domingo, 6 de enero de 2013

LA ESTUFA DE LEÑA (UNA PASIÓN RÚSTICA)


Dionisia ejerció como maestra en la casa de niños, una guardería dependiente del ayuntamiento de Moraleda de Pestuña. Su padre falleció siendo ella aún joven, por lo que abandonó la enseñanza para cuidar de su madre, una mujer que siempre tuvo una salud delicada. A primera vista resultaba una mujer poco agraciada. Tenía ya una edad más cercana a los cincuenta que a los cuarenta y el acné padecido en su juventud había dejado marcas en su rostro, además era corta de vista y gastaba unas poco favorecedoras gafas de culo de vaso con montura de pasta. De cuerpo no andaba mal, tenía unas tetas grandes y firmes, fino talle y anchas caderas. Pero su manera de vestir, fruto de una estricta educación religiosa en el seno de una familia de pueblo chapada a la antigua, hacía que en lugar de lucir aquellos encantos con los que le había dotado la madre naturaleza, los ocultara con ceñidos sujetadores y ropa de corte recto. Dionisia era muy devota y repartía su tiempo entre la iglesia ayudando al cura y cuidando de su madre anciana. Mujer de costumbres saludables, a diario, tras recoger la mesa y fregar los cacharros de la comida, dejaba acostada a doña Pepita y ya podía hacer frió o calor, que Dionisia se calzaba unas zapatillas de esas de suela gruesa que se parecen a las botas de German, el padre de la familia Monster y se marchaba a caminar. Siempre hacía la misma ruta: Salía del pueblo por la carretera de Valdepedrusco, cruzaba la vega y donde la carretera comienza a zigzaguear entre los cerros que encajonaban el valle del río Pestuña, Dionisia se daba la vuelta para llegar a tiempo de arreglarse y arreglar a su madre para oír misa de siete.

 

Picio se había dedicado a las labores del campo desde niño. Los cincuenta los tenía a la vuelta de la esquina. Algunas tierras heredadas de sus padres y el tener todo pagado, le permitían vivir sin apreturas pero sin grandes lujos. Nunca se casó, y ya en la madurez sin el freno que suele imponer a un hombre el tener mujer e hijos, era algo dado a frecuentar en exceso las tabernas. Todos los sábados se aseaba de cuerpo entero “aunque no le hiciese falta” y conducía su Citroen C-15 hasta el Diosas de la Noche, un puticlub de la vecina localidad de Almendrales de Pestuña, allí se bebía tres o cuatro cubatas de Dyc con Cocacola, echaba un polvete y luego volvía a casa. Como casi todas las tierras las tenía dadas en arriendo a agricultores jóvenes, que las explotaban con medios modernos, Picio tenía poco que hacer en el día a día, así que rehabilito un viejo aprisco de piedra que había construido su abuelo en una finquita al otro lado del Pestuña y allí mataba el rato con una docena de cabras, un par de perros, algunas gallinas y un pequeño huerto que le proveía de verduras frescas.

 

Dionisia y Picio se cruzaban en la vega a diario. Aunque quintos y del mismo pueblo, nunca habían tenido amistad. Dionisia era una señorita, mientras que Picio pertenecía a una familia de labriegos sin formación ni cultura. No obstante cuando se cruzaban se saludaban educadamente y se llamaban por su nombre

 

-Buenas tardes Picio ¿Qué? A echar de comer a los animales….-

 

-A ver, habrá que aprovechar que está la tarde buena para hacer cuatro cositas ahí abajo ¿Tu madre bien? Dionisia-

 

-Bien bien, gracias a Dios… Hasta mañana Picio-

 

A Dionisia no se le había conocido novio en el pueblo. De joven frecuentaba su casa Alvarito Castuela, un muchacho muy fino hijo de Manolo Castuela el dueño de la tienda de ultramarinos de la plaza. Alvarito amenizaba las tardes de chocolate y picatostes en casa de Doña Pepita, tocando el viejo piano de pared. A aquellas meriendas acudían las fuerzas vivas del pueblo: Don Abilio, el cura párroco, Don Ramón el alcalde, al que en el pueblo conocían como “Ojo de Trueno” ya que a consecuencia de las heridas sufridas durante la guerra civil, había quedado tuerto y llevaba un ojo de cristal que era llamativamente más grande que el sano. Amén de estos dos señores tan serios, también acudían a estas reuniones todo un elenco de beatas enlutadas, con un número de años cercano al millón, sumando las edades de todas. En Moraleda de Pestuña se esperaba que las dos familias tarde o temprano anunciaran el noviazgo de Alvarito y Dionisia, incluso en una ocasión se les vio cogidos de la mano durante la procesión de la Virgen del Olivar, pero un año que vino el Cordobés a torear durante las fiestas, Alvarito Castuela se fugó a Madrid con un banderillero de la cuadrilla del diestro andaluz.

