viernes, 8 de diciembre de 2017

HIJOS DE LOS MONTES Libro I-LAGUERRA CHICA-La Jornada de los Héroes.


LA JORNADA DE LOS HEROES





Al día siguiente al mando del general Ortega, la columna de suministros pedidos por Margallo y los refuerzos llegados a Melilla en los días anteriores, partieron en dirección a Cabrerizas Altas. Hasta Rostrogordo avanzaron sin apenas oposición, ya que los rifeños se habían replegado para reforzar el sitio de los fuertes fuera del alcance de la artillería de las murallas.

Con el fuerte de Rostrogordo ya a la vista, la situación cambió radicalmente. Los rifeños disparaban desde las posiciones donde estaban atrincherados y grupos de raudos jinetes hostigaban a la columna de refuerzos. El general Ortega no podía hacer otra cosa que aguantar la posición y defender los carros con los suministros sufriendo un lento pero incesante goteo de bajas. Cuando las cosas parecían no tener vuelta atrás, las puertas del fuerte se abrieron y un grupo de unos cien hombres con el capitán Hernández a su cabeza atacaron a la bayoneta las trincheras desde las que los moros hacían fuego.

Con el apoyo de Hernández y algunos soldados de caballería, la columna pudo reemprender la marcha, pero la resistencia era feroz por parte de los rifeños y el grueso de sus tropas rodeaba el fuerte de Cabrerizas Altas. Jorge con un amedrentado Andrés Cajiga detrás y Jacinto Montaleza libre de sus grilletes a su lado, observaba el lento avance de la columna de suministros y como el capitán Hernández y sus penados asaltaban con fiera eficacia las trincheras moras. La figura del capitán se distinguía entre los demás asaltantes por el color de su uniforme y por qué parecía estar en todas partes. Jorge y sus compañeros fueron testigos de cómo le hirieron al ser el primero en alcanzar una trinchera con un revolver en cada mano. Un par de hombres evacuaron al capitán Hernández en dirección a la columna y de allí en un carro con el resto de heridos a Rostrogordo.

La baja del capitán Hernández volvió a dejar el avance de las tropas de refresco en un punto muerto. En el fuerte de Cabrerizas Altas, el general discutía con sus oficiales la oportunidad de efectuar una salida para desbloquear la situación de la columna de Ortega que resistía a la distancia de un tiro de fusil. La idea a priori no parecía mala, pero el general Margallo era alguien discutido en el mando hasta casi la insubordinación. La tropa y muchos oficiales culpaban a sus decisiones precipitadas de la grave situación en la que se encontraba el ejército de Melilla.

Otro asunto de conversación recurrente entre la tropa era ¿Cómo los moros estaban tan bien armados? De los modernos fusiles con los que les atacaban apenas unas semanas antes no había ni rastro. Los rifeños poseedores de armas de fuego antes sólo tenían viejas espingardas de avancarga con las que podían llegar a ser muy hábiles, pero que ni mucho menos podían mantener una cadencia de fuego como la de unas modernas armas de cerrojo. Muchos dedos apuntaban a Margallo como culpable por acción u omisión de se hubiera producido un contrabando de fusiles a esa escala.  El líder de los descontentos con la gestión del general era un joven teniente de infantería llamado Miguel Primo de Rivera, un hombre respetado en todo el ejército y un auténtico líder natural. Finalmente, frente a la reserva y/o el poco entusiasmo de su estado mayor, el general Margallo ordenó la salida de las tropas.

