TERESA
Jorge anduvo toda la semana dándole esquinazo a don Mariano.
Sabía que en la ópera se había puesto en evidencia, y lo que es peor, había
puesto en evidencia a Margarita. Todavía recordaba las suspicaces miradas de
Emiliano Fuensalida y el mulato Bayón.
“Realmente no había sucedido nada”, pensó tratando de
tranquilizarse sin mucho éxito. Pero sí que había sucedido algo: La mirada de
Margarita le había confirmado que sus sentimientos hacia él seguían intactos.
Un hecho vino a confirmarle ese extremo. A mitad de la
semana, el periodista estaba escribiendo en el gabinete de su nueva residencia,
cuando unos golpes suaves sonaron en su puerta. Abrió y se encontró cara a cara
con su amada. Sin mediar una sola palabra, ambos amantes se fundieron en un
apasionado abrazo que entre besos les condujo hasta el dormitorio. Allí
hicieron el amor con la rabia y la desesperación de no saber si aquel era o no
su último encuentro.
El cuerpo de Margarita había cambiado con su reciente parto.
Estaba más rotunda de carnes, más mujer, pero sin haber perdido un ápice de
belleza sino más bien incorporando la calidez de la maternidad a las muchas
gracias que adornaban su persona antes del alumbramiento.
-Emiliano y Carlos Bayón se han tenido que ir urgentemente a
un negocio en Córdoba y por suerte la
niñera de Teresa, que en realidad una carcelera que me ha puesto mi marido que
quiere saber todos mis movimientos, ha amanecido ardiendo de fiebre y el medico
la ha aislado en su habitación por si se tratase de algo contagioso. Yo se supone
que he ido a oír misa a San Francisco el Grande, a donde debo regresar para
dejarme ver en una cuestación benéfica que organiza la propia regente para
sufragar la construcción de la nueva catedral, esas obras que hay junto a
palacio y que apenas han avanzado desde que el difunto Alfonso XII colocó la
primera piedra.-
Tras departir brevemente sobre la hija de ambos, a
regañadientes, Jorge dejó ir a su amante con la promesa de que si la niñera
seguía enferma al menos le haría llegar algún mensaje que le permitiera verla
con la niña en alguna de sus muchas actividades sociales.
Finalmente no le quedó más remedio ante los requerimientos
que le enviaba el director Acuña que presentarse en la sede de el Informador,
para que este evaluase la nueva entrega del serial.
Jorge temía este encuentro desde lo de la ópera del fin de
semana, pero para suerte suya, cuando se presentó en la oficina don Mariano se
hallaba enfrascado en una de sus perennes discusiones con los tipógrafos. El
periódico se había dotado de una máquina de escribir, pero con frecuencia los
textos seguían sin entenderse por errores debidos a la trascripción
mecanográfica. Si en un futuro todos los periodistas escribían a máquina sus
propios textos, esos errores dejarían de producirse, pero de momento las máquinas
de escribir como la que había comprado el periódico eran ingenios sumamente
caros.
Por indicación de su director, Jorge dicto el texto a la
secretaria que en un principio se mostró remisa a abandonar lo que estaba
haciendo, pero al tratarse de Jorge y trasmitiendo órdenes directas de don
Mariano, se puso a teclear al dictado del periodista. Luego él mismo repasó y a
lápiz, añadió algunos signos de puntuación que faltaban en el texto.
Al volver a casa, Jorge encontró una nota que alguien había deslizado
por debajo de la puerta. La niñera seguía indispuesta y Margarita y Nuria iban
a acudir aquella tarde a la rosaleda que se encontraba al final del paseo de
coches del parque del Retiro.
A las cinco en punto Jorge que estaba en la rosaleda haciendo
como que admiraba las rosas, las vio llegar. Margarita, junto a su doncella
Nuria que empujaba un carrito de bebe paseaban por el parque. Hacía bastante
calor para la época del año y apenas había gente en el Retiro. Jorge se acercó
decidido al grupo. Saludó a Margarita con un ligero beso en los labios y a
Nuria con una inclinación de cabeza, luego se asomó al carrito. Teresa era un
bebe sonrosado y tranquilo. Miró a Margarita y esta asintió con un gesto. Jorge
cogió a su hija en brazos por primera vez. Miró a Teresa y a su vez el bebe le
miro a él devolviéndole una satisfecha sonrisa.
