CARTAS
Jorge llevaba sin noticias de Margarita desde hacía un par
de semanas. Fiel a lo hablado con su amada, mantuvo un resignado silencio a la
espera de que las gestiones del conde, su futuro suegro, si todo salía bien
diesen sus frutos.
El calor comenzaba a apretar en la Villa y Corte y la
familia real había anunciado su intención de trasladarse a su residencia
estival en San Sebastián en breve, por lo que la actualidad política y social
languidecía igual que la hierba según avanza el estío. La vida cotidiana, como
todos los años por esas fechas, cambiaba sus horarios. La gente y los negocios
estaban más activos con las primeras horas del día. Con la canícula, la
sacrosanta siesta española se hacía dueña de las asolanadas calles, que no
recobraban el pulso hasta que perezoso llegaba el atardecer acompañado de las
campanas de las iglesias llamando a misa de ocho.
Jorge, aunque no tenía ni cuerpo ni ganas, salía cada noche
con un Vicente Lleó que lo sacaba de paseo, sordo a las protestas del
periodista. Pese a que sus tournées con la gente de la farándula acababan
siempre a las mil y mona y al deterioro consiguiente de su hígado, el
periodista agradecía la atención y el cariño que su bohemio amigo le dedicaba y
que, una vez más, le ayudaba a pasar aquel punto muerto en el que se encontraba
su vida.
Fue al volver de la taberna donde comía a diario, ignorante
como cualquier varón de su época del arte de cocinar, cuando en el rellano de
la escalera se encontró con Nuria, la doncella de su amada Margarita Marlasca.
Sorprendido, al punto la hizo pasar al interior de su piso. Nuria contó a Jorge
de que tanto Margarita como Teresa, la hija de ambos estaban perfectamente.
Había sido difícil, pero finalmente Margarita y su padre se
habían podido ver a solas y esta le había informado de sus tristes
circunstancias. El conde que además de padre cariñoso y atento con su única
hija era pese a su título de nobleza, un librepensador al que las rígidas
convenciones sociales y la falsa moral católica con respecto al papel de la
mujer le traían bastante al fresco. A pesar de esto, Eliseo Marlasca conde de
Matarromera, no era ningún ingenuo y sabía de las graves consecuencias ya no
solo sociales, si no económicas que podían suponer para su familia la ruptura
de aquel matrimonio bendecido por la corona y la iglesia. En cualquier caso, el
conde que era un hombre muy bien relacionado consultó el caso con algunos de
los mejores juristas del reino, amigos suyos personales.
En una carta que traía la doncella, Margarita le contaba sus
planes. El asunto era más peliagudo de lo que podía parecer. Ante un caso
flagrante de adulterio como era el suyo con una hija de por medio, ambos
amantes podían acabar dando con sus huesos en prisión. Este asunto del
adulterio, en la mayoría de los casos se acababa solventando con una multa y
más tratándose de gente pudiente. Otro cantar era la ruptura de un matrimonio.
Emiliano Fuensalida podía repudiar públicamente a su esposa, pero la anulación
eclesiástica podía tardar años, más solicitándola una mujer, años en los que
Margarita y Teresa quedarían marcadas ante los demás como unas apestadas hasta
que Jorge pudiera casarse con ella y reconocer a su hija.
La única salida que les quedaba era marcharse del país y
cambiar de identidad, al menos por un tiempo. El conde contaba con el dinero
suficiente y estaba dispuesto a ayudarles. Era una decisión muy difícil de
tomar para Jorge, pero su amor por Margarita estaba por encima de todo, así que
la respuesta que el periodista enviaba a su amada era afirmativa.
Jorge acompañó a Nuria al portal. La calle a esas horas
estaba desierta. Miro a uno y otro lado y al no ver a nadie se despidió de la
doncella con un beso en la mejilla y un afectuoso apretón de manos. Contemplo
desde el portal como la mujer se perdía en la calle desierta y luego se metió
en el portal cerrando la puerta tras de sí. Unos instantes después, tras una
esquina testigo de la conversación, se hizo visible la figura maciza del mulato
Carlos Bayón.
Capítulo 8 de Hijos de los Montes
18 de junio de 1894
Jorge Villafranca Vargas
Llegué a los Montes tres semanas después de despedir al Rey
Carlos. De los Juanotes no había señal alguna. Como era de suponer se habían
escondido a la espera de acontecimientos, pero yo sabía dónde buscar y no tardé
mucho en dar con su escondite.
