EL AMIGO DEL PAÍS.
El periodista decidió tomarse unos días de descanso en su
actividad como guerrillero improvisado, en parte por la herida del hombro en
parte por la impresión de las cosas que había visto y oído. Sin despedirse de
nadie notificó al oficial al mando que se marchaba a la plaza junto a un convoy
que la víspera había traído suministros al fuerte. Al llegar al callejón de la
higuera e ir a acceder a la casa, observó como la puerta estaba entreabierta.
Supuso que seguramente se encontraba dentro Jadilla limpiando o Cajiga dejando
correspondencia dirigida a él. Traspasó el umbral y llamó elevando el tono de
voz.
-¡HOLA! ¿HAY ALGUIEN EN CASA? -
Nadie respondió a su saludo así que amartilló el revólver y
subió escaleras arriba. La mesa que usaba como escritorio improvisado estaba
volcada y sus papeles y efectos personales esparcidos por toda la habitación.
Estaba claro que no se trataba de un robo ya que no faltaba nada valioso,
incluso el sable moro seguía intacto colgado de los mismos clavos de la pared
donde él lo dejara antes de partir a los fuertes con la guerrilla de Ariza.
Tampoco parecía que aquel despliegue de violencia fuera necesario para revisar
sus cosas, la casa era fácilmente accesible por el patio o por los tejados para
alguien medianamente ágil. No, el objetivo de aquel asalto no era revisar sus
cosas. Alguien le mandaba un aviso y Jorge tenía alguna sospecha de quien podía
ser ese “alguien” …
Recogió y ordenó la habitación, cuando terminó fue a casa de
Cajiga. Acompañado por la numerosa prole del asistente, encontró a este en la
cuadra cepillando a las mulas. Le puso al día de lo acontecido en su ausencia y
le mandó que avisase a Jadilla para que ambos se reuniesen con él en casa en
aproximadamente un par de horas. Luego, ignorando las lastimeras quejas del
melillense se retiró a descansar un poco con un ánimo más bien sombrío.
Jadilla y Andrés Cajiga se reunieron con Jorge en el plazo
fijado. La última en pasar por la casa había sido la viuda que, cumplidora,
barrió y fregó el día anterior por la tarde. La casa era cualquier cosa menos
un fuerte ya que era perfectamente accesible tanto desde los tejados de las
construcciones colindantes, como desde la valla de corral junto a la que crecía
la gran higuera. Todos los vecinos se conocían y aún en aquellos difíciles
días, era raro encontrar una puerta cerrada en Melilla la Vieja. Los tres,
tomaron la decisión de cerrar con candados ventanas y puertas para cuando la
casa estuviese desocupada, aunque el periodista sospechaba que aquellas medidas
de seguridad iban a resultar de todo punto inútil y que el emisor del mensaje
no había de tardar en completarlo. A pesar de todo Jorge estaba tranquilo. Si
le hubieran querido hacer algo ya lo habrían hecho y con toda impunidad
mientras estaba en la zona de guerra, es más estaba ansioso por hablar con el
asaltante ya que tenía la certeza de que este estaba en poder de muchas claves
del actual estado de las cosas.
El periodista por el momento tenía suficiente material para
contar lo que los lectores de la península querían leer sobre la guerra y sobre
las “hazañas” de la guerrilla del capitán Ariza. Con desencanto, pero con
método, Jorge Villafraca siguió entregando puntual las crónicas que Andrés
Cajiga enviaba al Informador.
En menos de dos meses en la plaza Jorge era un personaje
reconocido e incluso respetado por los militares de Melilla. Aquella mañana
hizo su ronda por comandancia donde departió informalmente con varios mandos
entre ellos el capitán Picasso y el teniente Primo de Ribera, de los que todo
sea dicho, no obtuvo información alguna sobre la guerra. Con los suboficiales
ascendidos a base de reenganches, era otro cantar. Un billete o un paquete de
tabaco, artículo que a esas alturas de la guerra comenzaba a escasear,
deslizado en el bolsillo adecuado facilitaba mucha información que no figuraba
en los partes de guerra oficiales, como, por ejemplo: objetivos alcanzados,
número real de bajas o posiciones exactas de las distintas unidades sobre el
terreno.
