REENCUENTRO
Raro era el día en que Vicente Lleó no se pasaba por el
periódico o por casa de Jorge, preocupado por el equilibrio emocional de su
amigo tras haberle confesado sus cuitas.
Era viernes y al día siguiente se estrenaba una nueva ópera
en el Real, Cavaleria Rusticana una obra de un autor italiano llamado Pietro
Mascagni que había triunfado ya por todo el mundo
Jorge nunca había acudido a una representación en el Teatro
Real y no le interesaba demasiado la ópera, pese al entusiasmo del músico
valenciano que exhibía orgulloso un par de entradas de butaca de patio.
- ¡Tienes que venir Jorgito! No veas tú lo difícil que ha
sido conseguirlas. Podía haber conseguido entradas para cualquier otra
representación, pero merece la pena ir al estreno, además, asiste todo el que
es alguien en Madrid ¿Cómo iba a faltar el periodista de moda? -
A regañadientes Jorge se dejó convencer y aquella misma
tarde se pasó por el Eslava a probarse un viejo frac del guardarropa. La levita
estaba algo gastada, pero a Jorge le sentaba como un guante.
- ¡Joder macho! Te falta un sombrero de copa y si te ve
Cánovas te ficha como la nueva joven promesa para el partido conservador. -
Dijo Lleó con un deje de admiración ante el magnífico aspecto de su amigo.
A la noche siguiente quedaron en la misma taberna donde
Jorge solía comerse los bocadillos de entresijos con su amigo y mentor don
Marcelino. Su elegante aspecto chocaba en aquel humilde local, incluso el propietario
que conocía de sobra a Jorge Villafranca de sus muchas visitas cuando vivía en
la casa de huéspedes de doña Virtudes en la cercana calle del Almendro, al
principio le tomó por un joven aristócrata calavera de turné por el Madrid
castizo.
Terminaron de cenar y encaminaron sus pasos hacia el Real.
Decenas de carruajes elegantes de los que descendían enjoyadas damas y
encopetados caballeros, formaban una larga fila ante la puerta del teatro. Una
muchedumbre de curiosos se agolpaba junto a las puertas retenidos por un cordón
de guardias.
Vicente Lleó y Jorge Villafranca llegaron a pie justo cuando
bajaban de sus coches el presidente del gobierno Práxedes Mateo Sagasta y
Cánovas del Castillo jefe del partido liberal y de la oposición. Ambos próceres
entraron juntos en el teatro como los amiguetes que eran, escenificando el
conchaveo que suponía el turno de partidos y la supuesta “democracia” por la
que se regía el reino de España. El periodista y el músico esperaron a un lado
a que entrasen aquellos importantes personajes y su séquito y luego se
dispusieron a entrar.
- ¡ES JORGE VILLAFRANCA, EL PERIODISTA DEL INFORMADOR! -
Dijo alguien entre el público que se agolpaba a los lados de las puertas.
Numerosos aplausos y algún que otro silbido sonaron al paso de los dos amigos.
-Macho saluda… que aquí hay unos cuantos de los que
sostienen tu vida de maharajá. - Dijo Lleó con evidente jolgorio ante el
estupor del periodista nada acostumbrado a la exposición pública y que tuvo que
forzar una sonrisa mundana y alzar la mano para saludar.
Ya acomodados en sus butacas. El músico explicaba el
programa a su amigo neófito en temas operísticos cuando en la sala mandaron
guardar silencio, acababa de hacer acto de presencia la reina regente. Todo el
teatro se puso en pie cuando la orquesta interpretó los primeros acordes del
himno nacional. Luego María Eugenia de Habsburgo respondió con un saludo a los
aplausos de la concurrencia y comenzó Cavaleria Rusticana.
La música era envolvente y llena de matices. A Jorge todo le
emocionaba y le llamaba la atención. Estaba sonando un bellísimo intermezzo del
que Vicente Lleó le había advertido que era la pieza central de aquella ópera,
la principal obra de un joven y prometedor compositor italiano, Pietro
Mascagni, al que muchos coronaban como el sucesor del gran Giuseppe Verdi,
cuando en un palco que hasta hacía poco había permanecido vacío la vio.
