viernes, 9 de marzo de 2018

HIJOS DE LOS MONTES LibroII HIJOS DE LOS MONTES-UN REFERENTE


UN REFERENTE



El hecho de haber cogido a la pequeña Teresa en brazos cambiaba para Jorge las reglas del Juego de su relación con Margarita Marlasca. Aún tuvieron un par de oportunidades más de verse hasta que se repuso la niñera y en su último encuentro Jorge le planteó sin ambages que dejara a su marido.

Margarita tenía una considerable fortuna personal. Era hija única y su padre, Antonio Marlasca tenía título de conde. El título del padre de Margarita no era un título como el del marqués de Fuensalida su esposo, era un título con abolengo y unas propiedades que, aunque mucho menores que las del cordobés, la convertían en una mujer bastante rica y con posibilidades de independizarse cuando desease. Claro está, si estaba dispuesta a obviar que su vida social terminaba en el preciso momento en que diese el paso de abandonar a su legítimo esposo. Incluso aunque estuviesen prohibidos los duelos, Jorge estaba dispuesto a desafiar al marqués.

-No sabes lo que estás diciendo. Emiliano es muy diestro con cualquier tipo de arma, pero nunca te daría esa oportunidad, antes mandaría a Bayón o a cualquier otro a que te clavase un cuchillo por la espalda en un callejón oscuro y a mí me encerraría en el cortijo de la sierra de donde no volvería a salir jamás.- Después de despedirse tras su último encuentro, Margarita prometió mover el asunto a través de su familia, de la que podía esperar amor y comprensión incondicionales y rogó a Jorge que “no hiciera ninguna tontería mientras tanto”.

Mientras, Jorge seguía en su laberinto personal, El debate sobre la figura de Jacinto Montaleza trascendía más allá de las páginas de el Informador. En todo el país y por extensión en toda la prensa escrita, la situación del bandolero y su pasado eran de candente actualidad. Según el talante más o menos progresista del medio, Montaleza era “una víctima de la sociedad” o “un canalla al que debían haber matado como a un perro hacía mucho tiempo”.

Este estado de cosas hacía que la opinión de Jorge fuese demandada por los lectores de el Informador e incluso de otros medios liberales que trataban infructuosamente de cortejarle. La verdad es que la nueva carga de trabajo no le vino nada mal para olvidar su situación sentimental a la espera de noticias de su amada y de la hija de ambos.







La Gaceta de las Españas

2 de junio de 1894

A las Alimañas y a sus Protectores



Estimados lectores:

Recientemente, lo más abyecto del periodismo patrio encarnado en ese joven de pluma grosera llamado Jorge Villafranca, ha dado rienda suelta a su verdadera naturaleza, la de protector de alimañas dañinas.

Como es sabido, el citado Villafranca, es un novato en la profesión al que le quedan aún muchas leguas de negra tinta por escribir para que los que llevamos toda la vida en esto podamos considerarle uno de los nuestros. El lector avisado debe abstenerse de tenerle por un periodista de verdad, pese al éxito que obtuvo en un pasado reciente con su crónica de los sucesos acaecidos en Melilla. Éxito efímero del que no quedara recuerdo y una manera de informar muy “de aquí te pillo aquí te mato” con muy poca sustancia al no haber sido tamizada por el filtro de la necesaria reflexión que todo texto ha de pasar antes de llegar al público.

Los errores de la juventud y la inexperiencia casi siempre son perdonables. No así los debidos a la mala fe y al mercantilismo en estos tiempos en los que la vieja espiritualidad de los moradores de la gran nación española está de capa caída. Cada día es más frecuente que el sentido de la justicia y de lo recto, sean puestos en almoneda por cuatro mercachifles como el jefe de Jorge Villafranca, Mariano Acuña, director de ese libelo con ínfulas de tabloide serio que se autodenomina a sí mismo “el Informador”. El “des informador” diría yo más bien que se debería llamar a ese esperpento mal impreso…

