DE ROSTROGORDO A CABRERIZAS
En Melilla se había formado una milicia popular a la que el
ejército había entregado fusiles con el fin de defender la muralla, en el caso
de que la línea exterior y los fuertes cayeran. También se hablaba en la plaza
de la intervención de una fuerza marroquí al mando del Bajá-el-Arbi, un hermano
del sultán al que habían enviado las autoridades alauitas para reprimir a los
siempre levantiscos rifeños.
Ya fuera por la poca motivación de las tropas del sultán
Hassan I o por el fanático arrojo de los sublevados, el caso es que las tropas
del Bajá se retiraron tras las primeras escaramuzas. Un heterogéneo, pero
imponente ejercito rifeño de más de veinte mil de a pie y cinco mil de a
caballo, se encontraba atrincherado frente a los cuatro mil militares y penados
de la línea exterior de las defensas españolas.
Sin que nadie supiese como, muchos de aquellos rifeños en
lugar de las tradicionales espingardas portaban modernos fusiles Remington,
equiparables en alcance y potencia de fuego a los Máuser del ejército. Pese a
todo, los moros carecían de artillería, por lo que la española, pese a estar
bastante anticuada, suponía una notable ventaja. Tras los muros de las
fortificaciones una multitud de civiles esperaba los refuerzos de la península
y al grueso de la armada del estrecho que ya se dirigía a toda máquina hacia el
Norte de África.
En los primeros días del conflicto, un grupo naval formado
por un acorazado y 2 cañoneras habían penetrado en el estuario del río Oro con
el fin de bombardear las líneas rifeñas más cercanas a los fuertes de Camellos
y San Lorenzo, los más alejados de la plaza y los que más presión recibían por
los moros, al quedar fuera del alcance de los cañones de la plaza. El mismo día
de aquella acción naval, Jorge recibía el salvoconducto que le permitía moverse
por el frente de guerra y recabar datos para su crónica. En la terraza esa
misma tarde, Jorge, un siempre quejumbroso Cajiga y la mora Jadilla,
planificaban la salida del día siguiente:
-Me gustaría recorrer los fuertes y hablar con los oficiales
al mando, para eso tendremos que salir mañana con las primeras luces. Comeremos
en el campo, por lo que tú, Jadilla nos tienes que dejar preparada comida y
agua para todo el día- Dijo Jorge mirando a la mora que asentía resuelta.
Otra cosa era la disposición de Andrés Cajiga, que ponía
todas las pegas del mundo a acercarse tanto al foco de los combates, pero a su
vez, el melillense tampoco quería renunciar a la jugosa fuente de ingresos que
semanalmente le hacía llegar el periódico. Finalmente decidieron que
comenzarían las visitas por los fuertes de Rostrogordo y Cabrerizas que era
donde, según la información que tenía el asistente, estaba la cosa más
tranquila. Luego ya se vería si el bombardeo de los buques de guerra había
estabilizado la situación en Camellos, San Lorenzo y Sidi Guariach. Finalmente,
Jorge entregó a Cajiga el texto que debía enviar por vía telegráfica al
Informador y algunas cartas para que este las despachase en la estafeta de
correos.
Como habían acordado, con el canto de los gallos el
asistente estaba en la puerta de la vieja casa con las dos mulas. Jorge tomo un
bocado y un trago de café y ambos hombres se dirigieron en silencio hacia los
acantilados de Rostrogordo donde se encontraba la primera fortificación que
tenían pensado visitar.
El fuerte apareció al final de una cuesta. Era una imponente
construcción poligonal de ladrillo rojo, con un baluarte triangular saliente
como la proa de un buque. Jorge exhibió el salvoconducto y enseguida le atendió
el oficial de guardia. Se trataba de un capitán llamado Lucas Hernández que
estaba al mando del pelotón disciplinario, una unidad donde destinaban a los
militares arrestados de la plaza que cumplían con los servicios más penosos y
más peligrosos. El capitán Hernández respondía al perfil de los militares que
Jorge había conocido en Melilla, en cuanto a duro y seco en el trato, pero se
apreciaba algo noble en aquel hombre, algo como de caballero antiguo. Parco en
palabras sobre los asuntos militares, poca información pudo sacarle Jorge sobre
la guerra que estaba aconteciendo extramuros, otro cantar fue la conversación
que mantuvieron él y Cajiga con el cabo que los acompañó a la salida y que les
informó que la mayoría de las escaramuzas se estaban produciendo en la zona de
fuerte Camellos, al otro lado del río Oro donde se encontraba el mismísimo
general Margallo.
