miércoles, 19 de septiembre de 2012

SANTA EULALIA DISFRUTE ÍNTIMO


Recientemente he terminado mis vacaciones, unas vacaciones muy normalitas y familiares, La cosa no está para grandes dispendios, por lo que una parte la he pasado en una localidad costera del levante español, en un apartamento que tiene mi familia y el resto en un pueblecito de Zamora del que procede la familia de mi mujer.

 

Quisiera hablarles de Santa Eulalia de Tábara, el “pueblecito de Zamora”: Con apenas 175 habitantes en invierno y una población que posiblemente se multiplique por 4 ó 5 durante los periodos vacacionales, se encuentra situada al noroeste de la provincia castellano leonesa, encajonada entre el río Esla y la zona más oriental de la Sierra de la Culebra; una cordillera de baja altura que comienza en Tábara (El partido judicial de la zona) y termina en la comarca portuguesa de Tras os Montes.

 

La gente, con sus “cosas” como en todos los pueblos, es en general bastante acogedora. Pero la característica que más destacaría de la población residente y transeúnte, es la participación generalizada en una gran cantidad de eventos comunitarios. Dos asociaciones, la Asociación Cultural y A.M.S.E.C.T.A, con la aportación económica y sobre todo con el trabajo desinteresado de los socios, consiguen ofrecer al pueblo una serie de actividades lúdico-culturales muy superiores a las de municipios con una población mucho más grande: El grupo de teatro Talía, con actores aficionados del pueblo, representa todos los años una obra que hace las delicias de mayores y chicos. Meriendas, baile con unas magníficas orquestas costeadas con fondos de la asociación y un museo etnográfico interesantísimo, que expone objetos antiguos de la vida cotidiana aportados por los vecinos, son algunas de las muchas actividades realizadas por los vecinos.

 

Santa Eulalia de Tábara aparte de su gente tiene otro gran tesoro que muchos de los lugareños no conocen bien y me atrevería a decir que en muchos casos no aprecian demasiado, que es un entorno natural privilegiado. Los lugareños (Desconozco el gentilicio que los nombra), han sido y son agricultores y ganaderos y tienen más razones para apreciar el campo labrado que les proporciona su sustento, antes que el duro e ingrato monte. De entre las jaras, con más frecuencia de la deseable, salen animales que destruyen su cosecha o devoran su ganado y contra los que no pueden hacer nada directamente ya que se trata de especies protegidas. Sin embargo, para un urbanita “arrepentido” como yo, el caminar por un monte donde es fácil ver animales tan espectaculares como corzos, venados o jabalíes y posible con paciencia y los instrumentos adecuados ver aún al esquivo lobo, resulta algo mágico.

 

Mis paseos y mis observaciones las llevo a cabo principalmente en 2 zonas: Los alrededores del río Esla y la Sierra de la Culebra.

 

El río

 

Hay un paraje de una belleza increíble que tiene dos nombres, en la orilla de Santa Eulalia se le conoce como la Peña Vaquera y en la orilla de la Granja de Moreruela como el Piélago (Un nombre precioso). Son unos promontorios rocosos de un centenar de metros de altura, uno en cada orilla, que caen a pico sobre el río, surgiendo desnudos de espesos bosques de encinas y matorral de jara. Hace pocos años aquel era el lugar de baño para los dos pueblos. El río era ancho y manso gracias a la represa o azud de un viejo molino fluvial que en tiempos fue de los monjes de la cercana abadía cisterciense de Moreruela. La abadía, que está muy cerquita del río por la parte de la Granja, se encuentra en ruinas desde su abandono tras la Desamortización de Mendizabal,  pero aún resulta grandiosa pese al expolio de sus piedras primorosamente labradas por los canteros del siglo XII. Su planta, bien podía haber inspirado los escenarios de “el Nombre de la Rosa” de Humberto Eco o “Los Pilares de la Tierra” de Ken Follet. El caso es que vino Iberdrola y aguas abajo de la Peña Vaquera construyó una mini central hidroeléctrica. El agua cubrió el azud y anegó la arboleda de las orillas. La vieja azeña de los mojes ahora está rodeada de agua por los cuatro costados y sólo sobresalen del pantano la parte superior del edificio y las ramas muertas de los árboles que había antes de la construcción de la presa. A cambio de este expolio, Iberdrola puso unos carteles con el rimbombante nombre de “zona recreativa” y montó en ambas márgenes del Esla una especie de trampolines para practicar la pesca con caña y unas barbacoas que la gente desmontó y se llevo a sus chales. Creo que yo soy el último de los bañistas de la Peña Vaquera, lo cual tiene sus ventajas como por ejemplo: nadar boca arriba viendo al atardecer el vuelo de decenas de buitres leonados que se posan en la peña o a una pareja de raras cigüeñas negras en su gran nido construido sobre una encina inaccesible. Un día especialmente caluroso dentro de este verano caluroso que se resiste a dejarnos, tras darme un bañito refrescante antes de la hora de comer, me estaba secando de pie inmóvil sobre una roca de la orilla, cuando un ser que parecía estar hecho de las aguas profundas y oscuras del río, emergió unos metros por delante de mí. Era una nutria que salía a la superficie a tomar una bocanada de aire. El bicho y yo nos quedamos mirándonos unos instantes, luego la nutria se sumergió sin apresurarse mostrándome su lomo y su cola, brillantes bajo el intenso sol del medio día. Parecía  hecha de barro húmedo que se deshacía en el agua.