El colmo de la iniquidad de estas gentes maliciosas y poco leídas ha sido dar pábulo a las justificaciones de un delincuente convicto y confeso de nombre Jacinto Montaleza. Un ser humano cuyo comportamiento aberrante es el producto del alejamiento de Dios y una injustificada rebeldía contra la autoridad establecida. Autoridad compuesta en nuestra sociedad patria por los mejores y los más preparados para ejercerla, como son los miembros del partido conservador y en su mayoría también los miembros del liberal, ambos tutelados sabiamente por nuestra regente S.M. Doña María Cristina de Habsburgo y su hijo D. Alfonso, que pese a su corta edad, ya apunta maneras para ser un dignísimo sucesor de su padre, el magno Alfonso XII, considerado por los que de esto saben cómo un estadista sobresaliente entre todas las testas coronadas del Viejo Mundo.

En su día, el susodicho Montaleza se libró del garrote del verdugo gracias a la mediación de las autoridades portuguesas. Los portugueses que son nuestros hermanos de la preclara raza ibérica, en este asunto se alejaron de los españoles en el grado de parentesco, pasando de hermanos a “primos”. Su gestión del caso al entregar a Montaleza y su compinche el sanguinario Juan Maroto Fresneda, alias “Juanote” poniendo como condición que no fueran ejecutados al cruzar la frontera fue un craso error. Cualquier persona cabal estará de acuerdo conmigo en que les deberían haber ajusticiado ellos mismos y haber expuesto sus miserables despojos en la frontera para escarmiento de malhechores de uno y otro lado.

La semilla de la mala hierba ha sido sembrada con profusión por estos enemigos del imperio de la justicia, adversarios de la verdadera fe católica romana. Los nuevos partidos de izquierdas: socialistas, anarquistas y demás patulea atea y contraria a las más elementales normas del sentido común, han adoptado a Jacinto Montaleza como a un nuevo mártir. Este delincuente, al que sus cómplices del informador nos presentan como una víctima de una injusticia social inexistente en España, es un lobo con piel de cordero que únicamente debería sentir: el abrazo del cepo y el beso del plomo, en lugar de la mano del inexperto Villafranca acariciándole el lomo. Una mano que, más pronto que tarde, morderá el citado Montaleza fiel a su naturaleza lobuna y que el infame Mariano Acuña no se dignará ni siquiera vendar una vez que no sirva a su único objetivo, que no es otro que el de llenar su bolsillo de monedas de plata como las que percibió Judas Iscariote por vender a nuestro salvador Jesucristo.



Carlos Cebollero Martín





EL FARO DEL LIBREPENSADOR.

3 de junio de 1894

La injusticia fuente de todos los males en nuestra sociedad.



Recientemente ha saltado a la palestra de la opinión de este país el conocido como “caso Montaleza” un ejemplo paradigmático de cómo esta injusta sociedad puede destruir la vida de uno de sus individuos.

D. Jacinto Montaleza, pobre entre los pobres, arrinconado por caciques y curas y por la ignorancia en la que estos tratan de sumir habitualmente a los hijos del pueblo, no tuvo más remedio desde su más tierna infancia que seguir el estrecho camino que lleva a muchos desfavorecidos a la delincuencia y la rebelión.

Hoy, en las postrimerías del siglo XX, cuando toca a su fin el siglo que fue testigo del final del antiguo régimen con el que desaparecieron, como el recuerdo de una larga y oscura noche, la servidumbre e incluso la esclavitud, gracias a la sangre derramada por el pueblo, Jacinto Montaleza sigue prisionero en un lóbrego penal. En su cautiverio ha sido sometido a un trato inhumano, obligado a luchar en una guerra que no es la suya y que no es la del pueblo.

¿Qué le queda en esta vida a Jacinto Montaleza? Solamente le queda la alternativa de la fuga (misión imposible) o abandonar este perro mundo por la puerta de atrás, colgándose un día de los barrotes de su celda, cegado por la más absoluta desesperación.

Es misión de todo hombre de bien, ofrecer a Montaleza y a tantos millones de seres humanos víctimas de la injusticia social otras alternativas y esto es lo que se propone a hacer este diario. Para este fin, hemos remitido cartas a los gobiernos de las naciones vecinas y de la Santa Sede, para que intercedan a favor del preso. Así mismo, estamos remitiendo copia en nuestro nombre de los miles de cartas que nuestros lectores nos envían apiadándose de la mala situación en la que se encuentra el penado.

