viernes, 15 de diciembre de 2017

HIJOS DE LOS MONTES Libro I-LA GUERRA CHICA-La Guerrilla de la Muerte


LA GUERRILLA DE LA MUERTE

- ¡NO! ¡DEFINITIVAMENTE NO! Yo no vuelvo a salir a ese infierno hasta que no se arreglen las cosas- Decía un Cajiga indignado ante la mora Jadilla que esta vez asentía solemne ante las prudentes palabras del asistente-

-Tú no debe ir sidi. Tú no soldado. Deja a militares hacer trabajo y escribe aquí lo que te cuenten- decía la viuda genuinamente preocupada por el periodista.

Desoyendo los consejos que le daban, Jorge Villafranca hizo uso de las cartas de recomendación que Martínez le había conseguido y consiguió una audiencia con el general Ortega.

El general se hallaba muy ocupado, como no podía ser de otra manera, con la contraofensiva y con organizar y coordinar los refuerzos que cada día llegaban desde la península, pero aun así recibió al periodista y escuchó su historia.

Dio la casualidad de que un poco antes, el general Ortega había recibido a un tal Ariza, al parecer responsable de la caja de reclutas de Barcelona y que ostentaba el rango de capitán. El capitán Francisco Ariza era un experto en la guerra de guerrillas y había logrado bastante renombre en Cuba luchando de forma heterodoxa contra los insurgentes llegando incluso a hacer prisionero a un general rebelde, pero su carácter nada diplomático y sus ideas republicanas le habían hecho caer en desgracia dentro del ejército.

En cuanto Francisco Ariza tuvo noticias de los sucesos de Melilla, pidió una excedencia y consiguió colarse entre las tropas que embarcaban en Málaga. Ya en la plaza, por recomendación de un antiguo compañero de las guerras de Cuba pudo entrevistarse con el general Ortega y exponerle su plan.

Con los refuerzos, habían llegado unos equipos que nunca antes habían sido usados por ningún otro país en una campaña militar. Se trataba de reflectores eléctricos de gran potencia. El alto mando de Madrid había elaborado un plan para que con aquellos reflectores se iluminasen posibles objetivos militares para que estos pudieran ser machacados por la artillería de la poderosa flota fondeada frente a las costas de Melilla.

El capitán Ariza que era un consumado jefe guerrillero había propuesto al general, que le permitiese reclutar entre la población reclusa de la plaza un grupo de voluntarios que luchasen a sus órdenes y con los que poder infiltrarse tras las líneas enemigas. La propuesta del capitán, de cuya pericia Ortega tenía excelentes referencias, le vino como anillo al dedo al general. En sus salidas, los hombres de Ariza podrían señalar los blancos con linternas sordas, sólo visibles desde los fuertes donde se situarían los reflectores.

El general Ortega que era un hombre vanidoso y con grandes aspiraciones, decidió hacer suya la idea del guerrillero de sacar a reñir contra los moros a una chusma de presidiarios con la vaga promesa de una redención de sus penas. Era mejor que se derramase sangre de asesinos y ladrones, que la de ciudadanos libres con parientes y amigos en la península. Para dar publicidad a “su idea” nadie mejor que aquel periodista de Madrid que se había presentado en su despacho esa mañana.

El capitán Ariza y Jorge Villafranca se estrecharon la mano en el despacho del general, ante la mirada de este y su asistente, un comandante que había sido compañero de armas de Ariza en Cuba.

Juan Ariza era al menos un cabeza más alto que el resto de asistentes a aquella reunión pese a andar algo encorvado. Una gran barba muy negra con 2 mechones simétricos a los lados que empezaban a blanquear, le otorgaba un aspecto entre desaliñado y apostólico. Vestía pantalón de rayadillo con polainas, un gabán que no ocultaba un cinturón con dos revólveres Orbea, unas magníficas armas fabricadas en Eibar con patente norteamericana Smith & Wesson y un gran cuchillo de monte con mango de asta de ciervo. La corbata anudada con fantasía barroca en un cuello no demasiado blanco y un extemporáneo sombrero hongo, bastante pequeño para el gran tamaño de la testa del capitán, completaban el chocante aspecto de aquel militar poco convencional.

