LA JORNADA DE LOS HEROES
Al día siguiente al mando del general Ortega, la columna de
suministros pedidos por Margallo y los refuerzos llegados a Melilla en los días
anteriores, partieron en dirección a Cabrerizas Altas. Hasta Rostrogordo
avanzaron sin apenas oposición, ya que los rifeños se habían replegado para
reforzar el sitio de los fuertes fuera del alcance de la artillería de las
murallas.
Con el fuerte de Rostrogordo ya a la vista, la situación
cambió radicalmente. Los rifeños disparaban desde las posiciones donde estaban
atrincherados y grupos de raudos jinetes hostigaban a la columna de refuerzos.
El general Ortega no podía hacer otra cosa que aguantar la posición y defender
los carros con los suministros sufriendo un lento pero incesante goteo de
bajas. Cuando las cosas parecían no tener vuelta atrás, las puertas del fuerte
se abrieron y un grupo de unos cien hombres con el capitán Hernández a su
cabeza atacaron a la bayoneta las trincheras desde las que los moros hacían
fuego.
Con el apoyo de Hernández y algunos soldados de caballería,
la columna pudo reemprender la marcha, pero la resistencia era feroz por parte
de los rifeños y el grueso de sus tropas rodeaba el fuerte de Cabrerizas Altas.
Jorge con un amedrentado Andrés Cajiga detrás y Jacinto Montaleza libre de sus
grilletes a su lado, observaba el lento avance de la columna de suministros y
como el capitán Hernández y sus penados asaltaban con fiera eficacia las
trincheras moras. La figura del capitán se distinguía entre los demás asaltantes
por el color de su uniforme y por qué parecía estar en todas partes. Jorge y
sus compañeros fueron testigos de cómo le hirieron al ser el primero en
alcanzar una trinchera con un revolver en cada mano. Un par de hombres
evacuaron al capitán Hernández en dirección a la columna y de allí en un carro
con el resto de heridos a Rostrogordo.
La baja del capitán Hernández volvió a dejar el avance de
las tropas de refresco en un punto muerto. En el fuerte de Cabrerizas Altas, el
general discutía con sus oficiales la oportunidad de efectuar una salida para
desbloquear la situación de la columna de Ortega que resistía a la distancia de
un tiro de fusil. La idea a priori no parecía mala, pero el general Margallo
era alguien discutido en el mando hasta casi la insubordinación. La tropa y
muchos oficiales culpaban a sus decisiones precipitadas de la grave situación
en la que se encontraba el ejército de Melilla.
Otro asunto de conversación recurrente entre la tropa era
¿Cómo los moros estaban tan bien armados? De los modernos fusiles con los que
les atacaban apenas unas semanas antes no había ni rastro. Los rifeños
poseedores de armas de fuego antes sólo tenían viejas espingardas de avancarga
con las que podían llegar a ser muy hábiles, pero que ni mucho menos podían mantener
una cadencia de fuego como la de unas modernas armas de cerrojo. Muchos dedos
apuntaban a Margallo como culpable por acción u omisión de se hubiera producido
un contrabando de fusiles a esa escala.
El líder de los descontentos con la gestión del general era un joven
teniente de infantería llamado Miguel Primo de Rivera, un hombre respetado en
todo el ejército y un auténtico líder natural. Finalmente, frente a la reserva
y/o el poco entusiasmo de su estado mayor, el general Margallo ordenó la salida
de las tropas.
Margallo podía ser un idiota o incluso un corrupto criminal,
pero lo que nadie podría decir nunca de él es que era un cobarde. A Cajiga y a
Jorge les habían entregado unos fusiles y un buen puñado de balas y a cubierto
tras las aspilleras del fuerte observaban como se preparaba la salida en el
patio de armas. El general se encontraba al frente montado en un magnífico
caballo. Las puertas se abrieron y el grueso de la guarnición salió en tromba
contra la multitud sitiadora. Jorge observaba con unos binoculares como la
vanguardia del ejército con su enardecido general al frente, rompía con mucha
facilidad (Quizá demasiada) la línea de los rifeños. Los españoles eran muy
inferiores en número y al momento Jorge se percató de las intenciones del enemigo.