Sin duda era ella, la bella y triste Margarita Marlasca que
asistía impertérrita a la representación. A su lado, muy erguido en su asiento,
don Emiliano Fuensalida y tras ellos la figura maciza de Carlos Bayón.
En un momento dado la mirada de Margarita se cruzó con la
suya e incluso creyó percibir como esta palidecía súbitamente. Fue un momento
fugaz, pero Jorge estaba seguro de que le había visto.
Finalmente, la ópera terminó con una cerrada ovación por
parte del público, teniendo los intérpretes que salir a saludar hasta en seis
ocasiones. Vicente le propuso a su amigo tomar una copa de cava, un vino
espumoso fabricado en la catalana comarca del Penedés que pretendía competir en
las celebraciones elegantes con el champagne francés, pero Jorge sólo tenía una
idea fija en la cabeza, encontrarse cara a cara con su amada.
En el hall del Teatro Real, la alta sociedad se codeaba con
los músicos. El valenciano conocía a muchos de ellos, todos grandes virtuosos
pero que en numerosas ocasiones tenían que completar sus menguados ingresos
actuando en el Eslava o incluso en tugurios de mala muerte como Casa la Flaca.
Vicente Lleó se movía entre la gente del mundillo como pez en el agua. A los
corros con los músicos también se acercaban conocidos personajes de la
política. En uno de aquellos corrillos estaba el director Acuña charlando
animadamente con don Francisco Silvela.
Al verle don Mariano le hizo un gesto para que se acercase a lo que
Jorge no pudo substraerse. La división del partido conservador entre canovistas
y silvelistas era aún un tema de candente actualidad y que a un periodista le
presentasen a un político tan importante y que pudiera departir con él sobre la
actualidad del país, sin duda era un salto de calidad dentro de su profesión,
pero Jorge seguía vigilando con el rabillo del ojo la sala por si aparecía su
amada.
Justo mientras Francisco Silvela elogiaba la crónica que
Jorge había hecho de la guerra de Melilla, apareció en escena Emiliano
Fuensalida con Margarita y el inseparable mulato que caminaba tras la pareja
como una sombra.
Como el veterano político viera que Jorge desviaba el foco
de atención de su persona se volvió viendo al Marqués y su compaña que se
dirigían presurosos hacia la puerta y levantó la mano a modo de saludo.
Reprimiendo un gesto de fastidio, el diputado cordobés se acercó al grupo donde
estaba uno de los hombres fuertes de su partido y el influyente director de el
Informador, un diario de tirada nacional.
Tras intercambiar algunas impresiones superficiales sobre la
representación que acababan de presenciar y algunas agudezas políticas
celebradas con sonoras risas falsas, don Mariano Acuña presentó a Jorge al
marqués de Fuensalida.
- ¡Encantado joven! Celebro mucho conocerle. Mi señora es
una gran seguidora de su trabajo sobre la reciente guerra de África y también
lee lo que está escribiendo sobre ese bandolero… Montaleza creo recordar que se
llama. -
A Jorge le dio un vuelco el corazón cuando don Emiliano
mencionó a Margarita.
-Querida acércate que vas a conocer a ese periodista al que
tanto admiras-
El diputado cordobés hizo las presentaciones. Margarita se
acercó con la mirada baja y Jorge se recompuso un tanto, tomó la mano de la
dama e inclinó levemente el torso a modo de saludo. Los dos se miraron y sus
ojos mantuvieron un diálogo más intenso que cualquiera anterior que ambos
hubieran mantenido con nadie. Un silencio incómodo se instaló en el grupo.
Francisco Silvela se despidió de los presentes, los
marqueses de Fuensalida también se fueron y se quedaron solos el director Acuña
y el periodista. A punto estaba de endosarle una filípica don Mariano a Jorge,
cuando llegó Vicente Lleó, que había presenciado la escena unos metros más
atrás, al rescate de su amigo.