Al principio, el viejo capitán guerrillero puso reparos a la participación del periodista en la unidad irregular que habían bautizado como Guerrilla de Intervención Rápida y que a la postre se acabaría conociendo como “la Guerrilla de la Muerte” pero tras los elogios dedicados por el general a la persona de Jorge Villafranca, del que sabía por otros militares de su decidida intervención en los sucesos de Rostrogordo, el capitán Ariza cedió en el asunto de la presencia de “aquel civil”  en su unidad irregular, en calidad de “observador”. En realidad, el capitán Ariza también deseaba que Jorge publicitara sus acciones para así poder rehabilitar su maltrecha carrera militar

De los presos voluntarios que el alto mando de Melilla cedió al capitán, este seleccionó a veintitrés. Los seleccionó solamente en función de sus conocimientos militares. Ariza no quería “ciudadanos ejemplares” sino asesinos eficientes. Aquel sería un concepto de unidad militar que tendría mucho futuro en los ejércitos coloniales europeos posteriores. Uno de los primeros voluntarios seleccionados, no fue otro que Jacinto Montaleza “el Malasangre”. Una excelente elección según los criterios del capitán.  Jorge había visto moverse al bandido como pez en el agua los días del ataque y el sitio al fuerte de Cabrerizas. Era como si la vida de Montaleza hubiese sido una guerra en casi su totalidad, algo que Jorge certificaría en las largas conversaciones que mantuvo con el preso entre acción y acción de la Guerrilla de la Muerte y de las que tomaría numerosas notas que constituirían el cuerpo del relato de la vida del Malasangre, la verdadera razón por la que el Informador le había enviado a Melilla.

-Parece que otra vez se cruzan nuestros caminos Sr Villafranca-

-Bueno… el objetivo era escuchar su historia y la iniciativa del capitán Ariza nos va a dejar bastante tiempo para hacerlo. -

-No estoy muy seguro de que éste nos deje mucho tiempo para charlar…-

- ¡Silencio ahí atrás! - Dijo un desabrido capitán Ariza que encabezaba la columna camino del fuerte de Camellos.

Los reflectores y los generadores encargados de su alimentación ya se encontraban en el fuerte. Ariza mostró sus órdenes al oficial de guardia, unas órdenes emitidas directamente por el general en jefe. El oficial miró de arriba abajo la gran humanidad de aquel individuo de aspecto estrafalario que se hacía acompañar por un grupo de presos y un civil con trastos de escritura. Finalmente les franqueó el paso.

Con las últimas luces de la tarde Ariza y sus veintitrés guerrilleros salieron del fuerte. La guerrilla se había dividido en cuatro grupos, nombrando un líder para cada uno y dotando de una linterna sorda por grupo. Si detectaban fuerzas enemigas debían comunicar mediante señales con el fuerte y este debía iluminar la zona señalada con los reflectores. Si se tropezaban con cualquier ser vivo, las órdenes eran “no dejar testigos” Los vigías y los técnicos encargados de manejar los equipos observaban atentos los movimientos de la guerrilla que envuelta en la inminente noche se adentraba en la zona de nadie a un tiro de fusil de los muros de fuerte Camellos. Jorge por orden de Ariza y por indicación de Montaleza que estaba al mando de uno de los grupos, esa noche se quedó en el fuerte. Ya habría tiempo de salir con la guerrilla “cuando las cosas estuvieran más tranquilas”

La noche cayó completamente. Era oscura como boca de lobo. Algunas rachas de viento dejaban ver furtivas las estrellas entre jirones de nubes. Jorge se levantó el cuello del gabán. Pese a la suavidad del clima melillense, aquella noche era extrañamente fría y húmeda. Transcurrieron varias horas hasta que finalmente la luz de una linterna se vislumbró en la lejanía, transmitiendo la señal indicada. Los soldados encargados de accionar las grandes manivelas de los generadores se pusieron con presteza a su labor, pronto las bombillas incandescentes de los focos se iluminaron. Primero con un brillo rojizo y luego con una intensa luz blanca visible desde muchos kilómetros de distancia. Tras el silbido de los proyectiles, grandes explosiones arrasaron la zona sobre la que unos instantes antes se habían posado los focos como un ojo acusador e implacable. La operación se repitió media docena de veces aquella noche.