 

Picio tampoco había tenido suerte con las mujeres. Había tenido una novia, Lola, pero ésta se marchó a Madrid a servir y uno de los hijos de su patrón le hizo una barriga. Finalmente acabó casándose con un peón caminero que estaba de paso cuando arreglaron la vieja carretera de Moraleda a Almendros y se marchó a vivir a un pueblo de la Mancha, del que era natural el peón. El último verano, durante las vacaciones, Picio había visto a Lola con su marido y tres muchachos ya crecidos por el pueblo.

 

En la soledad de su habitación, Picio solía fantasear con las mujeres que conocía. Visualizaba como se beneficiaba a la panadera en el obrador de detrás de la panadería o como Sandra la del bar, salía de detrás de la barra y se la chupaba después de servirle un copazo de sol y sombra o con esas jovenzuelas minifalderas, que andaban a la puerta de la discoteca los viernes y sábados por la noche, pero invariablemente, desde hacía tiempo, no sabía por que, siempre acababa pensando en Dionisia….Aquella noche Picio terminó el asunto que tenía entre manos, apuró un medio vaso de tintorro que tenía sobre la mesilla “para enjuagarse la boca” y se dispuso a dormir.

 

El final de septiembre llegó con tiempo agitado. Tras los días aún calurosos, por las tardes descargaban fuertes aguaceros. El de aquella tarde fue especialmente violento, tanto que Dionisia, pese a haber salido de casa con una chaqueta y un paraguas, tuvo que buscar refugio. Lo que más cerca le quedaba era la finca de Picio, con el paraguas roto y la chaqueta por encima de la cabeza, se acercó a la puerta de la valla y comenzó a llamarle:

 

-¡Picio Picio… ábreme!-

 

Al principio con el ruido de los truenos y la lluvia sobre el tejado de chapa, Picio no escuchaba las voces de Dionisia, pero los ladridos del perro le alertaron de que algo ocurría fuera. Se asomó y la vio, empapada y aterida en la entrada de la finca. De una carrera se plantó en la puerta y la hizo pasar. Ya dentro los dos, Dionisia le entregó la chaqueta mojada a Picio que la colgó junto a una estufa de leña, oportunamente encendida y con una cafetera humeando encima. Dionisia tenía un aspecto espantoso. Su pelo, siempre peinado de peluquería, le caía mojado por la cara, tenía las gafas tan empañadas que apenas podía ver por ellas y temblaba de pies a cabeza. Él le puso una manta, no demasiado limpia, por encima de los hombros y le dio un vaso de café fuerte y bien azucarado. Al poco rato, se sintió bastante mejor. Fuera seguía lloviendo a cántaros. La ropa mojada se pegaba al cuerpo de Dionisia y el frío hacia que se le marcaran los pezones gordos y duros, que se trasparentaban oscuros a pesar del grueso sostén. Cuando pasó la tormenta, Picio, caballerosamente, se ofreció a llevar a casa a Dionisia, si se esperaba a que echase de comer a las cabras. Ella aceptó, total ya no llegaba a misa y por qué no decirlo, había pasado la tarde muy a gusto charlando en la caseta con Picio. A pesar de las diferencias sociales, sus vidas, tantos años en el pueblo, habían recorrido caminos paralelos. Al llegar a casa de Dionisia, ambos se quedaron sin palabras…. tras unos instantes de silencio que a los dos les parecieron eternos, fue Dionisia la primera que habló:

 

-Bueno Picio…. Muchas gracias por todo, te dejo que mi madre tiene que estar muy preocupada. Adiós, hasta otro día.-

 

Ya se disponía a abrir la puerta de casa, cuando Picio le hablo desde la furgoneta:

 

-Dionisia…. Me gustaría…. Bueno, invitarte una tarde a merendar o al cine, o a lo que tú quieras…. Si quieres, claro.-

 

La petición pilló a Dionisia completamente por sorpresa.

 

-Bueno bueno, ya lo hablamos. Adiós Picio.-

 

El corazón de la mujer latía aceleradamente ¡Hacía tanto tiempo que no recibía una proposición de un hombre! Picio era algo tosco y su higiene manifiestamente mejorable, pero era atento y había algo en él que despertaba un extraño sentimiento de ternura y algo más, algo que creía olvidado definitivamente desde hacía mucho tiempo.

 

Doña Pepita, la madre de Dionisia, advirtió el estado de agitación en el que se hallaba su hija.