-Hombre Jorgito… ¿Estás aquí? Don Mariano, mucho gusto en
saludarle. -
-Buenas noches don Vicente ¿Qué tal marcha su nueva aventura
empresarial en el mundo de la noticia impresa? - Dijo el director con sorna,
sabedor del fracaso del periódico que el valenciano había intentado abrir.
- ¡Viento en popa don Mariano, viento en popa! Estoy
pensando en robarle a Jorge Villafranca, pero su lealtad a el Informador es tan
inamovible, como el macizo de Peñalara. -
Un poco de esgrima verbal después, el músico consiguió
arrancar de las garras del director a su amigo y ambos se perdieron en la noche
madrileña.
Capítulo 4 de Hijos de los Montes
Madrid 18 de mayo de 1894
Jorge Villafranca Vargas
Partes de los cadáveres descuartizados de Pelopincho y el
Pastor fueron expuestas en los cruces de caminos, una práctica que llevaba
décadas olvidada. Las autoridades querían acabar con los bandoleros y a los
pobres, meterles el miedo en el cuerpo. Se dictó un bando poniendo en busca y
captura a todos los miembros de la partida. Por los hermanos ofrecieron
trescientas pesetas cada uno y cien por el resto.
Toda la guardia Civil
de Toledo, Ciudad Real y Cáceres nos buscaba. Con las recompensas surgieron los
delatores como las setas en otoño después de la lluvia. Tenía vigiladas a las
familias de los miembros conocidos y a las de los que se sospechaba que podían
pertenecer a la banda de los Juanotes. Muchos fueron los que cayeron en sus
propios pueblos, tantos que en la majada de horcajo de casi una treintena de
integrantes de la banda antes del atraco solamente quedábamos doce. A más
tocamos pensé y además en una comarca tan pobre no habían de faltar nunca
buenos candidatos a bandolero. Pero lo primero era lo primero, había que
demostrar en los Montes quien seguía mandando y para eso había que escarmentar
a los chivatos.
Todavía contábamos con lealtades. Unas verdaderas, motivadas
por los agravios de los poderosos y la administración, otras compradas con
dinero y las más forjadas por el miedo. En cada pueblo y aldea, desde Consuegra
hasta la frontera de Portugal sabíamos quien había vendido a los nuestros.
Llegábamos por la noche e íbamos directos a la casa de los
delatores. En aquellas fechas dejamos bastantes huérfanos y viudas.
Respetábamos a mujeres y niños, pero les despojábamos de sus míseros bienes y
quemábamos sus casas.
El invierno lo pasamos en el corazón de la sierra
cobijándonos de los rigores de la estación en unas cuevas junto al Rocigalgo
que muy pocos conocían. Hacíamos planes de los nuevos golpes que daríamos con
la primavera. No nos faltaba nada que pudiéramos desear. Teníamos comida, vino
y mujeres que de buen grado nos habían acompañado a nuestro retiro serrano.
Una mañana de febrero aún fría, me desperté con las primeras
luces. El que ha pasado mucho tiempo en el monte se acostumbra a los sonidos
del mismo y yo esa mañana yo los echaba a faltar. Hice como que no me daba
cuenta y entré en el entramado de cuevas y advertí a mis compañeros para que se
armaran y se prepararan para un ataque.
Antes de que nos pudiéramos dar cuenta se nos echaron
encima. Eran casi cincuenta jinetes y tiradores apostados en las peñas que nos
rodeaban. Antes del alba habían eliminado a los compañeros que hacían guardia.
A su cabeza galopaban D. Jeremías que era el nuevo gobernador civil de Toledo y
el capataz Salvador Trives.
Gracias a mi aviso pudimos repeler inicialmente el ataque y
ensillar prestos los caballos. Era casi imposible salir de aquel embudo, así
que para evitar que nos dispararan arremetimos contra los jinetes. En un choque
hombre contra hombre, animal contra animal los tiradores apostados en las
alturas no podían hacer fuego a riesgo de alcanzar a los suyos. Así pudimos
escapar con muy pocas bajas y dispersarnos por la sierra.
En aquel asalto era patente la mano del capataz. D.