Margallo podía ser un idiota o incluso un corrupto criminal, pero lo que nadie podría decir nunca de él es que era un cobarde. A Cajiga y a Jorge les habían entregado unos fusiles y un buen puñado de balas y a cubierto tras las aspilleras del fuerte observaban como se preparaba la salida en el patio de armas. El general se encontraba al frente montado en un magnífico caballo. Las puertas se abrieron y el grueso de la guarnición salió en tromba contra la multitud sitiadora. Jorge observaba con unos binoculares como la vanguardia del ejército con su enardecido general al frente, rompía con mucha facilidad (Quizá demasiada) la línea de los rifeños. Los españoles eran muy inferiores en número y al momento Jorge se percató de las intenciones del enemigo. Estaban dejándoles penetrar en sus líneas para poder rodearles y aniquilarles. Algunos oficiales españoles también se dieron cuenta y así se lo hicieron saber al general, pero este persistió en su error, aunque por poco tiempo… Jorge pudo ver como la cabeza del general Margallo reventaba por el balazo disparado a pocos metros desde el fusil de un infante. Jorge Villafranca enfocó al tirador con los binoculares. Vestía a la moruna, pero llevaba la cabeza descubierta. Un poblado bigote partía su rostro ancho y duro. El periodista había visto esa cara antes. Como si se supiera observado, el hombre del fusil se volvió hacia el fuerte. A Jorge no le cabía ninguna duda, era la misma persona a la que había visto en el puerto de Málaga observando la carga de la lancha de Carlos Bayón y sus secuaces. Finalmente, el bigotudo tras mirar unos instantes se perdió en medio de la refriega de la vista de su observador.

La muerte del general frenó en seco el avance español, de echo si no hubiera sido por el teniente Primo de Rivera, que asumió espontáneamente el mando, la retirada hubiera sido una auténtica desbandada. Aquello lejos de prestigiar al oficial, supuso una sombra de duda en los años posteriores de su brillante carrera militar. Muchos afirmarían desde aquel aciago día: que la bala que mató al general Margallo salió de la pistola del teniente y no de las filas rifeñas.

A pesar de todo finalmente el objetivo se había conseguido. La columna del General Ortega había entrado en el fuerte de Cabrerizas Altas y el campo hasta Rostrogordo se hallaba casi libre de enemigos, pero aún quedaba algo por hacer. En la salida de Margallo, se habían situado frente a la puerta principal del fuerte varias piezas de artillería de campaña que ahora corrían el peligro de caer en manos de los rifeños. Sin pensárselo dos veces Primo de Rivera y cuatro voluntarios elegidos entre sus hombres salieron del fuerte y metieron a mano dentro del fuerte uno a uno los cañones.

Esa misma noche una flota de tres acorazados se acercó a la costa sometiendo a las posiciones rifeñas a un durísimo fuego artillero. Al día siguiente, el general Ortega hizo una salida con el grueso de las fuerzas obligando a los rifeños a retirarse a sus cabilas. Tras la jornada quedó entre la línea española y la rifeña, una extensa franja de tierra de nadie que aún habría de disputarse durante bastante tiempo.

La guerra seguía extramuros, pero Jorge había sido evacuado junto con Cajiga y otros civiles que se encontraban en Cabrerizas el treinta de octubre. Tenía que escribir, pero todo lo vivido en las jornadas previas pesaba en su ánimo como una losa. Había visto morir a otros hombres e incluso él había matado a uno. El sable que reposaba sobre la mesa del salón no dejaba de recordárselo. Aun así y con ayuda de los cuidados de Jadilla, que actuaba con el periodista como si de una madre se tratase, Jorge volvió a escribir.

Las comunicaciones con la península eran difíciles, pero Cajiga, aunque miedoso era un tipo muy diligente y hábil, y consiguió tocando en las puertas adecuadas, despachar la correspondencia periodística por valija militar con destino a Sevilla.

Jorge Villafranca escribía con furia y apenas dormía. Se levantaba a media noche entre sudores y sueños agitados. Soñaba con muchas cosas: Con Margarita, con el periódico… pero sobre todo soñaba con la guerra. Sentía pánico por todo lo que había pasado en Cabrerizas, pero a la vez algo en su interior echaba de menos la acción. Cuando no le quedó nada interesante que contar decidió que había que salir a buscar nuevos temas y nuevos actores del conflicto para seguir escribiendo.












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