Finalmente, su ronda de visitas terminó en el hospital donde
a Jorge le aguardaba una grata sorpresa. En pijama, pero abrigado con su guerrera,
trataba obstinadamente de volver a caminar el capitán Lucas Hernández, el que
con su empuje había logrado desbloquear el avance de la columna de Ortega en la
dura jornada del 28 de octubre, atacando las trincheras moras con arrojo
temerario.
- ¡CAPITAN, CUANTO ME ALEGRO DE VERLE! Dijo el periodista
permitiéndose una familiaridad con el estricto oficial que tras su explosión de
efusividad comenzó a lamentar
- ¿Cómo se encuentra? - Preguntó esta vez con más contención
-Jodido pero contento…- Respondió el héroe con una sonrisa
fatigada que resaltaba el lado humano del envarado capitán que había conocido
en su primera visita al fuerte de Rostrogordo.
Departió un rato largo con el herido, cuyo estado de salud
distaba mucho de ser tan bueno como este pretendía mostrar. El balazo le había
astillado el fémur y era difícil que volviera a andar con normalidad, algo que
le alejaba de lo que más deseaba el capitán Hernández que era seguir en el
servicio activo. Para darle ánimos, Jorge Villafranca le habló de la fama que
tras su heroica acción había adquirido entre la gente informada de España.
-Mire Jorge: si algo le consta a este humilde servidor de
España, es la facilidad con la que esta olvida a los que la sirven bien.
Perdone mi pesimismo, pero son muchos años de servicio y ya me conozco el
paño…- Dijo el capitán entre resignado y apenado.
Jorge sospechaba que había mucha verdad en lo que decía
Hernández, pero aun así le dedicó sus mejores palabras ánimo. El periodista
abandonó el hospital con un nudo en el estómago y se dirigió a la casa de la
higuera a poner negro sobre blanco la información obtenida. En su crónica
diaria para el Informador, no olvidaría glosar la figura heroica y trágica del
capitán Lucas Hernández con el que había conversado aquella mañana.
Tras la comida se echó una siesta. El tiempo estaba
tranquilo pero los días se acortaban notablemente en aquel mes de noviembre
avanzado ya. Cuando despertó salió a la terraza el sol estaba ocultándose en el
horizonte. Bajó a la cocina para prepararse una cafetera en previsión de una
vigilia escritora. Encendió el fogón con un periódico viejo y unas astillas y
depositó la cafetera sobre una trébede. Se encendió un pitillo y esperó con la
mente en blanco a que el café estuviera hecho.
El ruido de una ventana golpeando en el piso de arriba le
sacó de su ensimismamiento. Hubiera jurado que tras volver de la terraza había
dejado todo cerrado, pero al parecer no era así. Apartó la cafetera del fuego y
subió a grandes pasos a cerrar la ventana no fuera el aire a descolocar sus
papeles pulcramente ordenados sobre su mesa de escritorio. Cerró la puerta que
comunicaba la terraza azotea con su dormitorio que se encontraba abierta de par
en par. Antes de volverse, Jorge Villafranca ya sabía que no se encontraba solo
en aquella habitación.
Se volvió lentamente sus ojos se encontraron con el
individuo de grueso bigote al que había visto en Málaga y el mismo que había
liquidado al general Margallo la jornada del 28 de octubre, sentado en su silla
de escritorio. Jorge miró furtivamente a su gabán en cuyo bolsillo guardaba el
revólver y que se encontraba colgado en una percha a menos de dos metros. El
intruso adivinando sus intenciones negó con la cabeza y puso un gran pistolón
sobre el escritorio indicándole al periodista con un gesto que tomase asiento
en una silla frente a él.