El periodista y su asistente siguieron camino hacia el
fuerte de Cabrerizas Altas, distante unos kilómetros de Rostrogordo. Cabrerizas
Bajas quedaba más cerca, pero era una fortificación menor y Jorge consideró que
podían obtener más información de la guerra en un fuerte más grande, con más
tropas y que además quedaba más cerca de la frontera.
Ya tenían el fuerte a la vista, cuando por su izquierda
divisaron una gran nube de polvo. Al momento fueron rebasados al galope por un
escuadrón de caballería que también se dirigía a Cabrerizas Altas, tras ellos
el grueso del ejército de Melilla que se replegaba al otro lado del río a paso
ligero. Cerrando la columna militar estaban los penados con sus llamativos
uniformes a rayas, entre ellos el periodista pudo distinguir la inconfundible
figura de Jacinto Montaleza que, con movimientos simiescos forzados por los
grilletes de pies y manos, trataba de no quedarse rezagado. Cubriendo la
retirada de la larga columna española, cincuenta soldados de infantería y
algunas unidades de caballería disparaban sus armas.
Tras los
peninsulares, se divisaba amenazante un amplio frente de caballería mora que se
acercaba cada vez más profiriendo gritos salvajes. Jorge y Cajiga arrearon sus
monturas y se dirigieron hacia las puertas del fuerte que se acababan de abrir
para dar paso a los primeros jinetes. El capitán al mando transmitió las
órdenes del general y pronto se desplegaron frente al fuerte media docena de
cañones con su correspondiente dotación de artilleros.
Al punto las piezas comenzaron a vomitar fuego frenando el
avance del centro de la vanguardia mora. A pesar de esto, algunos jinetes
cabileños consiguieron alcanzar por el flanco a las fuerzas que se les oponían
e incluso rebasarlas, atacando a los más rezagados de la columna en retirada.
Ya iban a entrar Cajiga y Jorge en el fuerte, cuando este
último volvió la vista atrás y vio como algunos moros atacaban sable en ristre
al pelotón de penados entre el que se encontraba Montaleza. El antiguo
bandolero pese a sus cadenas rodaba con agilidad felina entre los cascos de los
caballos, pero sólo era cuestión de tiempo que acabara ensartado por alguna de
aquellas afiladas cimitarras, ya que varios jinetes se interponían entre él y
el fuerte. Sin pensárselo dos veces, Jorge Villafranca descabalgó de un salto y
le entregó las riendas a Cajiga, luego a la carrera se dirigió hacia el grupo
que rodeaba al bandido e hizo un par de disparos con el pequeño revolver que
portaba en el bolsillo. El segundo tiro alcanzó en la cabeza a uno de los
moros. El infeliz al caer quedó enganchado por un estribo y la bestia, presa
del pánico, le arrastró en dirección al grueso de la caballería rifeña creando
unos instantes de desconcierto que permitieron la huida de Jacinto Montaleza.
Una vez recompuestos los jinetes restantes, un par de ellos enfilaron sus
monturas contra el periodista. Este, paralizado por el pánico, veía cada vez
más cerca la punta de las espadas, hasta que una cerrada descarga de fusilería
procedente del fuerte paró en seco a los dos moros. Uno cayó y otro volvió
grupas en franca retirada hacia sus líneas. Jorge reaccionó a los gritos de
Montaleza que con un sable que se había agenciado en la refriega, cubría la
retirada de los últimos españoles que aún quedaban por entrar al fuerte.
- ¡Rápido Sr. Villafranca, que estos ya vuelven! -
Jorge se rehízo y corrió hacia la puerta que se cerró tras
él. En el patio de armas, el periodista sintió numerosas miradas de admiración,
incluso el mismísimo general Margallo informado por Cajiga de quien era aquel
civil que con tanto arrojo había arremetido contra los moros, estrechó su mano,
pero él se encontraba aún en estado de shock. Le había volado la cabeza a un
hombre. El revólver humeante que aun aferraba su mano temblorosa le recordaba
la cruda realidad.
Las palabras del antiguo bandolero sacaron a Jorge de su
ensimismamiento.
- ¡Recompóngase hombre! Lo que ha pasado ahí fuera es de lo
más normal del mundo. Pasa a todas horas y en todas partes. Tan solo es la muerte…-
Jorge miró a los ojos de aquel ser humano extraño y ambos
asintieron en una especie entendimiento tácito. El antiguo bandido entregó el
sable moro al periodista antes de que pasado el estupor del momento sus
carceleros reparasen en la presencia de aquella arma en manos de un
presidiario. La cimitarra era una pieza realmente bella. Sin duda una espada
noble que se había transmitido de generación en generación y que ahora le
pertenecía él… a él que había matado a su anterior dueño.