-Huele bien ese guiso. ¿Qué es? ¿Conejo? ¿Gato? -
- ¡Joder Malasangre! Que susto me has dado ¿Cómo es que
nadie ha dado la voz de alarma? -
-Porque has puesto de guardia a los más bisoños, además
habéis dejado una vía de entrada sin vigilar…-
- ¿Cuál? - Interrogó Juanote
-El arroyo…- Contesté yo
-Yo por ahí no entro ni, aunque vaya a rastras- Dijo el jefe
de los bandidos reconociendo mi habilidad.
Comimos aquel guiso dudoso que a mí me supo a gloria después
de las penurias pasadas en el viaje desde la frontera en el que, con todos los
caminos vigilados y las fondas llenas de ojos delatores, no pude pasar por
lugar poblado a abastecerme de víveres. Tras la comida, el jefe de los bandidos
me puso al día: Sabariegos había vuelto a Portugal, varios buscados por la
justicia antes de la guerra de la partida de Merendón, se habían unido a
nosotros y básicamente esperábamos cual iba a ser la postura de las autoridades
con respecto a los excombatientes carlistas.
La respuesta nos vino de Toledo en forma de bando publicado
a instancias del gobernador civil D. Ezequiel Alonso, este nos la tenía jurada
desde el asalto a la casa de la dehesa de los Frailes en el que aquellos mal
nacidos de Pelopincho y el Pastor de los Yébenes habían violado a su hija. En
el bando ofrecían quinientas pesetas por los hermanos y por un servidor que
desde lo de D. Salvador Tribes en los Navalucillos había aumentado mi fama de
bandido, trescientas.
Temíamos una persecución como la que sufrimos antes de la
guerra, sólo que esta vez sería peor. Había mucha gente armada y empobrecida
que estaría dispuesta a todo por semejante dineral. Había que acabar con la
serpiente golpeándola en la cabeza.
Como ya había demostrado muchas veces, yo soy un individuo
más que escurridizo por eso fui el elegido para aquella misión.
Me recorté las barbas e incluso tomé un atuendo de
chupatintas con unas gafas y todo y fui a Toledo capital donde residía nuestro
enemigo. Estudié las costumbres del gobernador civil D. Ezequiel. Todos los
días tomaba café a la misma hora en un hotel en la plaza de Zocodover, leía el
periódico y luego volvía caminando hasta el gobierno civil.
Aquella mañana el gobernador tomaba café y fumaba, mientras
charlaba animadamente con otros señores elegantes. Al rato estrechó sus manos y
se despidió internándose en el dédalo de torcidas callejas de la ciudad
imperial. Le abordé justo al lado de la catedral.
-Buenos días D. Ezequiel ¿Tendría usted un minuto? -
-Lo siento joven, voy con mucha prisa. Si desea algo, pásese
por el gobierno civil y pídale cita al funcionario. Ahora si me perdona…-
-No me ha entendido usted bien- le dije apoyando en sus
costillas el cañón de mi revolver, que llevaba escondido bajo un gabán doblado
sobre el brazo.
-Tire para delante y no haga usted tonterías que los
Juanotes le quieren dar un recadito…-
Al oír aquel nombre D. Ezequiel se volvió hacia mí con los
ojos llenos de odio. Por un momento pensé que lo tenía que dejar seco allí mismo,
pero tal vez la decisión de mi gesto le disuadió de cometer una imprudencia.
Mejor sobrevivir hoy para poder cobrarse venganza mañana, debió de pensar.
-Ante todo queremos disculparnos por lo que le sucedió a su
hija en la casa de los Navalucillos. Todos tenemos hijas, hermanas, esposas y
madres y nosotros no actuamos así. No le voy a negar que seamos ladrones, lo
mismito que usted D. Ezequiel Alonso… si si no me mire usted así, que cuando
compró por cuatro perras las tierras de los frailes en la desamortización, dejó
a muchos en la calle, entre otros a mi familia. Sabe usted que los que violaron
a su hija están muertos. Uno era Matías Santos “el Pelopincho” al que mató una
bala de ustedes y el otro Pedro Ontiveros conocido como “el Pastor de los
Yébenes” le ajusticiamos nosotros como la ley de los bandoleros dice que hay
que matar a las alimañas de su clase. -
- ¡Muchas gracias por sus disculpas! ¿Necesitan que haga alguna
cosa por ustedes? - Dijo el gobernador civil con un deje de sorna que denotaba
que servidor no estaba hablando con ningún cobarde.
