viernes, 29 de diciembre de 2017

HIJOS DE LOS MONTES Libro I-LA GUERRA CHICA-De Noche Todos los Gatos son Pardos


DE NOCHE TODOS LOS GATOS SON PARDOS



En aquellos días en los que la plaza ya parecía a salvo del peligro que tan sólo unas semanas antes amenazaba con terminar con la pervivencia de siglos, llegó a Melilla a tomar el mando de la situación el capitán general Martínez Campos. El veterano militar y político, artífice de la restauración de los Borbones en la corona de España, era uno más de aquella estirpe de lobos, que bien desde la alcoba o desde el cuartel habían sido los árbitros de la política patria durante la mayor parte de aquel infausto siglo XIX. Arsenio Martínez Campos parecía el hombre indicado para llevar las negociaciones de paz de aquella guerra nunca declarada con el sultán Hasan I. En el setenta y ocho, había firmado la paz de Zanjón en la que se había obtenido la rendición del ejercito insurgente cubano, una paz precaria tras una guerra de casi una década.

La guerra a la llegada del insigne militar, se limitaba a un mantenimiento de las posiciones de ambos ejércitos. En cuanto a la guerrilla de Ariza: sus salidas se limitaban a patrullas de control entre la plaza y los fuertes, habiendo abandonado el objetivo inicial de señalar blancos a la artillería. La verdad, es que ya no quedaba nada que bombardear. Se había destruido cualquier cosa que estuviera en pie entre la línea exterior de defensa y la distancia a la que llegaba una pieza de 20, que era la que, según el tratado Wad Ras con el sultanato, se consideraba el hinterland de Melilla.

En una de aquellas salidas de perfil bajo, la columna de Farreny interceptó a un sujeto cerca del barrio del Polígono. Se trataba de un moro naturalizado español de nombre Mohamed Ben Ahmed, conocido en Melilla la Vieja como “el Amadi”. Amadi, traducido al castellano significa “gato”. El gato era querido y apreciado por sus vecinos, entre los que se encontraban Andrés Cajiga o la viuda Jadilla y también era un confidente de la inteligencia militar española. El Gato se movía con sigilo felino en zocos y mezquitas, informando a las autoridades de lo que se cocía en aquellos focos conspirativos.

El caso es que, para el ilerdense y sus hombres, cualquier moro que anduviese extramuros después del toque de queda era un enemigo en potencia, y es que como dice el popular dicho castellano “de noche todos los gatos son pardos”. Sin dejarle explicarse ni mostrar los documentos acreditativos de que se encontraba en una misión, los hombres de Farreny comenzaron a apalear al infeliz espía. Luego con el Amadi, más muerto que vivo, José Farreny decidió que la faena era merecedora de premio y ni corto ni perezoso sacó una faca de Albacete roñosa de anteriores usos y procedió al corte de los apéndices auditivos del desdichado Gato. Finalmente dejaron al pobre infeliz abandonado en el sitio para que fuese pasto de chacales y buitres.

Es cosa sabida que los gatos son animales que poseen siete vidas. Mohamed Ben Ahmed esa noche gastó seis de las suyas. Al amanecer, arrastrándose alcanzó el barrio del Polígono donde los vecinos que le conocían le atendieron y curaron en parte sus heridas.

El hecho llegó a oídos del mismísimo Capitán General que abrió una investigación al respecto. Pronto salieron a la luz todos los crímenes cometidos por la guerrilla. Los generales Ortega y Macías fueron destituidos. El capitán Ariza pasó directamente a la reserva y se disolvió la unidad irregular que mandaba. Los presos volvieron a sus presidios y a José Farreny se le abrió un consejo de guerra que le condenó a muerte. Llevado a rastras por el pelotón encargado de su ejecución, fue fusilado de rodillas implorando una misericordia que él nunca tuvo con sus víctimas, un amanecer en la explanada del fuerte Camellos. En todo aquel asunto, el único que obtuvo algún beneficio fue Jacinto Montaleza, principalmente por la intercesión de Jorge, que consiguió que se le liberara de sus grilletes y un estatus de preso de confianza que le permitía moverse con cierta libertad por algunos lugares de la plaza.

