viernes, 23 de febrero de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Libro II-HIJOS DE LOS MONTES-REENCUENTRO



REENCUENTRO



Raro era el día en que Vicente Lleó no se pasaba por el periódico o por casa de Jorge, preocupado por el equilibrio emocional de su amigo tras haberle confesado sus cuitas.

Era viernes y al día siguiente se estrenaba una nueva ópera en el Real, Cavaleria Rusticana una obra de un autor italiano llamado Pietro Mascagni que había triunfado ya por todo el mundo

Jorge nunca había acudido a una representación en el Teatro Real y no le interesaba demasiado la ópera, pese al entusiasmo del músico valenciano que exhibía orgulloso un par de entradas de butaca de patio.

- ¡Tienes que venir Jorgito! No veas tú lo difícil que ha sido conseguirlas. Podía haber conseguido entradas para cualquier otra representación, pero merece la pena ir al estreno, además, asiste todo el que es alguien en Madrid ¿Cómo iba a faltar el periodista de moda? -

A regañadientes Jorge se dejó convencer y aquella misma tarde se pasó por el Eslava a probarse un viejo frac del guardarropa. La levita estaba algo gastada, pero a Jorge le sentaba como un guante.

- ¡Joder macho! Te falta un sombrero de copa y si te ve Cánovas te ficha como la nueva joven promesa para el partido conservador. - Dijo Lleó con un deje de admiración ante el magnífico aspecto de su amigo.

A la noche siguiente quedaron en la misma taberna donde Jorge solía comerse los bocadillos de entresijos con su amigo y mentor don Marcelino. Su elegante aspecto chocaba en aquel humilde local, incluso el propietario que conocía de sobra a Jorge Villafranca de sus muchas visitas cuando vivía en la casa de huéspedes de doña Virtudes en la cercana calle del Almendro, al principio le tomó por un joven aristócrata calavera de turné por el Madrid castizo.

Terminaron de cenar y encaminaron sus pasos hacia el Real. Decenas de carruajes elegantes de los que descendían enjoyadas damas y encopetados caballeros, formaban una larga fila ante la puerta del teatro. Una muchedumbre de curiosos se agolpaba junto a las puertas retenidos por un cordón de guardias.

Vicente Lleó y Jorge Villafranca llegaron a pie justo cuando bajaban de sus coches el presidente del gobierno Práxedes Mateo Sagasta y Cánovas del Castillo jefe del partido liberal y de la oposición. Ambos próceres entraron juntos en el teatro como los amiguetes que eran, escenificando el conchaveo que suponía el turno de partidos y la supuesta “democracia” por la que se regía el reino de España. El periodista y el músico esperaron a un lado a que entrasen aquellos importantes personajes y su séquito y luego se dispusieron a entrar.

- ¡ES JORGE VILLAFRANCA, EL PERIODISTA DEL INFORMADOR! - Dijo alguien entre el público que se agolpaba a los lados de las puertas. Numerosos aplausos y algún que otro silbido sonaron al paso de los dos amigos.

-Macho saluda… que aquí hay unos cuantos de los que sostienen tu vida de maharajá. - Dijo Lleó con evidente jolgorio ante el estupor del periodista nada acostumbrado a la exposición pública y que tuvo que forzar una sonrisa mundana y alzar la mano para saludar.

Ya acomodados en sus butacas. El músico explicaba el programa a su amigo neófito en temas operísticos cuando en la sala mandaron guardar silencio, acababa de hacer acto de presencia la reina regente. Todo el teatro se puso en pie cuando la orquesta interpretó los primeros acordes del himno nacional. Luego María Eugenia de Habsburgo respondió con un saludo a los aplausos de la concurrencia y comenzó Cavaleria Rusticana.

La música era envolvente y llena de matices. A Jorge todo le emocionaba y le llamaba la atención. Estaba sonando un bellísimo intermezzo del que Vicente Lleó le había advertido que era la pieza central de aquella ópera, la principal obra de un joven y prometedor compositor italiano, Pietro Mascagni, al que muchos coronaban como el sucesor del gran Giuseppe Verdi, cuando en un palco que hasta hacía poco había permanecido vacío la vio.