Con las primeras luces del alba, la guerrilla regresó a fuerte Camellos. En el grupo del capitán venía un hombre herido de bala, en el de Jacinto Montaleza solamente volvían cinco y uno de ellos con heridas no demasiado graves al haber sido alcanzados por la metralla de las bombas, él y su compañero caído. Los otros dos grupos estaban intactos, pero uno, el mandado por un tal José Farreny Riera natural de Lérida, asesino y ladrón de profesión, aseguraba que se había tropezado con una patrulla mora y que habían dado buena cuenta de ellos. De sus palabras daban fe media docena de orejas engarzadas en un cordel. El capitán anotó en una libreta las posiciones enemigas localizadas por los grupos y la hora en que se había producido la localización. Tres el grupo de Malasangre, otras tres su propio grupo y una el grupo de Farreny. Luego con parsimonia, guardó la libreta en uno de los bolsillos de su gabán, desenfundó uno de los revólveres que pendían de su cinto y descerrajó un tiro en la cabeza del líder del único pelotón que no había entrado en acción aquella noche. Señalando con el arma aún humeante a otro miembro del pelotón del recién ejecutado dijo:

-Ahora tú ocuparás su puesto…-

Lo de traerse las orejas de los moros muertos le pareció una magnífica iniciativa al capitán Ariza. Uno de los objetivos de su unidad, además de localizar objetivos militares, también era sembrar el terror entre los supersticiosos rifeños. Aquello a Jorge le parecía de una barbarie inaudita en las postrimerías del siglo XX, pero se abstuvo de comentarlo persuadido por Jacinto Montaleza que era hombre que conocía más que bien la lógica de la guerra. De hecho, por las noticias que le llegaron posteriormente sobre las crónicas escritas esos días, la opinión pública patria consideraba a Ariza y a su grupo como unos auténticos héroes; no así los medios de otros países, siempre dispuestos a desprestigiar a España y que tachaban a la guerrilla (Esta vez con razón) de salvaje y sanguinaria.

Las bajas en la guerrilla se sustituían con nuevos penados. Los bombardeos nocturnos llegaban hasta las mismas cabilas y los diferentes grupos competían por señalar más objetivos y por traer más trofeos macabros. Este estado de las cosas hizo que tras un par de semanas de ataques artilleros los rifeños mandaran una delegación con idea de rendirse, pero el general Macías que había sustituido en el mando a Ortega como general primer jefe de la plaza estimó que solamente trataban de ganar tiempo y no abandonar realmente las armas. Despidió a los negociadores y esa misma noche se reanudaron los bombardeos y volvió a salir al campo la guerrilla de la muerte del capitán Ariza.

Jorge Villafranca salió esa noche con el grupo de Montaleza. Estaban en la zona comprendida entre Cabrerizas y una cañada por la que en tiempos de paz discurrían los rebaños de ovejas y cabras tanto de Melilla como de las aldeas marroquíes cercanas. Agazapados tras una pequeña elevación observaban los movimientos de un grupo de rifeños apostados en una jaima medio derruida por los bombardeos.

Jacinto Montaleza, viendo la mala vía de retirada que quedaba tras ellos y la luz de la luna llena que iluminaba el campo como si estuvieran a la hora del crepúsculo en lugar de a media noche decidió no hacer señales a los fuertes y asaltar con su grupo la posición. El bandido había consolidado su liderazgo como jefe de aquel grupo de asesinos y es que Malasangre tenía como un sexto sentido en lo que a guerra de guerrillas se refería. No en vano había pasado la mayoría de sus casi cincuenta años en el monte luchando contra las fuerzas del orden o en guerra, en el bando carlista.

-Vosotros dos, dais la vuelta por allí y vosotros atacáis desde esas pitas a mi señal. Usted Jorge, nos sigue a Sacabuches y a mí a un poco de distancia. He contado ocho moros, pero puede que haya alguno más por los alrededores, así que muy atentos todos…-

Con presteza los guerrilleros se situaron en las posiciones asignadas. Jorge se quedó unos pasos por detrás tras unos escasos matorrales que proyectaban largas sombras en el suelo blanco por la luz de la gran luna que observaba muda como se desarrollaba aquel drama. Un par de rifeños con el rifle terciado montaban guardia en la entrada de la derruida construcción, el resto descansaba con la espalda apoyada en una de las paredes que aún quedaban en pie. A una señal del bandido la guerrilla atacó la posición mora al unísono. Sin apenas ruido y en unos instantes, los ocupantes de la jaima fueron degollados con eficacia quirúrgica.

Jorge observaba la violenta escena con un punto de temor y fascinación, cuando desde su posición observó como tres individuos salían furtivamente de unos chamizos algo alejados de la jaima, que hasta ahora creían desocupados y tomaban posiciones para eliminar a los de Montaleza, ocupados en desvalijar y desorejar a los muertos.