 

-¡Por fin hija! Estaba muy preocupada por ti, con esta tormenta tan fuerte que ha caído ¿Dónde te has metido toda la tarde?-

 

Dionisia no sabía que le iba a parecer a doña Pepita que hubiese pasado la tarde en compañía de un hombre. Tras contarle como se había tenido que refugiar en la caseta de Picio, la anciana se quedó pensativa unos instantes y finalmente habló mirando fijamente a su hija:

 

-Ese Picio es un poco borrachín, pero no es mal hombre. Hay gente que no tiene suerte en esta vida…-

 

Cenaron merluza hervida con una patatita, un casquito de cebolla y una hojita de laurel, luego Dionisia acostó a su madre y vio un rato la tele antes de irse a la cama. En su habitación se quitó las gafas y se desnudó para ponerse el camisón. En el espejo del armario vio su cuerpo desnudo, algo borroso y desenfocado a causa de la miopía, pero a ella le pareció un cuerpo bello y joven aún, un cuerpo todavía necesitado y merecedor de abrazos y caricias.

 

Pasaron varias semanas sin verse, aunque ambos deseaban que se produjese el encuentro. Los aguaceros cesaron dando paso a un tiempo algo más tranquilo, con los días acortándose cada vez más. Aquella tarde barría la vega un viento frió que formaba remolinos con las hojas caídas. Dionisia caminaba por el borde de la carretera, cuando vio a Picio con sus cabras por una linde. Se saludaron con la mano y se aproximaron el uno al otro.

 

-Buenas tardes Dionisia-

 

-Buenas tardes Picio-

 

-Iba a encerrar las cabras ¿Quieres un cafetito?-

 

-No te quiero molestar…. además tengo un poquito de prisa que voy a ir a ayudar a don Manuel con la misa del domingo que viene, que es la Inmaculada Concepción-

 

-No molestas y si tienes prisa te acerco con la furgoneta, además quiero darte unos tomates para doña Pepita. Son ya los últimos que voy a coger este año y yo no me los voy a comer todos.-

 

Dionisia trató de protestar sin ninguna convicción y acompañó a Picio hasta su finca, luego Picio la dejó en la puerta de la iglesia ante la nada disimulada atención de un grupo de beatas. Antes de salir del vehículo, Picio le recordó la invitación que le había hecho la última vez que se vieron. Dionisia quería pero no se decidía a dar el paso, finalmente quedaron en verse en misa el siguiente domingo y después tomar el vermú.

 

Picio solamente iba a misa en bodas, comuniones, bautizos y funerales; realmente no creía ni dejaba de creer. A uno de sus abuelos le habían fusilado por rojo y ese sambenito pesó durante mucho tiempo sobre su familia, a la que en Moraleda se consideraba “de izquierdas”. Cuando estaba por el pueblo, siempre vestía ropa de trabajo, pero para la ocasión sacó del armario el único traje que tenía, una camisa blanca que había planchado la víspera, una corbata pasada de moda y unos zapatos a los que sacó brillo concienzudamente. Ataviado de esta guisa, Picio se dirigió a la iglesia. Cuando llegó, la gente aún no había entrado y formaba grupitos a la puerta del templo. Algunas personas le saludaron sorprendidas y otras tras observarle sin ningún tipo de disimulo, le volvieron la espalda para ponerse a cuchichear. No vio a Dionisia, que debía de estar dentro ayudando al cura. Picio entró de los últimos y se sentó al final del todo. Vio a Dionisia junto a su madre y otras beatas a un lado del altar. El sermón fue largo y tedioso. Don Manuel, un sacerdote joven que había sustituido al difunto don Abilio, peroró cerca de una hora sobre la situación política de España, culpando a los socialistas de tratar de acabar con la familia, de la degradación moral de occidente y hasta de la muerte de Manolete…. Tras la misa, se volvieron a formar los corrillos frente a la iglesia. Picio no encontraba acomodo en ninguno de aquellos grupos. Esperó apartado a que salieran Dionisia y doña Pepita y se acercó haciéndose el encontradizo. Las dos mujeres estaban hablando con el alcalde, cuando Dionisia reparó en su presencia, se despidió del edil y saludó a Picio.

 

-¡Has venido! No te había visto en misa…..-

 

-Es que me he sentado detrás porque delante no quedaba sitio- Mintió Picio.

 

Mientras estaban conversando, se acercó doña Pepita, que se colgó del brazo del hombre.

 

-Hija ¿Es este señor tan elegante, el que nos va a convidar al vermú?- Dijo la anciana con la mejor de sus sonrisas.