Sin duda era ella, la bella y triste Margarita Marlasca que asistía impertérrita a la representación. A su lado, muy erguido en su asiento, don Emiliano Fuensalida y tras ellos la figura maciza de Carlos Bayón.

En un momento dado la mirada de Margarita se cruzó con la suya e incluso creyó percibir como esta palidecía súbitamente. Fue un momento fugaz, pero Jorge estaba seguro de que le había visto.

Finalmente, la ópera terminó con una cerrada ovación por parte del público, teniendo los intérpretes que salir a saludar hasta en seis ocasiones. Vicente le propuso a su amigo tomar una copa de cava, un vino espumoso fabricado en la catalana comarca del Penedés que pretendía competir en las celebraciones elegantes con el champagne francés, pero Jorge sólo tenía una idea fija en la cabeza, encontrarse cara a cara con su amada.

En el hall del Teatro Real, la alta sociedad se codeaba con los músicos. El valenciano conocía a muchos de ellos, todos grandes virtuosos pero que en numerosas ocasiones tenían que completar sus menguados ingresos actuando en el Eslava o incluso en tugurios de mala muerte como Casa la Flaca. Vicente Lleó se movía entre la gente del mundillo como pez en el agua. A los corros con los músicos también se acercaban conocidos personajes de la política. En uno de aquellos corrillos estaba el director Acuña charlando animadamente con don Francisco Silvela.  Al verle don Mariano le hizo un gesto para que se acercase a lo que Jorge no pudo substraerse. La división del partido conservador entre canovistas y silvelistas era aún un tema de candente actualidad y que a un periodista le presentasen a un político tan importante y que pudiera departir con él sobre la actualidad del país, sin duda era un salto de calidad dentro de su profesión, pero Jorge seguía vigilando con el rabillo del ojo la sala por si aparecía su amada.

Justo mientras Francisco Silvela elogiaba la crónica que Jorge había hecho de la guerra de Melilla, apareció en escena Emiliano Fuensalida con Margarita y el inseparable mulato que caminaba tras la pareja como una sombra.

Como el veterano político viera que Jorge desviaba el foco de atención de su persona se volvió viendo al Marqués y su compaña que se dirigían presurosos hacia la puerta y levantó la mano a modo de saludo. Reprimiendo un gesto de fastidio, el diputado cordobés se acercó al grupo donde estaba uno de los hombres fuertes de su partido y el influyente director de el Informador, un diario de tirada nacional.

Tras intercambiar algunas impresiones superficiales sobre la representación que acababan de presenciar y algunas agudezas políticas celebradas con sonoras risas falsas, don Mariano Acuña presentó a Jorge al marqués de Fuensalida.

- ¡Encantado joven! Celebro mucho conocerle. Mi señora es una gran seguidora de su trabajo sobre la reciente guerra de África y también lee lo que está escribiendo sobre ese bandolero… Montaleza creo recordar que se llama. -

A Jorge le dio un vuelco el corazón cuando don Emiliano mencionó a Margarita.

-Querida acércate que vas a conocer a ese periodista al que tanto admiras-

El diputado cordobés hizo las presentaciones. Margarita se acercó con la mirada baja y Jorge se recompuso un tanto, tomó la mano de la dama e inclinó levemente el torso a modo de saludo. Los dos se miraron y sus ojos mantuvieron un diálogo más intenso que cualquiera anterior que ambos hubieran mantenido con nadie. Un silencio incómodo se instaló en el grupo.

Francisco Silvela se despidió de los presentes, los marqueses de Fuensalida también se fueron y se quedaron solos el director Acuña y el periodista. A punto estaba de endosarle una filípica don Mariano a Jorge, cuando llegó Vicente Lleó, que había presenciado la escena unos metros más atrás, al rescate de su amigo.