Sin tiempo para avisar a los guerrilleros, el periodista aferró su revólver y se acercó raudo al más cercano de los tiradores descerrajándole un disparo casi a bocajarro. Más su a acción no pudo evitar que los otros dos descargaran sus rifles sobre los despreocupados hombres de Montaleza. Sacabuches y otro de los penados cayeron abatidos por la descarga de los fusiles moros, que ahora se volvían sobre el que había matado a su otro compañero.

Jorge huyó sin rumbo perseguido por el silbido de las balas y se ocultó tras unas rocas.  Unos cientos de metros más allá, los disparos que Malasangre y sus hombres intercambiaban con los de la jaima impidieron al periodista advertir la llegada de nuevos enemigos. Algo le hizo volverse en el último momento cuando un moro estaba a punto de abrirle la cabeza de un sablazo. Este movimiento in extremis hizo que el filo de la espada chocara de refilón con su hombro en lugar de con su cráneo. A pesar del dolor lacerante en su extremidad, Jorge pudo levantar el revólver y abatir a su atacante, pero otro guerrero rifeño situado detrás del de la espada le apuntaba con su rifle. El periodista creía que en ese momento tocaban a su fin sus andanzas en este mundo, cuando el moro que le apuntaba caía fulminado con un gesto de estupor pintado en su rostro, detrás Jacinto Montaleza desclavaba la bayoneta de su fusil de la nuca de aquel infeliz que se había desplomado de bruces ante un no menos sorprendido Jorge Villafranca.

- ¡Vámonos de aquí, que la cosa se va a poner fea de verdad! - Dijo el bandolero tendiéndole una mano a Jorge para ayudarle a incorporarse.

Montaleza y los dos supervivientes que habían quedado de su grupo comenzaron a hacer señales con las linternas ciegas en dirección a los fuertes. En pocos minutos los reflectores iluminaron una amplia zona a espaldas de los hombres, que presurosos se retiraban hacia Cabrerizas sabedores del horror que se iba a desatar con los obuses que ya silbaban amenazantes sobre sus cabezas.

Las heridas de Jorge afortunadamente no revestían ninguna gravedad y recibieron una primera cura en la enfermería del fuerte. Con las primeras luces todos los grupos integrantes de la guerrilla rendían cuentas de sus andanzas nocturnas exhibiendo sus macabros trofeos ensartados en cordeles ante la atenta mirada del capitán Ariza que anotaba en su libreta cada posición señalada, las bajas enemigas y donde se habían producido las mismas.

Desde el principio de la guerrilla, la competencia y el odio personal se habían instalado entre Jacinto Montaleza el Malasangre y José Farreny. Aquella rivalidad era alentada por el propio capitán Ariza que veía en ella una buena herramienta para aumentar la eficacia letal de los hombres a su mando.

-Bueno bueno Farreny… parece que esta noche la cosecha del Sr. Montaleza ha sido bastante mayor que la suya ¿Que tiene usted que decir de esto? -

Mientras que, según lo observado por Jorge, Montaleza era un asesino eficaz que cumplía con su cometido todo lo “limpiamente” que llevar a cabo asesinatos con nocturnidad y alevosía, puede considerarse una labor limpia, Farreny disfrutaba con lo que hacía, incluso presumía de desorejar a sus víctimas ante mortem.

-Discúlpenos mi capitán, ya sabe usted como trabajamos mis hombres y yo… además esta noche hemos tenido trabajo extra. - Dijo José Farreny con una sonrisa torcida pintada en su feo rostro, mientras mostraba en su ristra de orejas cuatro más pequeñas con unos zarcillos engarzados que sin duda pertenecían a mujeres y junto a las que se encontraban dos diminutas sin duda pertenecientes a un bebe de corta edad.

Un Farreny orgulloso se jactaba ante el resto de guerrilleros de cómo habían desorejado y matado al crio ante su madre y una hija mayor de unos diez años. Luego, según contaba aquel psicópata, habían violado y asesinado a ambas. Aquello era demasiado hasta para el despiadado Juan Ariza, que con gesto de profundo asco ordenó callar a aquel desalmado.

-Este va a durar poco por dos razones: La primera porque está loco y la segunda porque es un bocazas…- Le dijo en un aparte Montaleza a un sobrecogido Jorge Villafranca.


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