En las horas siguientes la situación de los sitiados en
Cabrerizas Altas se estancó. La línea telegráfica había sido cortada por los
cabileños que rodeaban el fuerte y un cielo plomizo que amenazaba lluvia,
impedía la comunicación de los militares españoles tanto con la plaza como con
los otros fuertes cercanos mediante el heliógrafo. Además de las escasas
provisiones, el más importante de los suministros que tanto hombres como
bestias demandaban, el agua, tampoco era abundante. Urgía desbloquear la
situación y comunicarse con Rostrogordo, el fuerte más cercano con línea
telegráfica directa a Melilla y así volver a tomar la iniciativa en aquella
guerra.
Se pidieron voluntarios entre las fuerzas de caballería para
aquella difícil misión. Había que llevar un mensaje con instrucciones del
general Margallo a Rostrogordo. Finalmente, el elegido fue un gallardo capitán
de nombre Juan Picasso al que acompañarían en su misión dos batidores que
cubrirían con sus cuerpos y los de sus bestias los flancos del mensajero.
Picasso era de origen italiano, pero su familia residía en
Málaga desde hacía un par de generaciones. Había sido el primero de su
promoción y era hombre de mucho prestigio entre la tropa y el resto de los
oficiales de Melilla, todo lo contrario que el general Margallo que con sus
erróneas decisiones militares había conducido al ejército a aquella situación
de bloqueo. También había algo más en la poco disimulada aversión de los
militares hacia su general en jefe: todo el mundo se preguntaba ¿Cómo habían
podido llegar aquellos modernos fusiles Remington a manos de los rifeños y en
tal cantidad? Los contrabandistas, forzosamente debían de haber contado con la
connivencia de las autoridades y muchos indicios apuntaban en dirección al
general y sus más estrechos colaboradores.
Poco antes de abrir las puertas para dar salida a los tres
jinetes, desde el fuerte comenzaron a disparar contra los rifeños con todo lo
que tenían. En la cerrada descarga, aquellos centauros salieron raudos como el
viento con las balas propias y ajenas silbando sobre sus cabezas. En un tiempo
récord cubrieron la distancia entre los dos fuertes. En cuanto el trío de
jinetes fue divisado por el Capitán Hernández del pelotón disciplinario, éste
dio la orden de abrir fuego de cobertura sobre las posiciones de los moros los
cuales también habían comenzado a asediarles. Así mismo mando a un par de
soldados para que franquearan el paso Picasso y sus hombres en cuanto que él se
lo indicara.
Los tres jinetes entraron en el patio de armas del fuerte de
Rostrogordo cubiertos de sudor y polvo, pero milagrosamente ilesos. Desmontaron
prestos y cedieron las riendas de sus extenuadas monturas a los que les habían
abierto las puertas. Picasso sin tomar siquiera un buche de agua informó al
capitán Hernández de que tenía que enviar un mensaje de vital importancia del
general Margallo al general Ortega, segundo en el mando de Melilla, pero por
desgracia el telégrafo también había sido inutilizado por los rifeños en aquel
sector. No quedaba otra alternativa que galopar hasta Melilla y llevar el
mensaje en persona.
El capitán Picasso
decidió que esta vez galoparía solo. Si alguien debía caer esa jornada sería él
y no sus hombres. Pidió que dieran agua y comida a su caballo y se permitió a
si mismo tomar un ligero refrigerio. Finalmente, ambos capitanes se estrecharon
las manos y asintieron en silencio. Ortega mando firmes a los hombres presentes
en aquel patio de armas y saludó militarmente al capitán Picasso mientras las
puertas se abrían frente a él. Algo más de tres kilómetros y miles de enemigos
le separaban de las murallas de Melilla.
Con los acantilados y el mar a su izquierda, jinete y
caballo iniciaron su enloquecido galope hacia la ciudadela. En cuanto que se
alejaron unos cientos de metros del fuerte las balas rifeñas comenzaron a
silbar alrededor suyo. Al mismo tiempo un nutrido grupo de jinetes enemigos
salió al galope con la intención de cortarle el paso. El capitán Picasso,
habilidoso, desenfundó el revólver que llevaba al cinto y efectuó varias
descargas que alcanzaron a un par de caballos de sus perseguidores, otorgándole
esta acción un tiempo valiosísimo que le permitió alcanzar el abrigo de los
añosos muros de Melilla la Vieja. Desde lo alto de las fortificaciones una
multitud de soldados y voluntarios aclamaban al héroe, que extenuado finalmente
traspasaba una de las puertas de acceso con las órdenes del general plegadas en
un bolsillo de su guerrera.
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