Estaban dejándoles penetrar en sus líneas para poder rodearles y aniquilarles.
Algunos oficiales españoles también se dieron cuenta y así se lo hicieron saber
al general, pero este persistió en su error, aunque por poco tiempo… Jorge pudo
ver como la cabeza del general Margallo reventaba por el balazo disparado a
pocos metros desde el fusil de un infante. Jorge Villafranca enfocó al tirador
con los binoculares. Vestía a la moruna, pero llevaba la cabeza descubierta. Un
poblado bigote partía su rostro ancho y duro. El periodista había visto esa
cara antes. Como si se supiera observado, el hombre del fusil se volvió hacia
el fuerte. A Jorge no le cabía ninguna duda, era la misma persona a la que
había visto en el puerto de Málaga observando la carga de la lancha de Carlos
Bayón y sus secuaces. Finalmente, el bigotudo tras mirar unos instantes se
perdió en medio de la refriega de la vista de su observador.
La muerte del general frenó en seco el avance español, de
echo si no hubiera sido por el teniente Primo de Rivera, que asumió
espontáneamente el mando, la retirada hubiera sido una auténtica desbandada.
Aquello lejos de prestigiar al oficial, supuso una sombra de duda en los años
posteriores de su brillante carrera militar. Muchos afirmarían desde aquel
aciago día: que la bala que mató al general Margallo salió de la pistola del
teniente y no de las filas rifeñas.
A pesar de todo finalmente el objetivo se había conseguido.
La columna del General Ortega había entrado en el fuerte de Cabrerizas Altas y
el campo hasta Rostrogordo se hallaba casi libre de enemigos, pero aún quedaba
algo por hacer. En la salida de Margallo, se habían situado frente a la puerta
principal del fuerte varias piezas de artillería de campaña que ahora corrían
el peligro de caer en manos de los rifeños. Sin pensárselo dos veces Primo de
Rivera y cuatro voluntarios elegidos entre sus hombres salieron del fuerte y
metieron a mano dentro del fuerte uno a uno los cañones.
Esa misma noche una flota de tres acorazados se acercó a la
costa sometiendo a las posiciones rifeñas a un durísimo fuego artillero. Al día
siguiente, el general Ortega hizo una salida con el grueso de las fuerzas
obligando a los rifeños a retirarse a sus cabilas. Tras la jornada quedó entre
la línea española y la rifeña, una extensa franja de tierra de nadie que aún
habría de disputarse durante bastante tiempo.
La guerra seguía extramuros, pero Jorge había sido evacuado
junto con Cajiga y otros civiles que se encontraban en Cabrerizas el treinta de
octubre. Tenía que escribir, pero todo lo vivido en las jornadas previas pesaba
en su ánimo como una losa. Había visto morir a otros hombres e incluso él había
matado a uno. El sable que reposaba sobre la mesa del salón no dejaba de
recordárselo. Aun así y con ayuda de los cuidados de Jadilla, que actuaba con
el periodista como si de una madre se tratase, Jorge volvió a escribir.
Las comunicaciones con la península eran difíciles, pero
Cajiga, aunque miedoso era un tipo muy diligente y hábil, y consiguió tocando
en las puertas adecuadas, despachar la correspondencia periodística por valija
militar con destino a Sevilla.
Jorge Villafranca escribía con furia y apenas dormía. Se
levantaba a media noche entre sudores y sueños agitados. Soñaba con muchas
cosas: Con Margarita, con el periódico… pero sobre todo soñaba con la guerra.
Sentía pánico por todo lo que había pasado en Cabrerizas, pero a la vez algo en
su interior echaba de menos la acción. Cuando no le quedó nada interesante que
contar decidió que había que salir a buscar nuevos temas y nuevos actores del
conflicto para seguir escribiendo.
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