No ocultamos que nuestro objetivo final sería que D. Jacinto Montaleza pudiera pasar el tiempo que le quede de vida en libertad, en su querida comarca de los Montes de Toledo la tierra que le vio nacer, pero mientras tanto, al menos esperamos que nuestro empeño suavice su riguroso cautiverio y por extensión el de tantos y tantos otros en una situación similar.



Melchor Cerrudo Cantalejo.





Capítulo 6 de Hijos de los Montes

4 de junio de 1894

Jorge Villafranca Vargas



Antonio Merendón no había nacido en los Montes si no en el llano, en Dos Barrios un pueblo cercano a Ocaña, pero su manera de hacer la guerra era como la nuestra. De muy joven fue reclutado para ir voluntario a hacer el servicio militar en Cuba con un ardid.  Estaba en una taberna con otros mozos de su pueblo bebiendo un vaso de vino y aparecieron unos militares de la caja de reclutas de Toledo invitando a beber a todo el mundo. Como era mozo y con poco aguante para la bebida, enseguida cayó como un tronco. Al día siguiente se despertó en un tren camino de Cádiz. Cuando quiso protestar recibió un puñetazo por parte del sargento que le palmeaba la espalda y le invitaba a beber la noche anterior. El militar le puso delante un papel en el que decía que había firmado como recluta por seis años, pese a que Merendón no sabía leer ni escribir.

En la isla caribeña siempre estaba metido en todos los fregados, era un rebelde nato. No obstante, su valor en combate era innegable y pronto ascendió a cabo. A los cinco años de servicio recibió un machetazo de un mambí en la cara. Perdió un ojo y a punto estuvo de perder la vida por las deficientes condiciones sanitarias del hospital. Fue repatriado a la península y como no recibía los papeles de la licencia y ante la complicada situación militar española que amenazaba con su reenganche forzoso pese a ser un mutilado, escogió el camino que llevaba a los Montes.

Sus dotes de líder le hicieron que pronto mandara una partida que también sirvió, con la misma promesa que el resto, a la causa del rey Carlos.

Tras el fiasco de Camuñas, tardamos tiempo en volver a actuar en el llano. En febrero los carlistas más destacados de la Mancha fuimos convocados por el general Sabariegos cerca de Horcajo. Yo acudí junto con el cura de Alcabón, con los galones de sargento adornando mis bocamangas

La partida del Cura y los Juanotes iba a asaltar en Algodor muy cerca de Aranjuez, un tren que transportaba armas ayudados por Merendón y sus hombres. 

El resplandor de las hogueras iluminaba los rostros barbudos y curtidos por los elementos. El general Sabariegos daba instrucciones a los jefes de las partidas de la acción que iban a acometer con las primeras luces. Merendón y su grupo esperarían antes de la estación que sería donde desvalijaríamos al tren y sus pasajeros. Los Juanotes y el cura llegarían por detrás del tren y un grupo selecto de jinetes entre los que yo me encontraba, seríamos los encargados de detenerlo.

Al amanecer ocupamos nuestras posiciones. Mi grupo formado por diez jinetes se ocultó tras una pequeña elevación junto a la vía que corría paralela a la cinta de plata del Tajo.

El reflejo del heliógrafo nos indicó que el convoy se acercaba. Nosotros a su vez rebotamos la señal a la posición de Merendón. El tren se fue haciendo poco a poco más grande con su negra columna de humo. Cuando rebasó nuestra loma, picamos espuelas y galopamos raudos por su costado. Pronto alcanzamos la locomotora, pero para nuestra sorpresa el vagón delantero iba lleno de soldados. Un cabo que fumaba u pitillo en los topes del vagón fue el primero en dar la voz de alarma. Pronto comenzaron a disparar desde las ventanillas del ferrocarril. Briones, Telaraña y el Feo de Cariño cayeron fulminados por aquella lluvia de plomo, los demás nos apartamos de la vía y del fuego mortífero de aquel vagón.

