolente mientras trabajaba, o al menos eso es lo que pensaba., Roberto vio una piedra en el suelo y ni corto ni perezoso se la arrojó al animal con tan mala fortuna que le acertó en toda la cabeza. El pavo cayó redondo.

A pesar de su corta edad, el niño Roberto era consciente de las consecuencias de aquella acción. Un pavo como aquel en vísperas de Navidad, suponía la perdida de muchísimo dinero para una familia que, como la suya, ni mucho menos nadaba en la abundancia.

El niño Roberto observó su alrededor. No le había visto nadie. Tenía que pensar como salir de aquel aprieto y rápido. Recorriendo con la mirada el corral reparó en el pozo. Si, tirará el pavo al pozo y así cuando lo descubrieran siempre podía decir que se había caído y se había ahogado.

Sintiéndose aliviado y culpable a la vez, cuando terminó con la limpieza del corral el niño Roberto se marcho con los otros niños del barrio a jugar al descampado.

A la hora de la comida su padre anunció a la familia que al día siguiente, veintidós de diciembre, llevarían los pavos al matadero de Legazpi. El niño Roberto esa noche se acostó preocupado y apenas pego ojo. Sólo quedaban unas horas para que su pecado fuera descubierto. Aunque no era mucho de rezar, en su vigilia le rezó a Dios y a la virgen María, hasta incluso beso una imagen de San Antón “patrón de los animales” pidiéndole perdón por la prematura muerte del pavo de la pedrada.

-Despierta Roberto que nos vamos- Dijo su padre bajándole el bozo y revolviéndole el pelo.

Aún tuvo su padre que entrar un par de veces más en su cuarto hasta que el niño Roberto se levantó. Se bebió la malta con achicoria mientras se ponía las botas junto a la estufa y luego padre e hijo sacaron a los pavos del corral.

En la calle hacía un frio terrible. El niño Roberto detrás con una vara y su padre delante de la tropa de pavos, emprendieron el camino de cerca de dos horas hasta el matadero. El sol encendía las primeras luces del día frente a ellos. Roberto corría detrás de las aves que se desmandaban. Atravesaron las vías del tren y pronto se encontraron caminando paralelos al Manzanares. cruzaron el río por el puente de Santa María de la cabeza y pasaron al lado de la cárcel de mujeres de Yeserías. Desde las ventanas, las reclusas gritaban todo tipo de obscenidades al niño Roberto y a su padre mientras que los guardias civiles encargados de vigilarlas dormitaban en sus garitas abrigados en sus verdes capotes.

Antes de ver el matadero el niño Roberto pudo olerlo. En una torre coronada por un depósito de agua, colgaban las pieles de cientos de reses sacrificadas despidiendo un terrible hedor. En la puerta les esperaba un hombre gordo con bigote, que fumaba un grueso cigarro puro. Su padre y el bigotudo se estrecharon la mano y comenzaron un regateo que no concluyó hasta que se volvieron a estrechar la mano.

Uno a uno el bigotudo contó los pavos mientras el niño Roberto y su padre los iban haciendo entrar en un corral.

-Noventa y tres pavos…- dijo el tratante.

- ¡No puede ser! Ayer había noventa y cuatro y hemos venido muy bien, sin perder ninguno por el camino. Vamos a volver a contarlos…- dijo el padre de Roberto bastante escamado.

Los contaron dos veces, volviéndolos a sacar y volviéndolos a meter en el corral. Noventa y tres pavos, las cuentas no fallaban…

El padre del niño Roberto pese a sacar veinticinco pesetas por cada animal, un precio magnífico, se quedó bastante amoscado por el asunto del pavo desaparecido. El bigotudo tratante viendo tan abatido al hombre invitó a desayunar a Roberto y a su padre en un bar que había en el cercano Paseo de las Delicias.

En la radio del bar los niños de San Ildefonso cantaban los números de la lotería de Navidad. En una esquina  había un limpiabotas gitano muy renegrido y con las patillas muy largas. Era el hombre más gordo que el niño Roberto hubiera visto nunca, de hecho estaba sentado en una silla baja con brazos que en cuanto que el limpiabotas se levantase, previsiblemente habría de quedarse encajada en su trasero.

-¿Limpia D. Francisco?- Dijo el obeso caló al tratante.

-Hoy no. Muchas gracias Benjamín.-

Pidieron café con leche y una ración de churros calientes que el niño Roberto comió con deleite. D. Francisco insistió en invitar al padre a una copa de coñac. El padre de Roberto que sabía cómo se las gastaban aquellos bribones como el tal D. Francisco, palpó el dinero que se había metido en un bolsillo interior de su chaqueta y asintió. No había que desairar a aquel personaje. D. Francisco Estrada era un estraperlista reconvertido en intermediario gracias a su adhesión al régimen y a decir de algunos conocidos del padre del niño Roberto, gracias a las muchas delaciones que aquel tipejo había hecho entre los vecinos de Vallecas que en su día se habían significado a favor de los rojos.

Muchos personajes como aquel pululaban entre el matadero y el cercano mercado central de frutas y verduras. Enchufados, ex policías y militares o vulgares chivatos, que desplumaban a los incautos con los que habían hecho negocios  ayudados por los naipes en las timbas clandestinas de las trastiendas de los bares o conchabados con fulanas como las que había al fondo del bar y que nada más entrar los tres, habían empezado a cambiar miradas de inteligencia con el tratante.

El padre del niño Roberto bebió un par de sorbos de la copa para no parecer descortés y en cuanto que su hijo se acabó los churros dijo que se iba ya, “que tenía que ir a acabar una obra”, algo que no era del todo mentira. El padre de Roberto volvió a palparse los billetes y tras despedirse de D. Francisco, él y su hijo tomaron de nuevo el camino del río hacia Vallecas.