-Hombre Jorgito… ¿Estás aquí? Don Mariano, mucho gusto en saludarle. -

-Buenas noches don Vicente ¿Qué tal marcha su nueva aventura empresarial en el mundo de la noticia impresa? - Dijo el director con sorna, sabedor del fracaso del periódico que el valenciano había intentado abrir.

- ¡Viento en popa don Mariano, viento en popa! Estoy pensando en robarle a Jorge Villafranca, pero su lealtad a el Informador es tan inamovible, como el macizo de Peñalara. -

Un poco de esgrima verbal después, el músico consiguió arrancar de las garras del director a su amigo y ambos se perdieron en la noche madrileña.











Capítulo 4 de Hijos de los Montes

Madrid 18 de mayo de 1894

Jorge Villafranca Vargas



Partes de los cadáveres descuartizados de Pelopincho y el Pastor fueron expuestas en los cruces de caminos, una práctica que llevaba décadas olvidada. Las autoridades querían acabar con los bandoleros y a los pobres, meterles el miedo en el cuerpo. Se dictó un bando poniendo en busca y captura a todos los miembros de la partida. Por los hermanos ofrecieron trescientas pesetas cada uno y cien por el resto.

 Toda la guardia Civil de Toledo, Ciudad Real y Cáceres nos buscaba. Con las recompensas surgieron los delatores como las setas en otoño después de la lluvia. Tenía vigiladas a las familias de los miembros conocidos y a las de los que se sospechaba que podían pertenecer a la banda de los Juanotes. Muchos fueron los que cayeron en sus propios pueblos, tantos que en la majada de horcajo de casi una treintena de integrantes de la banda antes del atraco solamente quedábamos doce. A más tocamos pensé y además en una comarca tan pobre no habían de faltar nunca buenos candidatos a bandolero. Pero lo primero era lo primero, había que demostrar en los Montes quien seguía mandando y para eso había que escarmentar a los chivatos.

Todavía contábamos con lealtades. Unas verdaderas, motivadas por los agravios de los poderosos y la administración, otras compradas con dinero y las más forjadas por el miedo. En cada pueblo y aldea, desde Consuegra hasta la frontera de Portugal sabíamos quien había vendido a los nuestros.

Llegábamos por la noche e íbamos directos a la casa de los delatores. En aquellas fechas dejamos bastantes huérfanos y viudas. Respetábamos a mujeres y niños, pero les despojábamos de sus míseros bienes y quemábamos sus casas.

El invierno lo pasamos en el corazón de la sierra cobijándonos de los rigores de la estación en unas cuevas junto al Rocigalgo que muy pocos conocían. Hacíamos planes de los nuevos golpes que daríamos con la primavera. No nos faltaba nada que pudiéramos desear. Teníamos comida, vino y mujeres que de buen grado nos habían acompañado a nuestro retiro serrano.

Una mañana de febrero aún fría, me desperté con las primeras luces. El que ha pasado mucho tiempo en el monte se acostumbra a los sonidos del mismo y yo esa mañana yo los echaba a faltar. Hice como que no me daba cuenta y entré en el entramado de cuevas y advertí a mis compañeros para que se armaran y se prepararan para un ataque.

Antes de que nos pudiéramos dar cuenta se nos echaron encima. Eran casi cincuenta jinetes y tiradores apostados en las peñas que nos rodeaban. Antes del alba habían eliminado a los compañeros que hacían guardia. A su cabeza galopaban D. Jeremías que era el nuevo gobernador civil de Toledo y el capataz Salvador Trives.

Gracias a mi aviso pudimos repeler inicialmente el ataque y ensillar prestos los caballos. Era casi imposible salir de aquel embudo, así que para evitar que nos dispararan arremetimos contra los jinetes. En un choque hombre contra hombre, animal contra animal los tiradores apostados en las alturas no podían hacer fuego a riesgo de alcanzar a los suyos. Así pudimos escapar con muy pocas bajas y dispersarnos por la sierra.