Viendo que el tren se nos marchaba y que no íbamos a ser capaces de detenerlo antes de que llegase a donde Merendón, piqué espuelas a mi magnífico caballo y haciendo una curva me planté justo delante de la locomotora y pasé al otro lado de la vía. Mis compañeros seguían al mismo lado disparando sus revólveres en un intento casi suicida de mantener el fuego enemigo en el lado contrario del tren. Sin que los maquinistas percibieran mi presencia salte a la locomotora. A punto estuve de caer y ser devorado por aquellas grandes ruedas de acero, pero en un instante estaba en la cabina con el revólver en la mano.

- ¡DETENED EL TREN AHORA MISMO O SOIS HOMBRES MUERTOS! - Dije a las espaldas del maquinista y el fogonero que sorprendidos se volvieron hacia mí.

El encargado de la caldera blandía una pala con la que, con sorprendente velocidad me lanzó un golpe. Yo lo esquivé por poco, pero perdí el revólver. Ahora los dos, el fogonero con la pala y el maquinista con una palanca de hierro me hacían frente. La pala pasó tan cerca de mi cabeza que me arrancó la boina roja, pero yo había recuperado el revólver y le pegué un tiro en el estómago. Luego encañoné al maquinista que inmediatamente depuso la barra.

- ¡AHORA DETÉN EL TREN O ERES HOMBRE MUERTO, HIJO DE PUTA! -

Sin demora el hombre accionó la palanca del freno y el convoy comenzó lentamente a perder velocidad. El tren se detuvo tan solo a unos metros del punto de la vía donde Antonio Merendón estaba parado sobre su caballo.

Los soldados hicieron intento de salir del vagón y plantar cara a las fuerzas que habían detenido el tren. Algunos llegaron a disparar sobre los hombres del tuerto siendo abatidos al punto sin haber causado bajas en las filas de la facción. La llegada de Los Juanotes y del cura de Alcabón disuadió al resto de la tropa de cometer cualquier insensatez. Un teniente que estaba al mando fue el primero en arrojar al suelo sus armas y el resto de los soldados gubernamentales inmediatamente imitaron su gesto.

Con los soldados desarmados y maniatados comenzamos el saqueo del tren. En un vagón cerrado encontramos las armas: varias cajas de fusiles y pistolas, un par de cañones pequeños y munición, sobre todo mucha munición. Mientras robábamos las armas, D. Lucio pedía amablemente a los pasajeros una ayuda para la causa del rey Carlos. Pocos se la negaban más yendo acompañado de los Juanotes, Milreales y el tuerto Antonio Merendón. Tras recibir las “dádivas” el cura entregaba a los “donantes” unas estampitas del Monarca Carlos VII bendecidas por el mismísimo Papa de Roma.

Una parte de las armas se las íbamos a entregar a unos guerrilleros de Córdoba que eran los que nos habían dado el soplo. El resto, lo llevaría el cura a las Vascongadas donde los partidarios de la causa legitimista estaban teniendo los más duros combates.   

Merendón llevó una parte de las armas hasta Porcuna en Córdoba, el lugar convenido para la entrega de su parte a nuestros aliados andaluces y el Cura de Alcabón y yo mismo partimos con el resto hacia Estella que es donde estaba la corte del pretendiente.

Sin duda fue una delación interna en la partida cordobesa que operaba en la sierra de Cardeña y que dirigía un tipo estirado al que llamaban el Guajiro porque había estado muchos años en Cuba. El caso es que las tropas estaban esperando a Merendón, que muy inferior en número se batió como un bravo, aunque todo fue en vano. Finalmente cayó prisionero y fue ajusticiado por garrote en la plaza de Porcuna. Una muerte ignominiosa reservada a los bandidos y a los asesinos. Quedaba claro que el nuevo Rey de Madrid, Alfonso XII, no pensaba darnos la consideración de militares que daría a cualquier enemigo extranjero.

La noticia de la muerte de Antonio Merendón, que, aunque no de nacimiento, era por valor y hambre un hijo de los montes como nosotros, nos llegó a D. Lucio y a mí en la corte de Estella a principios del invierno de 1875.


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