sábado, 17 de marzo de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Libro II DUDAS


DUDAS



Pese a que las cosas en lo personal parecían querer arreglarse, a Jorge le producía una gran desazón todo lo que estaba pasando con el asunto Montaleza. El bandido le había salvado la vida y sentía por él una gran simpatía personal, pero no opinaba en absoluto que Jacinto Montaleza fuera esa victima indefensa que la prensa progresista reflejaba en sus páginas

¿Había pagado ya su deuda con la sociedad aquel bandido?

¿Era bueno que Jacinto Montaleza saliera de la cárcel en ese momento?

Un gran poder entraña una gran responsabilidad y el periodismo tiene el poder de modelar como arcilla la opinión de muchas personas. Su crónica de la actividad delictiva y bélica de Montaleza se ceñía a los hechos como se los había trasmitido el bandido. Nadie le decía a Jorge que estos hechos no habían pasado realmente de otra manera. Había consultado fuentes externas hasta donde era posible, pero el cuerpo del relato era lo que el bandido le había contado en Melilla.

Jorge se sentía manipulado y no solo por Jacinto Montaleza. El director Acuña en su columna de opinión semanal había adoptado sin restricciones la línea de opinión más favorable al bandido. Este hecho, unido a la capacidad de influencia que Mariano Acuña tenía sobre los políticos, hizo que el partido liberal por aquel entonces en el gobierno se alineara con las tesis de los defensores del bandolero monteño, decretando su traslado desde Melilla al cercano penal de Ocaña.

- ¿Qué es lo que estamos haciendo D. Mariano? Mi intención nunca fue crear un héroe donde no lo hay. Jacinto Montaleza habrá sufrido muchas injusticias durante su vida, como las que sufren a diario millones de personas aquí y en todo el mundo y aun así no se levantan en armas contra sus semejantes, creo que esto se nos está yendo de las manos Sr. director. -

-Déjeme que le dé una pequeña lección de historia y si me lo permite también de realidad- Dijo el director Acuña en un tono de voz mucho más bajo del habitual en la redacción, cerrando la puerta de su despacho a la suspicaz mirada de otros empleados del periódico.

-Los españoles somos un pueblo que aguanta lo indecible, pero que sólo reacciona ante sucesos aparentemente sin importancia ¿Supongo que habrá oído hablar usted del Motín de Esquilache? -

-Si… si claro el motín de las capas y los sombreros de ala ancha siendo rey Carlos III.-

-Lo de las capas y los sombreros era la excusa oficial para el motín, pero la realidad es que había fuerzas opuestas en la cúpula del estado, unos partidarios del Marques de la Ensenada y los jesuitas y otros ilustrados, como Campomanes. Una crisis de suministros fue el caldo de cultivo en el que se gestó la revuelta, menos mal que en este caso había un Carlos III, el último por no decir el único de los Borbones bueno que supo canalizar la situación con mano izquierda para no retroceder en la natural evolución de la sociedad.

No pretendo ser un conspirador y no conozco al tal Montaleza, usted Jorge le conoce mejor que yo, pero si en este asunto resulta ser como el viento huracanado que abate los árboles enfermos del bosque, que en este bosque que llamamos España hay unos pocos, pues bendito viento…

No crea querido joven que las cosas pasan porque si, sólo le pido que confíe en mi gestión. Algún día le presentare a personas que saben mucho de la realidad y que seguramente cambien su manera de ver el mundo. En cualquier caso, si esto de Montaleza se nos va de las manos, yo dimitiré como director del Informador, pero no sin antes escribir un artículo que le descargue a usted de cualquier responsabilidad. -

El director Acuña dio por terminada la conversación, pero Jorge no se marchó muy convencido del despacho. Por mucho que don Mariano escribiera un artículo, él seguía sintiéndose responsable de sus palabras.

 



EL NOTICIERO IMPARCIAL. 10 de junio de 1894

El gobierno decreta el traslado del preso Jacinto Montaleza al penal de Ocaña.



Haciéndose eco de las numerosas peticiones recibidas para que el antiguo bandolero y guerrillero carlista Jacinto Montaleza, conocido por el público por su reciente participación en la guerra de Margallo, el consejo de ministros ha decidido su acercamiento al penal de Ocaña, el más cercano a su tierra natal de los Montes de Toledo por razones humanitarias. La orden tiene efecto inmediato y el prisionero ya viaja desde Melilla hacia Málaga a bordo del buque de guerra Condestable de Castilla.