El padre del niño Roberto, pese a haber hecho mejor negocio de lo que pensaba, seguía mascullando maldiciones por lo bajo a causa del pavo perdido. Cuando llegaron a su casa en el Pozo del Tío Raimundo, toda la familia se puso a buscar el pavo por los alrededores.

El niño Roberto se prestó un buen rato a aquella farsa hasta que viendo la desesperación de su padre que ya hablaba de “robo por parte de algún vecino” decidió revelar el paradero del ave haciendo como que la había encontrado por casualidad.

-PAPA, MAMA VENID… ESTA AQUÍ EN EL POZO.-

Los padres del niño Roberto comprobaron lo que le decía su hijo. El animal con su plumaje blanco flotaba en el pozo. Ayudándose de un palo largo y el balde, consiguieron sacar el ave muerta. Era un pavo hermosísimo que bien podía pesar sus buenos seis u ocho kilos.

Normalmente sacaban agua del pozo el padre o la madre de Roberto, ya que para el niño, dada su corta talla, era muy difícil levantar el balde lleno y subirlo por encima del brocal. El padre del niño Roberto se lamentó de no haber hecho lo que había dicho mil veces que iba a hacer y que no era otra cosa que hacerle una tapa al pozo.

La madre del niño Roberto miraba a su hijo inquisitivamente. Roberto en vez de enfrentarse al dialogo sin palabras de los ojos de su madre, bajo la vista como un tácito reconocimiento de culpa. Su madre asintió levemente con gesto disgustado.

-Roberto hijo, por favor tráeme la pala.-

-¿Qué es lo que vas a hacer?- Preguntó la madre al padre.

-Pues enterrarlo antes de que empiece a apestar-

-¡Quita quita, vas a enterrar el pavo! ¡Este nos lo cenamos en nochebuena como está mandado!-

Diligente, la madre de Roberto pudo a calentar agua en el barreño metálico que los miembros de la familia usaban para bañarse, luego escaldó el bicho y comenzó a desplumarlo. Una vez limpio, lo puso en una fuente a macerar con vino, aceite y otros muchos ingredientes que compro en un cercano colmado.  El pavo ya listo para el horno, fue a parar a la fresquera de la ventana de la cocina a salvo de cualquier gato hambriento, de cuatro o de dos patas.

Llegó la nochebuena. El padre del niño Roberto llegó a medio día de trabajar con permiso hasta después de Navidad. A media tarde llevaron el pavo a la tahona del Puente donde se lo cocinarían en el mismo horno que cocía el pan.

El arrabal ardía en hogueras que los habitantes del Pozo gitanos y payos, habían encendido en las calles. Los vecinos bebían, cantaban y bailan en torno al fuego. La madre del niño Roberto se marchó pronto a preparar todo para recibir a los invitados de la familia esa nochebuena en casa. Roberto y su padre le pidieron prestada al lechero, una bicicleta con un cajón delante que éste usaba para vender la leche a domicilio y se fueron a recoger el pavo.

Con aquel manjar en el cajón de la bici del lechero, el niño Roberto veía sentado en el manillar como se iban haciendo más escasas las luces según se iban alejando de la ciudad. En casa ya se encontraban sus tíos y primos con los que iba a cenar aquella noche. En la radio sonaban villancicos.

Llegó la hora de la cena. Para el niño Roberto aquel era su primer banquete. El año anterior habían cenado solos él y sus padres un sencillo guiso de patatas. Como no había mesa y sillas suficientes en la casa para dar de cenar a tanta gente, su padre y sus tíos sacaron una puerta del quicio y apañaron con ella una mesa a la que en unas bancas prestadas por el cura, de sentaron los niños de la familia.

El pavo dio de comer a todos los presentes, incluso sobró una buena porción para que la familia pudiera hacer bocadillos durante bastante tiempo. En la sobremesa los adultos bebieron anís y coñac y los niños vino dulce, luego todos un poco achispados se fueron donde los jesuitas a escuchar la misa del gallo.

El padre Llanos oficiaba la misa desde el modesto altar de la iglesia del Pozo del Tío Raimundo. Un par de policías de la Social escuchaban sin perder detalle las palabras del “cura rojo”. Cuando salieron de la iglesia, la nieve caía blandamente sobre el arrabal. Los familiares del niño Roberto se despidieron en la puerta de la casa. Roberto, agotado por las emociones del día se durmió con un beso que le dio su madre mientras le arropaba.

Veintitantos años después de aquella cena de Noche Buena, Roberto Olmos aparcó el SIMCA 1200 en la puerta del bloque de pisos donde a sus padres les habían dado una vivienda a cambio de la antigua casita. Roberto, su mujer y sus dos hijos pequeños subieron al piso. La madre de Roberto se afanaba en la cocina ayudada por su joven nuera. Pronto estuvo servida la cena. Marisco y muchas cosas de picar, pero el plato fuerte no era otro que pavo asado. La misma receta de pavo que la familia había cenado veinticinco años antes ¡Qué diferente era aquella cena de Noche Buena que las que había vivido Roberto de niño en la casita del Pozo del Tío Raimundo!

-Papa ¿Tú te acuerdas de aquel pavo que se cayó al pozo y que nos comimos con los tíos y los primos en la casita baja?-

Su padre asintió enarcando un poco las cejas.

-Pues lo maté yo sin querer de una pedrada y luego lo tiré al pozo.-

El padre de Roberto miró a su mujer y ambos se sonrieron, luego todos los miembros de la familia levantaron su copa y brindaron por aquel gran pavo, que sin duda estaría en el cielo de las aves de corral en el caso de existir éste lugar sagrado y que les había alimentado opíparamente en aquellos ya lejanos tiempos de hambre y miseria.




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