 

La Sierra

 

La sierra es otro cantar. Dentro de las montañas la vegetación aparentemente se torna monótona. Retazos del viejo bosque de encinas y robles se intercalan entre los altos pinos repoblados y el matorral duro y coriáceo que nace casi de la pura roca. Al contrario que en el río estas plantas crecen sin recibir el beso del agua. Yo visito la Sierra Culebra, por la parte que queda a la espalda de Tábara, el pueblo que da nombre a la comarca y la cabeza del partido judicial de la zona. Durante algunos días de este verano, mientras conducía en dirección a la sierra se veía la alta columna de humo del gran incendio que asoló miles de hectáreas al Sur de la provincia de León. Ver el airoso campanario románico de la iglesia de Santa María y comprobar que ninguna columna de humo procedía de la Sierra Culebra suponían el alivio triste de que al menos por esta vez, el fuego devastador se había quedado un trecho más allá de “mis bosques”. Una vez en Tábara, merece la pena echarle un vistazo a la iglesia de Santa María del siglo XII magníficamente conservada. Según cuenta la tradición, hasta el siglo X ocupó el solar de la actual Santa María un monasterio mozárabe de cuyo scriptorium salió el Beato de Tábara, una copia del Apocalipsis de San Juan iluminada con bellísimos dibujos. El monasterio mozárabe fue destruido por Almanzor en la famosa razia en la que se llevo las campanas de la primera catedral de Santiago de Compostela para refundirlas como lámparas para la Mezquita de Córdoba. Ya metidos en la sierra, a mi hay un paraje que me gusta especialmente, el bosque del Casar. Para llegar hay que atravesar el magnifico robledal de la Folguera con árboles que yo que soy grandecito no soy capaz de abarcar con los dos brazos. Saliendo del robledal se atraviesa una zona extensa sin arbolado, pero de jaras y matorrales muy cerrados, aquí empieza la zona protegida bajo la figura de “reserva de caza” (La misma protección que un parque natural, pero pudiendo cazar cualquier cosa a golpe de talonario). Las lluvias del invierno y el paso de la maquinaria que se utiliza en las sacas de madera del pinar, dejan profundas heridas en el camino. Pronto se divisa la mancha de pinos, negra bajo los rayos oblicuos del atardecer. Antes del bosque hay un valle, las alturas de mismo se encuentran coronadas por hileras de peñas rocosas blancas que desde lejos parecen las casas de un pueblo abandonado “el pueblo de los lobos”. Durante la berrea es posible ver en dicho valle a las manadas de venados, mientras los grandes machos pelean para reunir el mayor harén posible y así perpetuar su estirpe. Una vez en el pinar, aparco en un cruce de pistas y armado de prismáticos y cámara de fotos camino hasta alguna peña o lugar alto y desde allí observo un rato. Antes de que anochezca vuelvo al coche y regreso a Santa Eulalia con las últimas luces del día. Este año hice un descubrimiento interesante en la sierra. En un cruce de caminos al pie de unas encinas encontré un lugar donde alguien, abandonaba animales muertos para que los lobos los devoraran. Algunas osamentas conservaban aún algo de carne. Calculo que habría huesos de una veintena de animales en su mayoría grandes venados, aunque creo que algunos esqueletos pertenecían a ganado domestico. Según me contaron en el pueblo, los guardas de la reserva ceban a los lobos en sitios concretos de la sierra para estudiar y censar a las poblaciones y así poder calcular los cupos de caza par este cánido. Caminando por aquel muladar reparé en una forma cuadrada y parda que había dejado atrás. Al acercarme, comprobé que se trataba de algo hecho por la mano del hombre. Cuatro postes sustentaban una choza hecha de palets recubiertos de plástico y jaras secas. La caseta tenía una silla dentro y un par de agujeros orientados hacia los huesos. Estuve encerrado en aquel habitáculo un par de horas sudando la gota gorda y durante ese tiempo no pare de oír ruidos a mi espalda, ruidos de animales grandes, pero ninguno se puso a tiro de la cámara de fotos. Tal vez tuve un lobo a pocos metros de mi, pero no conseguí verlo y menos aún fotografiarlo (Habría sido la ostia). El día antes de regresar, visité por última vez la sierra y le advertí a mi mujer que no me esperase a cenar. Me puso cara rara pero ya sabe como soy. Aparqué el coche en el corazón del bosque y anduve cuesta arriba para luego descender a un profundo valle. Monté mi “punto de observación” tras unos matorrales delante de los cuales se abría un claro grande en el bosque. Estuve esperando sin suerte hasta que se hizo de noche cerrada. De día los bosques parecen desiertos pero al caer la noche, multitud de animales grandes y pequeños corretean, roen, rascan y chillan. No veía un carajo a pesar de la luna casi llena, pero pase un buen rato escuchando los ruidos del bosque con la esperanza de oír aullar a algún lobo. Cuando ya consideré que era una hora prudente para volver al coche, desanduve lo andado. No me tengo por una persona floja de ánimo en estas cosas de la naturaleza, pero la verdad es que los ruidos y lo espeso de la vegetación en casi total oscuridad, hacían que en cada matorral presintiese una amenaza ¡Vamos que estaba acojonao! El descenso al coche lo hice todo lo deprisa que pude pegando largos flases con la función “fotografía nocturna” de mi cámara. Los flasazos bañaban el bosque con una luz lechosa y fantasmagórica. Cuando llegue al coche se me pasó el canguelo. Parece mentira lo que son cuatro paredes y un techo alrededor.

 

Tengo que decir que han sido unos días magníficos y que cada día que he salido al campo, se han quedado en mi retina muchas imágenes inolvidables. En cuanto a los lobos… otra vez será.
 
 
Dr Miriquituli.

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