 La polémica creada en torno a este personaje está servida. En estos días, tanto partidarios como detractores del bandido debaten acaloradamente sobre el tema en los papeles, así como en cualquier casino de provincia. Pero no se engañen queridos lectores, este debate va mucho más allá de la modesta figura de Jacinto Montaleza del que casi nadie había oído hablar hasta ahora. Es el debate pendiente en este país desde hace mucho tiempo. Es el debate sobre una sociedad carcomida por viejos vicios y que no acaba nunca de modernizarse.

En este pulso parece que lleven las de ganar los partidarios del monteño, no como una evolución social sino más bien como carnaza que lanzan los poderosos a esa fiera que es el pueblo y que cada día se muestra un poco menos dócil ante la injusticia y la corrupción.

Este traslado es el paso previo a una liberación de Montaleza que según me malicio, veremos más pronto que tarde, justo en el momento en que los que mandan en este país necesiten tapar algún escándalo o algún revés militar en los perpetuos conflictos de las colonias de ultramar.

Lorenzo Pérez Carro.













Capítulo 7 de Hijos de los Montes

11 de junio de 1894

Jorge Villafranca Vargas



La situación del ejército carlista a finales de 1875 era desesperada. Muy inferiores en número a las tropas alfonsinas, mal armados y peor alimentados, el duro invierno del norte se cernió sobre nosotros como una garra de acero.

Las armas, las municiones y los dos pequeños cañones que habíamos robado en Algodor fueron bien recibidos, pero llegaban tarde y eran absolutamente insuficientes. El rey Carlos con su elegante guerrera, sus botas brillantes y su gran boina roja con borla dorada parecía más una estampa de un pasado supuestamente mejor, que un comandante militar capaz para una guerra moderna. El caso es que su visión en si era un bálsamo efectivo para los que eran unos convencidos de la causa, lo que no era mi caso.

Al cura y a mí, como los dos éramos magníficos jinetes y traíamos unos caballos excelentes, nos incorporaron al escuadrón real de caballería, D. Lucio como capitán y yo como sargento de primera. La unidad era cuanto menos pintoresca, por decirlo de una manera suave. Compuesta de unos seiscientos y pico hombres entre los que había: pobres campesinos a lomos de pencos más adecuados para la labranza que para la guerra y oficiales aristócratas sobre bellos corceles ideales para competir en un hipódromo. Uniformado por los mejores sastres de París y Londres, entre todos aquellos figurones destacaba nuestro comandante, el marqués de Valdepeñosillo que ostentaba el grado de mariscal de campo. Una cosa unía a todos aquellos jinetes de tan diferente pelaje y no era otra que su fe católica y su veneración fanática al candidato legitimista. He de confesar que se me revolvían las tripas con la sola visión de cómo aquellos “cruzados” doblaban la rodilla al paso de aquel rey fantoche. Aquella combinación de entusiasmo cerril e incompetencia militar se me antojaba una mezcla fatal, algo en lo que el futuro no tardaría en darme la razón.

Enterados de que los alfonsinos marchaban desde Logroño hacia Estella se nos ordenó marchar en dirección a su encuentro en Montejurra. Las cumbres de los cercanos montes estaban coronadas de nieve y nuestra penosa marcha se veía frenada por la lluvia y los constantes atascos de los carros con los bagajes y los trenes de mulas que tiraban de la artillería en el barro helado ¡Qué distinta aquella guerra a la que hacíamos allá abajo en los montes de Toledo!

Llegamos a media tarde a un valle que formaba una gran llanura verde, un verde muy distinto al pardo verdoso que colorea mi tierra. Allí tres años antes había tenido lugar una batalla con resultado favorable para nuestras armas. Ahora la cosa no parecía en absoluto tan clara. Con las últimas luces llegaron los alfonsinos que acamparon al otro lado del valle.

Nos superaban en número, pero sobre todo nos superaban en armamento y medios. Entonces llegó a nuestro campamento el rey Carlos y comenzó a supervisar la disposición de las fuerzas. Una vez acabada la revista, celebramos una misa solemne. Al finalizar el oficio, nuestro comandante, el marqués de Valdepeñosillo, hincó la rodilla en tierra y rogó a su rey que le permitiera cargar el primero contra la artillería enemiga. No hacía falta ser Napoleón Bonaparte para saber que aquel movimiento era una absoluta imbecilidad. Yo hable con los hombres del pelotón que mandaba indicándoles que hiciera lo que hiciera el marqués ellos me siguieran a mí. El cura de Alcabón que se maliciaba mis intenciones hizo que nos situaran a mí y a mis hombres en el centro del ataque. Así nos vimos en el campo de Montejurra, frente a las bocas de los cañones y por el resto de los lados rodeados de fanáticos que anhelaban el martirio y/o la gloria.