En aquel asalto era patente la mano del capataz. D. Jeremías, por muy gobernador civil que fuese no habría sido capaz de planear una acción así ni en diez vidas. D. Salvador Trives al contrario que el propietario, era un hijo de los montes como nosotros y sabía bien como pensábamos y actuábamos.

En poco tiempo volvimos a reunir la banda y cuando la jara blanqueaba de flores decidimos tomar de nuevo el camino de la venganza.

Para no quedarse aislado en medio de la nada D. Salvador se había mudado con su familia de la casona de la dehesa a su antigua casa en los Navalucillos, justo en el centro del pueblo con el ayuntamiento, la guardia civil y muchos vecinos a su alrededor. Era del todo imposible hacerse con su persona sin alertar a todo el pueblo. Así pensaba el capataz que podía dormir tranquilo con nosotros aun libres.

Llegamos una noche sin ruido, redujimos a los centinelas y atrancamos desde fuera las puertas del cuartel de los civiles y el ayuntamiento, luego fuimos a casa del capataz y le sacamos a la calle. Ningún vecino se atrevió a asomar el morro. Fieles a nuestra política pensábamos ejecutarle, saquear y quemar la casa, pero respetando a su familia.

Recorría yo las habitaciones con un candil y un revolver cuando tras abrir una de las puertas encontré allí al hijo de D.  Salvador, el mismo que haciendo trampas en el sorteo del servicio militar se tenía que haber ido a Filipinas en lugar de un servidor. Tras Manuel, que así se llamaba mi quinto el hijo del capataz, se ocultaba una mujer en camisón. Al principio no la reconocí, pero cuando le acerqué la luz no me cabía ya ninguna duda.

-Laura… ¿Qué haces tú aquí? - Pregunté con la esperanza de que ella negara lo evidente

- ¿Jacinto? ¿Eres tú? -

-Sí- Dije yo bajándome el pañuelo que me cubría el rostro.

-No sabía nada de ti Pensaba que habías muerto y él me pidió matrimonio…-

Laura y yo nos mirábamos en silencio durante un rato que a mí me pareció eterno, cuando de improviso Manuel Trives que hasta entonces había estado quieto paralizado por el miedo, hizo ademán de alcanzar algo en la mesilla. En un acto reflejo mi dedo apretó el gatillo y el hijo del capataz cayó muerto inmediatamente junto a la cama. Retrocedí mirando a mi antiguo amor y me di la vuelta. Resonaba aún el llanto de Laura a mis espaldas cuando salí de la casa como un sonámbulo. En el porche me di de bruces con las botas de D. Salvador que colgaba de una viga.

Desalentado, en la calle, pude ver como un par de mis compinches lanzaban antorchas al interior de la vivienda, en ese instante me acorde de que Laura seguía aun dentro y quise volver para salvarla, pero el brazo de hierro del Juanote me lo impidió. Después huimos de los Navalucillos, mientras los vecinos trataban de apagar el incendio para que no se extendiera a sus propias casas.

Nunca había matado antes a otro ser humano. Había estado implicado en muchas escaramuzas y había disparado mi arma, pero me constaba que yo nunca hasta entonces había matado a nadie. Les conté a los Juanotes lo que había ocurrido dentro de la casa.

-No ha sido culpa tuya. Te tenías que defender y en cuanto a tu novia tampoco podías hacer nada ya. No te hagas mala sangre…- Así es como nació el apodo que desde entonces llevo “el Malasangre”

Después de entrar en los Navalucillos y acabar con D. Salvador, ya nadie se atrevía a oponérsenos. Los grandes propietarios preferían pagar a enfrentarse a nosotros y las autoridades poco podían hacer contra unos hijos de aquellos montes de los que nunca se sabía a ciencia cierta donde estaban ni donde iban a volver a actuar.

Algún tiempo después llegó a mis manos un periódico donde se recogía la crónica del asalto. En el interior de la casa encontraron los cuerpos carbonizados de Laura y de Manuel con un tiro en la cabeza, este último sostenía en su mano un crucifijo.




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