-Pues sí, retirar el bando en el que pone usted precio a
nuestras cabezas-
- ¿O si no? - Dijo D. Ezequiel retador.
-Usted y nosotros somos hombres de negocios. Yo no creo en
el honor entre ladrones y por tanto no le voy a hacer ningún juramento solemne,
pero si ese bando sigue vigente la semana que viene aténgase a las
consecuencias. A cambio le ofrecemos un pacto de no agresión e incluso nuestra
colaboración en cualquier asunto que desee resolver extraoficialmente. No tiene
que responderme ahora. Medite sobre las ventajas del acuerdo y mande el viernes
de la semana que viene a su capataz a esta dirección con la respuesta si acepta
usted el trato. Que pase usted un buen día.
Así deje a D. Zacarías Alonso boquiabierto a las puertas de
la catedral de Toledo. El viernes siguiente el nuevo capataz de la dehesa de
los frailes vino con la respuesta. Los carteles con nuestros rostros
desaparecieron de todas las fachadas y puertas donde los habían clavado y nunca
volvimos a tener problemas con el gobernador civil de Toledo, incluso este nos
encargaba a cambio de un generoso estipendio, la vigilancia de su finca en los
periodos en los que él y sus invitados compartían jornadas de caza en la dehesa
de los Frailes de los Navalucillos.
Fue una buena época. Mientras el país trataba de
recomponerse, nosotros medrábamos al amparo de nuestras montañas, cuartel y
santuario. Además del acuerdo con las autoridades, llegamos a un entendimiento
con la gente de los pueblos de la comarca como nunca antes habíamos logrado.
Algunos de los nuestros que tenían familia, dormían de vez en cuando en sus
antiguas casas con cierta tranquilidad y es que ya no robábamos en nuestros
lugares de nacimiento, nos habíamos especializados en grandes golpes fuera de
los Montes y repartíamos rumbosos una parte de aquel botín con nuestros vecinos
más pobres.
Durante la guerra habíamos forjado una férrea alianza con
una partida bandolera que operaba en la sierra de Cardeña en la provincia de
Córdoba. La dirigía un tipo al que llamaban el Guajiro, que tenía mucho dinero
y un cortijo cerca de Montoro. El Guajiro tendría entonces unos cuarenta y
bastantes años y había pasado la mayor parte de su vida en la isla de Cuba. El
origen de su fortuna provenía como decía él “del tráfico de ébano”. El Guajiro
estuvo embarcado muy joven en un buque negrero y de ahí pasó a ser
intermediario en aquel comercio de seres humanos, con grandes terratenientes
del Sur de los Estados Unidos. La verdad es que aquel individuo no le hacía
ascos a casi nada, ya que también era un activo contrabandista, traficante de
armas internacional y líder de una despiadada banda de ladrones y asesinos.
Gracias a su dinero, D. Luis que es como le gustaba que le
llamaran a aquel granuja, se codeaba con las altas esferas y de allí obtenía
información privilegiada para los robos. Nosotros acabamos siendo una sucursal
de sus intereses al norte de Sierra Morena. A mí personalmente aquello no me
gustaba, pero la verdad es que era muy lucrativo y mucho menos arriesgado que
lo que habíamos hecho hasta entonces.
Yo no conocía personalmente a ese “rey” en Sierra Morena
como lo había sido José María “el Tempranillo” setenta años antes, pero después
de un golpe en las minas de Almacén, fui con los Juanotes y otros de la partida
hasta el cortijo del Guajiro a hacerle entrega de su parte.
El tipo se daba
muchos aires para ser un vulgar ladrón, pero he de reconocer en él una mente
privilegiada para el delito. Tras el asalto del tren de Algodor durante la
guerra, se podía decir que en ese tipo de acciones los de la partida de los
Juanotes éramos los números uno y tras entregarle lo acordado del golpe en las
minas nos propuso un nuevo trabajo: el asalto al tren correo que traía la
nómina de los funcionarios de Andalucía, un golpe que podía suponer el retiro
de todos nosotros.
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