Jeremías, por muy gobernador civil que fuese no habría sido capaz de planear
una acción así ni en diez vidas. D. Salvador Trives al contrario que el
propietario, era un hijo de los montes como nosotros y sabía bien como
pensábamos y actuábamos.
En poco tiempo volvimos a reunir la banda y cuando la jara
blanqueaba de flores decidimos tomar de nuevo el camino de la venganza.
Para no quedarse aislado en medio de la nada D. Salvador se
había mudado con su familia de la casona de la dehesa a su antigua casa en los
Navalucillos, justo en el centro del pueblo con el ayuntamiento, la guardia
civil y muchos vecinos a su alrededor. Era del todo imposible hacerse con su
persona sin alertar a todo el pueblo. Así pensaba el capataz que podía dormir
tranquilo con nosotros aun libres.
Llegamos una noche sin ruido, redujimos a los centinelas y
atrancamos desde fuera las puertas del cuartel de los civiles y el
ayuntamiento, luego fuimos a casa del capataz y le sacamos a la calle. Ningún
vecino se atrevió a asomar el morro. Fieles a nuestra política pensábamos
ejecutarle, saquear y quemar la casa, pero respetando a su familia.
Recorría yo las habitaciones con un candil y un revolver
cuando tras abrir una de las puertas encontré allí al hijo de D. Salvador, el mismo que haciendo trampas en el
sorteo del servicio militar se tenía que haber ido a Filipinas en lugar de un
servidor. Tras Manuel, que así se llamaba mi quinto el hijo del capataz, se
ocultaba una mujer en camisón. Al principio no la reconocí, pero cuando le
acerqué la luz no me cabía ya ninguna duda.
-Laura… ¿Qué haces tú aquí? - Pregunté con la esperanza de
que ella negara lo evidente
- ¿Jacinto? ¿Eres tú? -
-Sí- Dije yo bajándome el pañuelo que me cubría el rostro.
-No sabía nada de ti Pensaba que habías muerto y él me pidió
matrimonio…-
Laura y yo nos mirábamos en silencio durante un rato que a
mí me pareció eterno, cuando de improviso Manuel Trives que hasta entonces
había estado quieto paralizado por el miedo, hizo ademán de alcanzar algo en la
mesilla. En un acto reflejo mi dedo apretó el gatillo y el hijo del capataz
cayó muerto inmediatamente junto a la cama. Retrocedí mirando a mi antiguo amor
y me di la vuelta. Resonaba aún el llanto de Laura a mis espaldas cuando salí
de la casa como un sonámbulo. En el porche me di de bruces con las botas de D.
Salvador que colgaba de una viga.
Desalentado, en la calle, pude ver como un par de mis
compinches lanzaban antorchas al interior de la vivienda, en ese instante me
acorde de que Laura seguía aun dentro y quise volver para salvarla, pero el
brazo de hierro del Juanote me lo impidió. Después huimos de los Navalucillos,
mientras los vecinos trataban de apagar el incendio para que no se extendiera a
sus propias casas.
Nunca había matado antes a otro ser humano. Había estado
implicado en muchas escaramuzas y había disparado mi arma, pero me constaba que
yo nunca hasta entonces había matado a nadie. Les conté a los Juanotes lo que
había ocurrido dentro de la casa.
-No ha sido culpa tuya. Te tenías que defender y en cuanto a
tu novia tampoco podías hacer nada ya. No te hagas mala sangre…- Así es como
nació el apodo que desde entonces llevo “el Malasangre”
Después de entrar en los Navalucillos y acabar con D.
Salvador, ya nadie se atrevía a oponérsenos. Los grandes propietarios preferían
pagar a enfrentarse a nosotros y las autoridades poco podían hacer contra unos
hijos de aquellos montes de los que nunca se sabía a ciencia cierta donde
estaban ni donde iban a volver a actuar.
Algún tiempo después llegó a mis manos un periódico donde se
recogía la crónica del asalto. En el interior de la casa encontraron los
cuerpos carbonizados de Laura y de Manuel con un tiro en la cabeza, este último
sostenía en su mano un crucifijo.
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