En el mes de abril las negociaciones de Martínez Campos se trasladaron a la corte en Marrakech, donde se entrevistó directamente con el sultán. Con la amenaza más o menos velada de extender la guerra contra las cabilas al resto del sultanato alauita, se exigió la titularidad española del hinterland de Melilla que antes sólo se reconocía de facto y una indemnización por daños de guerra de veinticinco millones de pesetas. El reino de Marruecos ofreció dos millones y calló en cuanto al territorio, lo cual provocó una retirada de los negociadores españoles. Aquello casi equivalía a una declaración de guerra. Hasan I temeroso (y con razón) de las ambiciones sobre su tierra por parte de España y otras potencias europeas, accedió a una indemnización de veinte millones de pesetas, pagaderos en ochavos morunos de plata y a la confirmación del tratado de Wad Ras sobre el territorio extramuros de Melilla, así se dio por concluida aquella guerra no declarada.

Las cifras oficiales hablaron de aproximadamente quinientos muertos españoles y unos cinco mil por el bando rifeño. A Jorge le constaba que el número de bajas fue bastante mayor en ambos bandos. La indemnización que nunca llegó a cobrarse íntegramente se vendió como un gran triunfo de las armas y la diplomacia españolas, pero aquel dinero jamás llegó al pueblo español. Todo quedó a la discrecionalidad de los que desde tiempos inmemoriales parasitaban las instituciones del país, algunos de ellos culpables directos de aquella tragedia.

Pocos días después de firmada la paz y finalizada la misión que en un principio le había traído hasta Melilla, Jorge se entrevistó una última vez con el bandolero Jacinto Montaleza alias “Malasangre”, muy a pesar del Coronel Posadas y el teniente Arellano, ante la orden expresa del capitán general Arsenio Martínez Campos (que como buen político no quería indisponerse con la prensa de Madrid) de dispensarle un trato de preso de confianza en un régimen de semilibertad dentro de las murallas de la plaza.

-Bueno, pues parece que hasta aquí hemos llegado- Dijo el bandido clavando su incisiva mirada en el periodista.

-Le consta a usted que no soy ningún angelito. He cometido muchas barbaridades y villanías que horrorizarían a cualquier hombre civilizado. Pero no he disfrutado haciéndolas y usted ha sido testigo de cuáles eran las circunstancias en las que cometí algunos de esos actos execrables, unas circunstancias que desgraciadamente me han acompañado desde que tengo uso de razón. No espero que cuente mi historia de una forma distinta a la que es. Sólo quiero que no me muestre como el monstruo que personas que desconocían mis circunstancias dijeron que fui y que aún lo soy. Si pudiera volver atrás, me quitaría la vida antes de cometer mi primer crimen- Dijo Montaleza con una expresión seria, que parecía de genuina sinceridad.

El haber combatido al lado de alguien otorga una apreciación probablemente distinta de cómo es realmente esa persona en su relación con la sociedad y es que Malasangre se había mostrado como un intachable compañero de armas. Incluso había salvado la vida del periodista en su última salida con la guerrilla de la muerte. Esas cosas nunca se olvidan.

-No se preocupe Jacinto. Le prometo que lo que escriba le hará justicia. -

-No esperaba menos de usted. -

-Le escribiré y le haré llegar los artículos con su historia. -

-Gracias por todo. -

-No, gracias a usted. Espero que nos volvamos a ver en otras circunstancias… -

Ambos hombres se despidieron con un fuerte apretón de manos.

Al día siguiente, Jorge embarcó de nuevo en el vapor Mahón despedido con lágrimas por parte de la viuda Jadilla y una mezcla de pena y alivio por el lado de Andrés Cajiga, que veía que con el periodista se le iba una generosa fuente de ingresos, pero también la inquietud para su vida tranquila y sedentaria.

Un fuerte temporal azotaba el mar de Alborán, aunque esta vez Jorge no se mareó. El hombre que observaba impasible como la proa del buque rompía las grandes olas no era el mismo que había viajado al Norte de África casi seis meses antes.

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