Capítulo 5 de Hijos de los Montes
28 de mayo de 1894
Jorge Villafranca Vargas
La “Gloriosa” del sesenta y ocho paso sin pena ni gloria en
los montes, igual que el nuevo rey Amadeo y una república que nacía herida de
muerte.
¡DIOS, PATRIA Y REY! Parece casi una burla que un hombre
como yo invoque el lema de la facción. Un Dios que nunca me ayudó, una Patria a
la que invocaban los que siempre nos oprimían
y un rey que vivía en su palacio absolutamente ajeno al bienestar de sus
súbditos… aun así el mayor anhelo de un renegado siempre es poder revertir su
situación algún día y el carlismo nos ofreció esa oportunidad.
Cuando Carlos VII volvió a España, también lo hicieron con
él muchos exiliados. Uno de aquellos exiliados era el general Vicente
Sabariegos que había sido uno de los lugartenientes de Ramón Cabrera, “el Tigre
del Maestrazgo”. Sabariegos se encontraba en Portugal y ya había intentado
alzarse en armas cuando depusieron a Isabel II. Esta vez el Rey faccioso le
encomendó la labor de comandar la rebelión en Extremadura y la Mancha.
La guerra principalmente estaba en el Norte. Pero en la
Mancha también tenía partidarios el Rey Carlos. Uno de ellos era D. Lucio
Dueñas que era cura párroco en Alcabón, en la comarca de Torrijos. Aquel hombre
de Dios con sus prédicas reclutó más gente que el Rey con su oro y las promesas
de futuros perdones y prebendas.
Sabedor como todos los habitantes de la provincia de quien
era la partida más eficaz, el cura de Alcabón no tardó en contactar con los
Juanotes. La entrevista se celebró cerca de Navas de Estena. A ella asistimos
Los dos hermanos Juanotes y un servidor. El cura nos explicó lo que se esperaba
de nosotros y la recompensa que podíamos obtener si defendíamos la causa y que
no era otra que la libertad para retomar nuestras vidas donde las habíamos
dejado antes de hacernos bandoleros. La propuesta de D. Lucio venia refrendada
por una carta con la firma y el sello del pretendiente legitimista Carlos VII
duque de Madrid.
Lo que nos convenció no fue la carta de aquel fantoche de
boina roja y pechera llena de medallas ganadas en los salones de baile de toda
Europa, si no la elocuencia del cura. Lucio Dueñas predicaba un cristianismo
primitivo y ciertamente justiciero, algo muy en la línea de las creencias de
los rudos hombres de los Montes.
La partida operaría como un cuerpo de ejército independiente,
a veces solos otras veces en colaboración con otras partidas. A algunos los
conocíamos bien porque también eran de los montes de Toledo y habíamos cometido
muchas fechorías juntos: Sartenilla, Milreales, Briones, Mulita, Feo de Cariño
o el Telaraña eran algunos de aquellos bandoleros monteños que se sumaron a la
facción. También estábamos en comunicación con grupos de Gredos y Guadarrama,
pero sobre todo con guerrilleros de Sierra Morena con los que posteriormente
seguiríamos trabajando.
Poco o nada nos podían enseñar los militares carlistas sobre
la guerra de guerrillas. Sin embargo apenas sabíamos nada de armas modernas,
cartografía, heliógrafos o comunicación morse. Además de formación militar, el
cura que debió de ver en mí algo de inteligencia natural, me nombró su
asistente y amplió mis escasas letras y
mi conocimiento del mundo en los ratos que nuestra azarosa vida nos lo
permitía. Incluso hoy cumpliendo con la pena que la sociedad decidió imponerme,
recibo correspondencia de ese santo hombre que debe andar cerca de los ochenta
años y encuentro aún muchas enseñanzas y consuelo en sus cartas.