Jorge obedeció y ambos hombres permanecieron un tiempo en
silencio estudiándose mutuamente.
-Bueno, pues usted dirá…- dijo Jorge Villafranca con fingido
aplomo.
El extraño comenzó a hablar en un tono monocorde, como un
vendedor que trata de vender un producto en cuyas bondades no cree, pero del
que tiene la información bien aprendida.
-Yo sé todo de usted Sr Villafranca. Le llevo vigilando
mucho tiempo, desde antes de nuestro encuentro en el puerto de Málaga. Se de su
trabajo como corresponsal de guerra aquí, se de sus entrevistas con Jacinto
Montaleza y se dé su relación con la señora Marlasca…-
A este punto a Jorge se le debió notar mucho la cara de
asombro ya que al bigotudo se le escapó una leve sonrisa antes de seguir con su
monólogo.
-Si, lo se TODO de su relación con Margarita Marlasca…-
-Pero, pero… ¿Quién diablos es usted? ¿Qué interés puede
tener nadie en mi modesta persona? - Dijo el periodista perdiendo un tanto la
compostura.
El intruso se tomó su tiempo antes de contestar. Se levantó
temprano y anduvo por la habitación distraídamente observando los objetos que
allí se encontraban.
-Ya podrá figurarse que usted es un simple actor secundario
en los asuntos que me ocupan, unos asuntos que le vienen a usted muy muy
grandes. No crea que le digo esto porque dude de su capacidad o valor,
cualidades ambas de las que me consta que no carece en absoluto. Sólo le pido
que se limite a hacer su trabajo tan bien como lo está usted haciendo hasta
ahora y no se meta en camisa de once varas. Usted es listo, sin duda está ya
atando cabos y estoy seguro de que hará lo acertado. Además, que sepa que en
toda España se le consideran una auténtica celebridad. Sus artículos son leídos
por toda la gente “informada” de la península, desde en el casino de cualquier
pueblucho perdido, hasta en las más sesudas tertulias de la capital. Sr.
Villafranca acabe lo que ha venido a hacer y cuando vuelva aproveche usted el
tirón. Disfrute de lo logrado que la vida son dos días. Bueno eso ya debe de
saberlo usted…- Esto último lo dijo de espaldas al periodista y observando con
atención el sable moro colgado de la pared.
El hombre del ancho bigote ya giraba el pomo de la puerta
que daba acceso a la terraza cuando Jorge le lanzó a bocajarro un par de
preguntas que le quemaban e la punta de la lengua.
- ¿Por qué mató al general Margallo? ¿Quién le dio los
rifles Rémington a los moros? -
El bigotudo se volvió con una leve sonrisa en sus labios y
un brillo frío y duro en sus ojos pequeños y verdes.
-Como ya le he dicho, hay asuntos que le vienen a usted
grandes…-
- ¿Los fusiles? No sé… será cosa de la “pérfida Albión” o de
la “mano negra” o usted ya tiene la respuesta a esa pregunta. En cuanto al
difunto general, no se preocupe. España y la humanidad han perdido a un tipejo
incompetente y banal y han ganado un héroe. Creo que al final todos hemos
salido ganando con el cambio. -
-Adiós señor Villafranca. Espero que usted y yo no nos
volvamos a ver, porque eso será señal de que se encuentra usted metido en algún
lío muy serio. Recuerde mis palabras. Buenas noches. -
El bigotudo salió a la terraza y antes de que desapareciera
en la noche de la ciudad vieja, Jorge formuló a sus espaldas una última
pregunta en voz queda.
- ¿Quién es usted? -
El desconocido se volvió y en su habitual tono desapasionado
le contestó:
-Considéreme simplemente un amigo del país… -
Al tiempo que el intruso desaparecía se oyeron las llaves de
la puerta. Era Jadilla que venía a prepararle la cena.
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