Nos dieron una lanza a cada uno. A mí aquel palo rematado en un pincho sólo me parecía útil para asar un conejo en una hoguera por lo que palpé mis dos revólveres comprobando que ambos se encontraban en su funda.

- ¡A MI ORDEN! TODOS LANZAS EN RISTRE ¡AVANZAR! Gritó nuestro comandante alzando su sable y haciendo cabriolas con su caballo. El cielo se abrió y un rayo de sol hizo brillar las insignias de oro y plata que lucían en el bizarro arreo de nuestro mariscal. Yo pensé para mí “tengo que sobrevivir hoy a este idiota”

Salimos al trote en nuestras monturas hacia las líneas alfonsinas. Cuando calcule que nos hallábamos a unos cincuenta pasos del alcance de los cañones, piqué espuelas y mi caballo salió a galope tendido justo cuando me llegaba el estruendo de la descarga enemiga. Ya fuera por que confiaban en mí o porque su fe en Dios y en las habilidades militares del marqués no eran tan sólidas como en un principio podía parecer, los diez hombres de mi pelotón me siguieron como si de uno solo se tratase. A nuestras espaldas el disparo de los cañones hacía estragos entre los jinetes carlistas.

Tiré la lanza y desenfundé. Mis diez hicieron lo propio y a galope tendido huimos hacia el único sitio posible, los cañones de los realistas. Visto y no visto alcanzamos sus líneas justo cuando habían cargado de nuevo y corregido el tiro. Galopamos paralelos a ellos matando a muchos de los artilleros sin que la infantería hubiera reaccionado aún. A punto de rebasar la línea de fuego un estruendo a mi espalda hizo corcovear a mi montura. Volví grupas y vi como uno de mis jinetes y su caballo, yacían destrozados en mil pedazos humeantes por el cañonazo recibido a quemarropa. Levante los dos revólveres y disparé contra los artilleros.

Ya se había incorporado a la vanguardia junto a los cañones un pelotón de fusileros que amenazaba con liquidar a los pocos que quedábamos de mi pelotón, cuando oímos un griterío ensordecedor a nuestras espaldas. Era el rey Carlos que a la cabeza de su ejército atacaba con todo lo que tenía poniendo en fuga a los alfonsinos.

Tras la victoria se celebró otra solemne misa, esta vez para honrar a los muertos que habían sido aproximadamente una cuarta parte de lo que quedaba del ejército legitimista. La caballería se había perdido casi en su totalidad en aquel valle navarro. Del marqués de Valdepeñosillo solamente se había podido recuperar la boina y el sable. A mí, por mi “acto de valentía” me ascendieron a brigada y el mismísimo D. Carlos prendió en mi pechera la medalla que acreditaba mi pertenencia a la Orden de caballería de la Legitimidad Proscrita (Algo muy adecuado para un bastardo que llevaba proscrito tantos años pensé yo con sorna)

Aquella fue una batalla como las que libraba aquel rey griego, Pirro del Épiro, que invadió Italia y obtuvo algunas sonoras victorias sobre los romanos, pero que a la postre tuvo que volverse a Grecia con los pocos hombres que le quedaban al tener cortada cualquier vía a los refuerzos y los suministros. Carlos VII y su estado mayor decidieron dejar una delegación para negociar una salida con los representantes de Alfonso XII, mientras el candidato carlista marcharía temporalmente al exilio.

Acompañé al sequito real por los pasos del Pirineo. Cuando llegamos a la frontera de Francia D. Lucio Dueñas, que se exiliaba con el rey, y un servidor nos dimos en silencio un abrazo de despedida. El cura de Alcabón siempre tan locuaz, esta vez no tenía ninguna palabra que decirme. El rey Carlos VII sí que habló. Envuelto en su capa con cuello de marta cibelina, se volvió hacia España, alzó un puño al cielo haciéndole partícipe de su juramento y exclamó “VOLVERÉ”

Yo sabía que aquel rey de opereta no iba a volver. Servidor odiaba la guerra, aunque había tenido que hacer de ella mi oficio, pero aún más odiaba a los que la entendían como un deporte. Yo luchaba para vivir un día más, aquellos aristócratas lo hacían para lucir los despojos en alguno de sus palacios, como si de la piel de un tigre se tratase. Cuando la comitiva cruzó la frontera me quité la gorra roja, la medalla y los galones que indicaban mi rango y me envolví en la vieja manta que aún conservaba de la primera vez que me eché al monte y volví grupas hacia el Sur, hacia los Montes de Toledo, mi casa.

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