Con la guerra carlista se solapó la enésima rebelión en Cuba
y nada más salir por pies Amadeo de Saboya e instaurarse la república
estalló la rebelión cantonal. Aunque el
carlismo y el federalismo radical estaban en las antípodas ideológicas,
seguíamos la máxima vigente desde que la humanidad inventó la guerra de que “el enemigo de tu enemigo es tu amigo”
así recibimos órdenes de participar en el alzamiento cantonal de Camuñas, un
pueblo toledano, que estaba en nuestro ámbito de operaciones.
Descendimos de la sierra Calderina por la vega del río
Amarguillo. Pasamos por Herencia y Puerto Lápice, donde entramos sin resistencia e incluso
conseguimos gracias a la elocuencia de mi mentor D. Lucio, que varios jóvenes
de aquellos pueblos se sumaran a la facción. Otro cantar fue el recibimiento
que recibimos en Camuñas.
Traíamos un cargamento de armas para que el nuevo cantón se
pudiera defender de las fuerzas gubernamentales. Teníamos que entregárselo al
alcalde un tal Luis Villaseñor.
Por unos labriegos supimos que el alcalde había expulsado al
cura párroco y que a instancias de un misionero gallego de nombre Félix Moreno
Astray, la mayoría de los vecinos se habían convertido al protestantismo, pocos de buen grado y la mayoría acogotados
por aquel alcalde de horca y cuchillo, por lo que el recibimiento a todo un
señor cura como D. Lucio Dueñas por mucho que viniera a socorrer al cantón, no
fue ni mucho menos el esperado.
El cura de Alcabón preguntó desde lo alto de su caballo por
el alcalde. D. Luis acompañado por el misionero y un grupo de incondicionales
armados con viejas escopetas de caza, conminó a D. Lucio para que depusiese las
armas y se apease de su montura. En previsión a alguna jugada parecida,
solamente habíamos entrado en Camuñas diez jinetes acompañando a nuestro líder.
El resto, unos cincuenta más, habían rodeado el pueblo y se plantaron en la
plaza justo cuando aquellos herejes nos apuntaban con sus armas.
El alcalde Villaseñor
era un hombre inclinado a la ira y aquello de ser desarmado y hecho prisionero
nada menos que por un sacerdote de la iglesia católica romana lo llevaba
francamente mal. Requisamos las armas y por supuesto, de entregar las que habíamos
traído nanai de la China…
El cura de Alcabón confesó a aquellos arrepentidos de haber
abrazado la herejía y luego tras devolver a los vecinos su vetusto arsenal
abandonamos aquella Ginebra manchega.
Desde las primeras estribaciones de la Calderina pudimos ver
una nube de polvo que se acercaba al pueblo por la llanura. Con el catalejo
pude distinguir los roses de más de un centenar de soldados de la república que
venían a poner fin a la aventura de la villa de Camuñas independiente y devota
de las doctrinas de Calvino y Martín Lutero.
Si en la política patria ha habido un episodio especialmente
esperpéntico, y mira que ha habido esperpentos en este desdichado siglo XIX,
este fue esa rebelión cantonal. Se pretendía organizar la nación española en
una federación de estados. El resultado fue que se declararon cantones
independientes villorrios con unos pocos miles de almas. La mecha prendió en la
ciudad industrial de Alcoy donde una muchedumbre enfervorizada asesinó al
alcalde y arrastró su cadáver por las calles tras incendiar el consistorio. De
ahí pasó a toda la región valenciana, Murcia y Andalucía. También hubo algunos
focos efímeros en la vieja Castilla y el reseñado de Camuñas en la Mancha. El
cantón que más duró fue el de Cartagena y es cosa sabida los graves daños
infringidos a bienes y personas por la flota de guerra que al comienzo de la
insurrección cayó en poder de los
sublevados de aquel cantón. Cartagena llegó a acuñar moneda y pidió su
incorporación como un nuevo estado nada menos que a los Estados Unidos de
Norteamérica.
En fin, que más tarde o más temprano aquí se tiene que liar
una pero que muy gorda para que nos dejemos de una vez por todas de sandeces.
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