 

Moraleda de Pestuña tiene una calle peatonal que da a la plaza, allí se encuentran los mejores bares de tapeo del pueblo, es allí donde los tres se fueron a tomar el aperitivo. La pareja formada por Dionisia y Picio no dejaba indiferente a nadie. Las amistades de ambos no acababan de ver aquella relación, “el gañán con la beata” sin embargo doña Pepita, cuya opinión pensaban ambos que iba a ser la más contraria a lo suyo, estaba realmente encantada. La anciana dama sentía que para su hija ésta era una última oportunidad de no quedarse “para vestir santos” y nunca mejor dicho que en este caso.

 

Picio comenzó a frecuentar la casa de las dos mujeres.

 

Ante este hecho, personas muy principales del pueblo dejaron de visitarlas tan asiduamente como antes y cuando coincidían allí con Picio, arrugaban la nariz, como si les molestara el olor (Algunos días si molestaba, sobre todo a partir de los jueves) Así mismo, Dionisia, abandonó gran parte de las actividades que realizaba para la parroquia y pasaba cada vez mas tiempo en la finca, desoyendo así las amargas recriminaciones de don Manuel, el cura párroco, que intentaba por todos los medios que la oveja descarriada volviera al redil.

 

Pero ya no era este redil al que Dionisia querenciosa, volvía tarde tras tarde.

 

Una tarde mientras asaban castañas en la estufa de hierro, sucedió lo inevitable: Estaban sentados muy juntos en un viejo sofá que tras cumplir en casa, Picio había llevado a la finca. Tenían las castañas ya asadas sobre un cajón de madera dado la vuelta, que hacía la función de mesita, ambos se inclinaban para coger castañas y depositar las cáscaras después de pelarlas. En un momento dado el brazo de Picio se dirigió a coger una nueva castaña y un instante después, el de Dionisia se cruzó por encima para dejar unas cáscaras. Como quien no quiere la cosa, el dorso de la mano de Picio rozó el pecho de Dionisia. Conscientes de haber cruzado la fina línea que separa la cercanía de la intimidad, ninguno de los dos dio marcha atrás. Pronto las dos manos del hombre exploraban los tesoros ocultos debajo de la blusa de ella, mientras sus bocas se juntaban en un húmedo beso. Siguieron besándose y acariciándose mutuamente un buen rato. Picio le quito las gafas para ver el cambiante color de sus ojos con la luz de la tarde que ya languidecía y también porque le estaban haciendo arañazos en la cara. Ambos engañaban, desnudos no eran lo que aparentaban ser: ella una mujer voluptuosa, no la beata reseca como un sarmiento que todos veían y él, que parecía poca cosa, era duro acero, fruto de toda una vida de trabajo en el campo. Cuando las llamas de la estufa se apagaron, atizaron las brasas y echaron más leña al fuego, así varias veces mas aquella tarde.

 

Picio dejó a Dionisia en casa ya de noche cerrada. Tras las vagas explicaciones que Doña Pepita recibió de su hija sobre lo que había hecho toda la tarde y observando el arrebol que sonrosaba levemente sus mejillas antes sin color, la anciana que no era nada corta se hizo una idea bastante exacta de la situación. Dionisia le hizo para cenar una tortillita de atún y un poquito de ensalada. Después de la cena Doña Pepita cogió a Dionisia ambas manos y le estampó un par de besos en las mejillas.

 

-Buenas noches hija, me voy a la cama. No tardes en acostarte que tienes que estar muy cansada….  Hasta mañana.-

 

La pareja ya no ocultaba su relación. Iban juntos a todas partes, siendo piedra de escándalo para las mentes estrechas que aún en el siglo XXI son más abundantes de lo que nos creemos y que ven con malos ojos que cualquier persona se salga del rol que la sociedad le ha adjudicado. Se compraron ropa moderna, hicieron cosas que hace la gente normal pero que por h o por b, ellos nunca habían hecho; incluso aquel verano se fueron de vacaciones a Benidorm con doña Pepita que estaba encantada de la vida.

 

Un día Doña Pepita se murió y lo hizo a su manera, sin molestar y dejándolo todo bien arregladito antes de irse. Tras su muerte pensaron en juntar en una las dos casas pero decidieron finalmente dejar las cosas como estaban y reservarse cada uno esa parcela de independencia.

 

Aún hoy sigue la relación entre Dionisia y Picio. Ambos, pese a que a su edad no es fácil, han cambiado un poquito. Picio ahora se lava algo más y solamente va a bares de vez en cuando.

 

Dionisia, por su parte, ya no frecuenta tanto  la iglesia, no porque no crea, que sigue siendo muy creyente, si no porque tiene otras obligaciones, en la vega con Picio, frente a la estufita que aún encienden cada tarde.

 

 

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario