viernes, 21 de septiembre de 2012

Un año y un poco más -El Calafate-


Santiago y María estuvieron juntos todo el tiempo que pudieron durante los días que el madrileño permaneció en Melilla antes de partir a su segundo destacamento en Vélez. Cuando salían, primero iban a la playa y al final siempre terminaban en el piso de Juan. La renta del piso era muy pequeña, por lo que Santiago Reche se quedó con las llaves del mismo, ahora que el cocinero se licenciaba. Tener aquellas llaves era tener un espacio de intimidad dentro de una cosa como era el servicio militar, donde todo el mundo lo sabía casi todo de los demás.

 

La pareja no quería que llegase la separación, pero como suele pasar, cuando no queremos que algo suceda, el tiempo pasa volando Finalmente llegó el día de la partida de los marineros con destino a los destacamentos. Esta vez no iban Vela ni Luna y no se produjo ninguna suma ni resta en las cajas de los pertrechos. Las Marías abuela y nieta estaban en la estación del ferry para despedirse de Santiago. El marinero, pidió permiso al cabo Blanco para despedirse de las dos mujeres.

 

-Por mi haz lo que quieras, pero como ya te dije, vas a tener un problema cuando te vean hablando con ellas, sobre todo con la vieja.-

 

Santiago hizo caso omiso de las palabras del cabo y se separó un poco del grupo para hablar con las dos mujeres. Todos los miembros de la cia mar observaban, unos con envidia y otros con curiosidad, el trato familiar que la abuela y la nieta dispensaban al madrileño. Los mandos tampoco se perdían detalle. Cuando finalmente dieron permiso para embarcar en el ferry, Santiago y María se dieron un largo beso que fue sonoramente ovacionado por el resto de marineros, tanto los que iban a los destacamentos como los que se licenciaban.

 

-¡Vaya vaya con el madriles! Por lo menos sabemos que maricón no eres- Dijo el sargento Cabello, que al ser de Ceuta no sabía de la enemistad de los Vela y los Luna hacia doña María.

 

Durante el viaje, como en esta ocasión no pesaba sobre la tropa ningún arresto, se permitió el acceso a la discoteca. Angelito pronto se hizo el amo de la pista junto con Moisés, el mariquita que también iba a Vélez y que resulto un bailón sorprendente pese a sus kilos de más Santiago no tenía ningunas ganas de discoteca y melancólico se subió solo a la cubierta del barco. Lo más seguro es que no volviera a ver a María al menos en 4 meses, el tiempo que le quedaba para licenciarse. Hacía una noche muy buena. El mar estaba completamente en calma y reflejaba la luz de la luna casi llena. Parecía como que el reflejo lunar moviese la gran mole de acero por el espejo que era la superficie del mar en aquella noche clara Pensando estas cosas se encontraba el madrileño, cuando apareció por cubierta el cabo Navarro fumando un gran porro de oloroso polen. El de Melilla se acodó en la barandilla justo al lado de Santiago.

 

-Qué Madriles ¿Pensando en tu novia? La falta de tías es lo más duro de las islas, pero con buen rumai  el mes se pasa rápido ¿Quieres pegarle una calada?-

 

Santiago no se fiaba en absoluto de aquel tipejo y rechazó la invitación. La verdad es que el tiempo que había pasado con María apenas había fumado alguna calada por las noches en la cueva. Tampoco había comprado, de hecho sólo llevaba un par de chinas que le había dado Juan del hachís que se llevaba para la Península.

-¿Tú sabías que la abuela de tu novia denunció a la Compañía de Mar hace muchos años por la desaparición de su novio, uno que desertó durante la guerra, el muy hijo de puta? Me parece que vas a tener que responder a algunas preguntas cuando vuelvas a Melilla-

 

-A la orden mi cabo. No tengo ni idea de lo que me está hablando. Con su permiso me voy a la cama-

 

Santiago se había dado perfecta cuenta del tono de amenaza de las últimas palabras del cabo y pensó que a su vuelta debía de estar especialmente alerta sobre todo con Vela y Luna. Sabía de lo que esas familias habían sido capaces en el pasado y tenía fundadas sospechas de sus turbios manejos con las drogas en la actualidad.

 

Por la mañana, el Ciudad de Palma atracó en el puerto de Málaga. Santiago y sus compañeros se despidieron del reemplazo que se licenciaba. El madrileño dejaba atrás algunos buenos amigos: Milco, Corbacho y sobre todo Juan el cocinero, que había entregado su uniforme mugriento y ahora lucía impecable vestido de civil. Juan había sido un apoyo en los primeros y más difíciles meses del servicio militar. Sin su ayuda muchas de las cosas que en la vida civil resultaban lo más natural del mundo pero que estando en un cuartel eran impensables, las había podido realizar gracias al apoyo de Juan. Se despidieron con un abrazo. Los camiones de la Legión esperaban para trasladarlos al Campamento Benítez.

 

En esta ocasión, como los marineros no partían para las islas hasta el día siguiente, tenían permiso para salir de paseo esa tarde. Desde la misma entrada de Campamento Benítez, se cogía un autobús con destino a Torremolinos. En los años 80 Torremolinos era junto a Benidorm, uno de los pilares del turismo “canalla” de sol y paella. Salir por la ciudad malagueña en temporada alta, era para unos chavales de 20 años una promesa de diversión.

 

Todos, vestidos de blanco impoluto, cogieron el autobús que iba lleno de lejías con el mismo destino que ellos. Los militares se dirigieron en masa a una zona de pubs frecuentada por guiris de nacionalidad inglesa sobre todo. Pasaron la tarde bebiendo y bailando. Alguno volvió malo por el exceso de bebida consumida en muy poco tiempo. Los marineros se encontraban en la parada a la hora convenida, todos menos Angelito Moraleda al que habían perdido de vista a primera hora. Pidieron al conductor del autobús que esperase cinco minutos al de Albacete, pero transcurrido este tiempo, Ángel no había regresado y el autobús tuvo que partir sin él. Cuando llegaron a Campamento, llegaba al mismo tiempo Angelito moraleda, en un coche descapotable  conducido por una guiri de edad más cercana a los setenta que a los sesenta de la que se despidió repasándole todos los empastes con la lengua.

 

-¡Coño Ángel! No nos habías dicho nada de que tu abuela viviera en Torremolinos- Le dijo el  cabo Blanco

 

-Sí sí abuela, mira como me ha dejado la polla- Dijo Ángel Moraleda que llevaba una borrachera gloriosa, enseñándole la picha al cabo.

 

-Angelito Angelito, estás echando por tierra el prestigio de la Compañía de Mar de Melilla-

 

El de Hellín, muy borracho, respondió encogiéndose de hombros – ¡En peores plazas hemos toreao!-

 

Al día siguiente, con la resaca del alcohol martilleando sus sienes, los camiones de la Legión condujeron a los miembros de la cia mar hasta el aeropuerto, donde embarcaron en los Chinooks con el resto de los componentes de los distintos destacamentos. El grueso de las tropas que se dirigían a las islas, pertenecían a una compañía de operaciones especiales (COE) con base cerca de Oviedo. El viaje fue menos agitado que la última vez, el viento apenas se movía y el helicóptero pudo aterrizar con facilidad en la coronación de la roca.

 

Todo el personal de la isla dedicó el resto del día a instalarse en los distintos alojamientos. Los miembros de la cia mar de Ceuta habían instalado en el plantón donde los marineros hacían las guardias, un toldo improvisado con unas tuberías y una gran malla verde de rafia. Regando un poco el suelo se conseguía que la temperatura de aquella terraza fuese tolerable bajo el duro sol del verano norteafricano. Se repartieron los turnos de guardia y antes de la cena el teniente de las coes dirigió una charla a los miembros del destacamento. Resumiendo, el mensaje de la arenga era “No me toquéis los cojones a mí y yo no os los tocaré a vosotros”. Santiago echó de menos a alguien muy importante que estaba en Vélez la última vez, Pluto, el perro del mecánico naval. Al parecer el can había traspasado las “líneas enemigas” en una de sus correrías nocturnas y los mehaznis le habían trincado y le habían ahorcado para que no delatase más con sus ladridos el comercio que estos se traían con los militares españoles. Aunque un poco veleta y chivato, Santiago había llegado a querer a aquel chucho, que por otra parte prestaba un servicio impagable en las guardias, poniendo sus agudos sentidos al servicio de los marineros.

 

Tanto chupetín como Blanco eran zorros viejos de las islas y no se pensaban dejar liar fácilmente en las actividades de los coes.

 

Chupetín preguntó -¿Alguno de vosotros le pega a “la submarina”?

 

El sargento quería conseguir todos los pulpos pequeños que fueran posibles. Siempre que Fresno iba a la isla tendía cordeles con sedales y anzuelos en la punta. En cada gran anzuelo ponía un pulpito de menos de un kilo. Con este arte de pesca pretendía capturar alguno de los grandes meros, por los que el Peñón era famoso. Santiago y Ángel se echaron al agua con gafas aletas y unos afilados ganchos. En un par de horas tenían una decena de cefalópodos de varios tamaños. Unos moros que tomaban su té en una patacha de 2 filas de remos se estuvieron descojonando del sargento.

 

-En la puta vida ha pescado nada de esta forma, pero lleva años y años insistiendo- Aclaró a los marineros el cabo Blanco.

 

Tras la comida volvieron a salir con el chinchorro a levantar los sedales. Los peces se habían comido la mayoría de los pulpos. Repusieron los cebos y volvieron a fondear los aparejos para recogerlos a la mañana siguiente.

 

A Santiago le correspondió el turno de guardia de 6 á 8 de la mañana. Un poco antes de terminar su servicio, apareció en la playa un moro. Era un hombre viejo pero de aspecto imponente. Descalzo sobre la arena, vestía unos calzones abombachados de color negro que dejaban ver unas pantorrillas aún poderosas. Pese al calor llevaba camiseta interior de tirantes y sobre ésta una blanquísima camisa de hilo,  cubriéndole la cabeza un gran gorro de paja del tipo rifeño. Estos gorros de paja que en el Norte de Marruecos llevan los hombres y mujeres del campo, tienen un cierto parecido en su forma con el sombrero calañés de los andaluces (El sombrero puntiagudo de los bandoleros, sólo que de paja)

 

-Buenos días marinero ¿Puedes avisar a tus mandos? Diles que “el Sevilla” quiere hablar con ellos.- Dijo el viejo moro en un perfecto castellano.

 

Santiago llamó al  cabo Blanco que intercambió con el moro unas palabras en tamazing  y se fue a avisar al sargento Fresno.

 

-¿Qué, pesca muchos meros vuestro sargento?- Les dijo el Sevilla  con sorna a los marineros que estaban asomados al plantón.

 

Chupetín, dejó a medias su desayuno y bajó a la playa a hablar con el moro. Conversaron por espacio de unos minutos y finalmente cada uno se volvió por donde había venido. El sargento corrió peñón arriba para informar al teniente de la conversación mantenida. De camino al comedor de la tropa, Blanco les contó a los marineros brevemente la historia del Sevilla. Tenía cerca de noventa años y era como una especie de alcalde de la dispersa población del valle que se habría hacia levante. Había servido en los regulares durante la guerra civil y luego había pasado bastantes años trabajando en España, de ahí le venía el apodo de “Sevilla”. Tras desayunar, el teniente informó del mensaje que el anciano había venido a traer: En los próximos días soldados y funcionarios marroquíes iban a montar un gran campamento, donde pensaba pasar sus vacaciones la hermana del rey de Marruecos Hassan II. Se prohibía navegar hacia la Puntilla y debían mantener un comportamiento educado y amistoso para con las embarcaciones de recreo que pudieran recalar en las inmediaciones de la roca. Todo esto en aras de unas buenas relaciones con el reino alahuita.

 

Durante los siguientes días una actividad febril tuvo lugar en el valle muy cerca de la playa. Pronto grandes jaimas de  tela se levantaron frente al peñón y la llegada de camiones militares cargados con gente y enseres era constante. Tres días después de la visita del anciano moro, un yate de gran tamaño y una patrullera de la marina de guerra marroquí fondearon en la bahía entre el peñón y la Puntilla. Esa misma noche en el campamento hubo una fiesta con música y fuegos artificiales para recibir a la princesa, hasta altas horas de la noche.

 

Los coes, como en el anterior destacamento, trataban de presionar a los marineros para que les pasasen grifa, pero los miembros de la cia mar no disponían de unas reservas abundantes, solamente el cabo Blanco se había traído algo de costo que racionaba con tacañería y compartía en parte con Santiago y con Manolito que le pegaba alguna que otra calada, más que nada para estar cerca del cabo del que a todas luces estaba locamente enamorado. Lo que no faltaba era el güisqui; en la cia mar les habían dado permiso para traerse de Melilla un par de cajas de “Los Viejos Monjes”. Desde el destacamento, los marineros enseñaban a los mehaznis tetrabricks de vino y les hacían el signo de “fumar” poniendo 2 dedos sobre los labios, pero de momento, estos respondían señalando al campamento de la princesa marroquí y negando con la cabeza.

 

Chupetín seguía erre que erre con los cabos alrededor del peñón. Cada mañana, tozudamente levantaba las líneas y reponía los cebos. Santiago y el resto de los marineros, se estaban cansando de pescar pulpos y no probarlos. Por lo menos con las cañas tenían más suerte. Con las sardinas que les regalaban los moros de la playa, en un bajo a más de 50 metros de profundidad, pescaron una decena de bonitas caballas, azules como de metal. También pescaban desde el peñón abundante pescado de roca: Gordos sargos de más de un kilo, bigotudos y sabrosos salmonetes, que freían rebozados en harina, largas brótolas de suave piel que guisaban con patatas o con arroz y un sinfín de peces cuyos nombres desconocían pero que igualmente terminaban en las ollas o sartenes del destacamento. Un día de especial calma chicha, Chupetín les llevó hasta unas rocas hendidas por el mar, entre cuyas grietas, con la marea baja, se podían recolectar unos magníficos percebes, gordos rematados en una uña roja.

 

Los días pasaban largos e indolentes en la heroica plaza norteafricana. El sol de agosto hacía que incluso los coes, siempre activos con su entrenamiento militar, permanecieran a la sombra dormitando mientras los sargentos o el teniente peroraban sobre táctica militar. Los marineros pasaban las horas de actividad sesteando a bordo de los chinchorros en la parte del peñón donde en ese momento hubiese sombra. El calor era difícil de soportar, pero lo peor eran las moscas. En Peñón de Vélez incluso en invierno hay moscas y en verano hay millones de ellas. Después de comer, para echarse la imprescindible siesta de una hora, había que taparse con una sábana -inclusive la cabeza- porque si no, a uno se lo comían aquellos feroces insectos. Sin embargo los moros las soportaban con sorprendente estoicismo, se podía ver cómo varias moscas les corrían por la cara y solamente hacían un leve gesto de espantarlas cuando en un alarde de osadía, los bichos se les metían en la boca o los ojos.

 

Un hecho vino a romper la monotonía del destacamento. Una mañana muy temprano apareció en la bahía el barco aljibe para hacer la aguada. Una vez fondeado el buque, Santiago y Ángel como marineros  más veteranos, se dirigieron al aljibe para tender las estachas con las que el personal de tierra tenía que jalar los gruesos manguerotes por los que se trasegaba el agua. La estacha era tan gruesa que no se podía abarcar con una sola mano.  Los 2 marineros la adujaron en amplios ochos a la popa de la pequeña embarcación, de manera que al navegar hacia tierra, el grueso cabo se fuese extendiendo. Se sentaron en la estrecha bancada y cada uno con un remo comenzaron a bogar en la dirección donde les esperaban el resto de los miembros del destacamento. La estacha pesaba tanto que tenían que remar con todas sus fuerzas para que ésta fuese saliendo del chinchorro. Al poco rato estaban empapados en sudor y les dolían los brazos y la espalda. Finalmente consiguieron hacer llegar el chicote del cabo a los que estaban en tierra, que al punto comenzaron a tirar de él hasta traerse la gruesa manguera a la boca del depósito. Chupetín ordenó a Santiago y a Ángel que se abarloasen en el aljibe para ayudar en la maniobra de recogida del manguerote. Tras subir al barco, un marinero les llevó a la cocina, donde el cocinero les preparó un potente desayuno con tostadas, unas ricas tortillas francesas y una cafetera de café recién hecho muy cargado. La aguada duró cerca de 2 horas y en ese tiempo la cubierta del aljibe se elevó casi cinco metros sobre la superficie del mar, por lo que para descender hasta el bote, los marineros tuvieron que utilizar una escala de gato. Desde el barco recogieron la maniobra utilizando un cabirón, simplemente pasándole un par de vueltas de la estacha por la gruesa polea, la máquina hacía sin esfuerzo el trabajo que poco antes habían tenido que hacer 20 hombres.

 

Tras zarpar el aljibe, se dio libre la mañana a aquellos que no tuviesen servicio, Fernandito se quedó en el plantón, el cabo Blanco se marchó a la cala del cementerio con la excusa de pescar para fumarse un par de porros y el resto de marineros se fueron en uno de los chinchorros a darse un baño. Los dos bichos que acompañaron a Santiago y a Ángel aquella ocasión, eran unos tipos singulares. Dimas “El diablo” era un chaval de un pequeño pueblo de la provincia de Cáceres cercano a Plasencia. Le habían apodado así por que era muy moreno de un moreno cobrizo, casi rojo. Era feo de cara, tenía la boca con los dientes desigualados y puntiagudos a la sombra de un bigote fino muy negro y crespo. Aunque no muy alto era tremendamente fibroso, fruto sin duda de andar todo el día por el campo detrás de las cabras. Pese a su apodo, el cacereño era muy buen chaval. Había ido lo justo al colegio, pero no carecía en absoluto de inteligencia y saber estar. Lorenzo “Orejas Bambi” también era de pueblo, de cerca de Ponferrada en León, pero a diferencia del diablo, aunque más alto, era de constitución algo enclenque. Su familia era de clase acomodada, tenían un almacén de maquinaria agrícola y él jamás había trabajado con las manos. Tenía facciones agradables y sería un chico guapo si no fuera por las enormes orejas despegadas de la cabeza que le daban un aspecto como de cervatillo. Llevaba muy mal el apodo que le habían puesto en la compañía, ya que a todas luces, el ser así de orejón le creaba un tremendo complejo. Su casi exclusivo tema de conversación era su novia, una rubia guapita pero de una guapura sin chicha, como la de esas modelos de revista de moda, donde lo importante no es la chica si no la ropa que de ésta cuelga. Se había llevado al peñón un álbum enorme con fotos de su novia haciendo esto o lo otro, o en tal o cual sitio. En las fotos en las que la pareja salía junta, siempre estaba detrás de los dos la madre de Orejas, una mujer de cara ancha y ojos incisivos, que daba la impresión de ser una especie de titiritera que manejaba a la pareja como si de unas marionetas se tratase.

 

El Diablo apenas sabía nadar y Orejas Bambi tampoco es que fuese Johny Weismuller, pero el cacereño tenía una habilidad que en el último cuarto del siglo XX resultaba muy notable. Con un trozo de cuero y un cordel, se había hecho una onda y con ella lanzaba piedras a varios cientos de metros con bastante precisión. Viendo al diablo manejar la onda, Santiago comprendía el temor que en la antigüedad suscitaban los onderos de las islas Baleares al servicio de los romanos, capaces estos de descabalgar a un jinete o herir gravemente a un enemigo a gran distancia con un arma tan sencilla y económica como aquella. Diablo se había llevado al chinchorro la onda y un montón de piedras y trataba de enseñar al madrileño y al de Albacete el manejo de la misma, pero estos no conseguían los espectaculares resultados del extremeño. Mientras tanto Orejas, con una sonrisa de suficiencia, criticaba la actividad de sus compañeros.

 

-Parecéis unos críos jugando con piedrecillas-

 

-No es ningún juego, me sirve para arrear el ganao por el campo y más de una liebre me he comido cazada con la honda- Dijo el diablo que trataba de inculcar con ahínco ese retazo de ciencia rústica a sus compañeros.

 

-Dudo mucho que seas capaz de matar nada con eso. Lo dicho, una chiquillada.-

 

-Mira bichín, el abuelo no hace chiquilladas. Dentro de poco, cuando yo me marche a la “peni” y tú te quedes aquí, mucho tiempo aún, me voy a pasar por tu pueblo y le voy a follar “tol chocho y tol culo” a tu novia para que sepa lo que es un hombre de verdad. Cuando vuelvas de la mili vas a tener tantos cuernos, que van a tener que poner tu cabeza colgada encima de la chimenea- Le dijo Angelito que últimamente se había erigido en castigador de bichos.

 

Concentrado en lo que hacía, el diablo cargó una piedra en el cuero de la onda y comenzó a voltearla. Un par de palomas levantaron el vuelo en la rocosa pared de la isla, el marinero las siguió con la vista y en un momento dado soltó uno de los cordeles. La piedra salio disparada a gran velocidad e impactó contra uno de los dos pájaros que rebotó en la pared y cayo inerte al mar. Todavía, antes de volver, el cacereño abatió un par de palomas más que habrían de ser la cena de los marineros esa noche, ante el regocijo de Santiago y Angelito, que no paraban de felicitarle y palmotearle  la espalda. Orejas Bambi bogaba mohíno, vivamente ofendido por las palabras del de Hellín a las que no había sido capaz de dar una adecuada contestación.

 

Pasaron por la cala del cementerio y el cabo Blanco les hizo señas con los brazos para que se acercasen, embarcó y pusieron rumbo de vuelta al destacamento para relevar a Moises y subir a por el rancho. Al doblar la punta vieron una lujosa lancha motora con un hombre al timón y tres mujeres en topless. La más mayor de las tres, una cincuentona entrada en carnes con una gruesa cabellera negra que le caía por la espalda, levantó el brazo a modo de saludo. Los marineros devolvieron el saludo y Angelito Moraleda se bajó el pantalón y ni corto ni perezoso les enseñó el rabo a las ocupantes de la lancha. Las otras dos mujeres bastante más jóvenes que la gorda cincuentona se incorporaron y comenzaron a saludar también, mientras el patrón permanecía impertérrito. Santiago, el cabo y el diablo no tardaron en imitar a su compañero, mientras Orejas Bambi permanecía taciturno con el pantalón subido, sentado en la bancada de los remos, pensando sin duda en su novia, a la que el albaceteño había prometido vaquetear duramente tras su licencia. Cuando llegaron les estaba esperando Chupetín, le enseñaron las palomas que Dimas “el Diablo” había cazado y el sargento les contó que había estado por los alrededores del peñón abordo de una lancha, la princesa hermana de Hassan II. Tácitamente, todos callaron sobre el encuentro que habían tenido un rato antes al otro lado de la roca, solamente Lorenzo “Orejas Bambi” parecía que quería abrir la boca, pero optó por callarse ante las miradas asesinas que le dedicaron el resto de marineros.

 

Un par de días después los moros comenzaron a desmontar el gran campamento donde la princesa había pasado sus vacaciones estivales. Al poco la calma volvió al valle frente al peñón. Los lugareños retomaron sus actividades cotidianas y volvieron a sus misérrimas casas de adobe bajo el destacamento de los mehaznis. En las noches de guardia ya no se oía música hasta altas horas, sólo a veces el lejano aullido de los chacales desde las pardas montañas.

 

No tardaron los gendarmes marroquíes en tratar de reestablecer el comercio que desde la muerte de Pluto habían mantenido con los de la cia mar de Ceuta. Esa misma noche un mehazni se acercó hasta los botes. En el plantón se encontraba de guardia Orejas Bambi que comenzó a llamar al cabo Blanco a gritos con un evidente ataque de pánico.

 

-¿Qué cojones pasa?- Preguntó Blanco subiendo a la carrera al plantón.

 

Orejas señaló una figura semioculta entre el lanchón y el bote mixto cuya cara se iluminaba a intervalos por la brasa de un cigarro.

 

-¡Joder tío! Cierra esa bocaza que nos vas a joder el business- Dijo el cabo, bajando rápidamente al destacamento.

 

-¡Moi larga un cabo por la ventana! ¡Madriles, coge un par de cartones de vino y vente conmigo! Tú quédate en la puerta por si viene alguien- Dijo el cabo dirigiéndose finalmente al diablo.

 

El cabo y el madrileño, descendieron hasta la playa ayudándose con la cuerda que Moisés había amarrado a las camas. Deprisa, llegaron hasta donde se encontraba el marroquí, que les tendió la mano. Era un individuo cetrino, con un bigote poco poblado. Le faltaban numerosos dientes, tantos que en la parte de arriba solamente se le veían los incisivos, lo cual unido a una mirada astuta de rufián, conferían al tipo el aspecto de una gran rata. Blanco chapurreaba algo de tamazing el dialecto árabe que se habla en el norte de Marruecos y hablaba bastante bien francés, por lo que fue él el que llevaba la voz cantante en la negociación. El gendarme sacó una bolsa de kifi y llenó la cazoleta de una pequeña pipa de barro, le introdujo una cañita larga y fina por el orificio más pequeño y se la ofreció al cabo que a su vez abrió un tetrabrick del infame vino de las cocinas y tras echarse un traguito al coleto, se lo paso al moro haciendo ostensibles gestos de placer como si estuviese degustando un caldo exquisito. El mehazni cogió el cartón de morapio con avidez y se pegó un largo trago. A Santiago le parecía todo aquello como sacado de una película de indios y vaqueros (Los vaqueros eran ellos que ofrecían al jefe indio el “agua de fuego” y este a su vez, en gesto de buena fe, les pasaba la “pipa de la paz”) Según lo que Santiago entendía de la conversación, éste, quería una botella de güisqui a cambio de la bolsa de kifi, sin duda una petición desorbitada en aquel lugar remoto (Jefe indio hablar con lengua de serpiente a hombre blanco). Finalmente se cerró el trato en 2 cartones de vino más el empezado y de regalo, un par de latas de albóndigas de los menús de supervivencia que les habían dado en Campamento Benítez.

 

Cuando tras el trapicheo se acercaron a la ventana del destacamento, observaron con estupor el cabo en el suelo de la playa. Alguien lo había desamarrado de las camas y lo había echado fuera. Muy pegados a la roca que había bajo la ventana, escucharon conversar a Moisés con el sargento Chupetín.

 

-¿Dónde están el cabo Blanco y el Madriles? Os tengo que explicar a todos el ejercicio que vamos a hacer mañana junto con los coes.

 

- A la orden mi sargento. Creo que habían subido a la cocina para pedir harina para freír los sargos que hemos pescado esta tarde.-

 

-Bueno, esperaré aquí a que vuelvan.-

 

Al menos Fresno no había visto la cuerda que habían tendido para descolgarse hasta la playa, pero tenían un serio problema, el sargento estaba en el destacamento y el único punto de acceso al peñón a esas horas era la ventana del mismo ¡Estaban jodidos!

 

-Solamente tenemos una entrada, la reja de hierro que da acceso a los túneles. ¡Esperemos que se pueda abrir!- Dijo el cabo Blanco.

 

Santiago recordó que Jorge Fuster mencionaba los túneles con frecuencia en su diario. Llegaron a la reja que se encontraba cerca del charcón y con una piedra gorda golpearon varias veces el herrumbroso candado que finalmente cedió. Abrieron la reja lo suficiente como para poder entrar y la cerraron tras de sí dejando el candado roto por dentro de la reja, de manera que se tardase tiempo en descubrir que aquella entrada había sido forzada. Por suerte habían cogido una linterna de petaca y podían ver qué terreno pisaban. El cabo había entrado en los túneles en varias ocasiones y más o menos sabía por dónde andaba en aquel laberinto. Subieron y luego giraron hacia la izquierda, pasaron por una pequeña sala en la que había numerosos huesos de seres humanos mezclados con cal en nichos excavados en las paredes. Eran las víctimas de una epidemia acaecida en el siglo XVIII que había diezmado la población de la roca. Finalmente el túnel perdió altura y sobre su cabeza pudieron ver una losa de piedra de buen tamaño. Con gran esfuerzo lograron mover la losa para salir al pañol que había junto a la entrada del peñón. Estaban completamente cubiertos de telarañas. Se quitaron la ropa y la sacudieron. Cuando consideraron que estaban listos, cogieron una bolsita y la llenaron de yeso para que pareciese que traían la harina y se fueron al destacamento.

 

-¡Ya era hora! Pensé que habíais ido a Melilla a por la harina.- El sargento Fresno explicó brevemente el ejercicio del día siguiente en el que tenían que apoyar desde el mar a los coes y finalmente se retiró a su apartamento.

 

Una vez solos los marineros, Santiago y el cabo explicaron al resto como habían tenido que entrar a la roca y el camino por los túneles con descripción de la sala de los huesos incluida. También les mostraron la bolsa que habían obtenido de los mehaznis en la que había una considerable cantidad de marihuana, suficiente si se administraban bien para acabar el destacamento.

 

Pasaron los días de forma indolente, igual que durante todo aquel mes de agosto. Quedaba ya muy poco para la vuelta a Melilla y como cada día desde que habían llegado a primeros de mes, se fueron con Chupetín a levantar los aparejos a ver si habían conseguido pescar algo. Santiago observó cómo los enjambres de  pececillos que vivían junto a las verticales paredes submarinas, aquel día se encontraban muy próximos a la superficie y le pregunto al sargento el porqué de aquel cambio en las costumbres de los peces.

 

-Va a haber pronto un temporal- Contestó Chupetín con absoluta seguridad, aunque no se veía ni una sola nube en el horizonte y el mar estaba liso como un plato.

 

Los primeros cebos como de costumbre estaban comidos por los peces pero en uno de los cordeles junto a la punta un gran pez había arrancado de cuajo el nailon y el anzuelo del aparejo. En el siguiente cordel, que distaba del anterior una cincuentena de metros había algo enganchado. Debía de ser muy grande por que pegó un tirón que obligo a los marineros a soltar el cordel. Fueron poco a poco acortando la línea afirmándola en una cornamusa. Fresno cortó el cordel e hizo que bogaran hacia aguas más profundas para que el pez no pudiese enrocarse. Finalmente tras más de dos horas de lucha el mero estaba a la vista ¡Era enorme! Debía pesar más de 70 kg. Lo acercaron hasta el costado de la embarcación y ayudados por los garfios de pescar pulpos, finalmente lo subieron al chinchorro. Cuando llegaron a la playa con aquel “monstruo marino”, los mehaznis y los moros que vivían en las casuchas que había frente al peñón, ponían unos ojos como platos al ver en poder del “sargento de los cordeles” al abuelo de los meros de aquellas aguas. Todo el mundo se quiso fotografiar con el gran pez. Un listillo de las coes le metió un dedo en la boca al mero que ya llevaba más de 2 horas fuera del agua y el bicho en su agonía aún tuvo fuerzas para cerrar las mandíbulas y romperle un par de falanges a aquel atrevido. El mero dio de comer un par de días a toda la guarnición, mero a la parrilla y una rica sopa. Chupetín que andaba en aquellos momentos como flotando en una nube se saltó su particular ley seca y bebió un par de vasos de vino degustando la blanca carne de aquel enemigo viejo con el que había mantenido un pulso de constancia y astucia desde largo tiempo atrás. Como había predicho el sargento al ver a los pececillos a flor de agua, aquella noche estalló una violentísima tormenta.

 

Finalmente regresaron los negros helicópteros y trasladaron a Melilla a los miembros de la cia mar en un vuelo mucho más agitado que el de la ida, a causa del temporal. Lo primero que hizo Santiago nada más llegar fue intentar hablar con María, pero ésta no se encontraba en casa. Lo intentó más tarde y en los días siguientes pero el resultado todas las veces fue el mismo.

 

Antonio era un hombre alto y fuerte con manos nudosas por el trabajo de toda una vida como patrón de pesca. Era, después del capitán Villalba, el miembro más viejo de la Compañía de Mar de Melilla, aunque sólo tenía el empleo de sargento primero calafate. Calafate o carpintero de rivera es un oficio hoy prácticamente perdido. Los calafates eran los encargados de “calafatear”, reparar e impermeabilizar las embarcaciones de madera. Era tío de Vela y de Luna aunque a diferencia de estos, el calafate era una buena persona. Siempre vestía de civil y los marineros le trataban de usted y le llamaban Antonio a secas. Después de toda una vida en la pesca, había aceptado entrar en “el negocio familiar” pero Antonio no tenía ninguna inclinación hacia lo militar. Enseñaba a los chavales las “cositas de la mar” y era el encargado de recoger el correo y los giros postales que los marineros recibían.

 

Aquella mañana el sargento primero calafate nombró a Santiago Reche entre los destinatarios de las cartas llegadas a la compañía. En el remite de su carta figuraba “María Medrano Muñoz” La misiva decía lo siguiente:

 

 Córdoba 3 de septiembre de 1986

 

Querido Santiago:

 

Espero que todo vaya bien por Melilla y que no te estén puteando demasiado en la cueva.

 

Desde que te fuiste al Peñón de Vélez te he echado mucho de menos, pero estoy confusa. Aunque hemos estado muy a gusto mientras hemos estado juntos, creo que no es posible mantener una relación a distancia.

 

Recientemente he coincidido en la universidad con Javier, mi antiguo novio, el cual me ha pedido volver con él. Sé que mis palabras te van a hacer daño por eso creo que lo mejor es que te lo diga directamente sin ningún tipo de rodeos. Le voy a dar una nueva oportunidad. El fue el primero y somos dos personas que tenemos muchas cosas en común.

 

Ha sido muy bonito conocerte y quién sabe lo que el futuro nos puede deparar. Si quieres a tu licencia hablamos pero te pediría que hasta entonces no intentes ponerte en contacto conmigo.

 

Un beso, María.

 

PD.

Por supuesto puedes contar con mi ayuda en la investigación de  cualquier asunto relacionado con la muerte del cabo Jorge Fuster.

 

Santiago se metió la carta en un bolsillo del pantalón y se quedó solo en un banco de la sala principal de la cueva mirando fijamente a los gruesos muros hasta que terminó el alto de la mañana y volvió a la faena que le habían encomendado.

 

Continuará….

 

Dr Miriquituli. 

 

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