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Jorge sabia de antes de su viaje, que Nuria tenía libres los
lunes a partir de las cinco de la tarde y apostado en las cercanías del
palacete de los marqueses de Fuensalida esperó por si la doncella y confidente
de su amada salía a dar un paseo. Estuvo toda la tarde vigilando la casa a
distancia, pero ni señal de la muchacha. Estaba desesperado y tentado incluso
de hacer una locura como asaltar el palacio una noche. Desconfiaba de todo y
todos, incluso del amor que aún le pudiera tener Margarita Marlasca.
Viendo infructuosa su vigilancia, frustrado y triste
encaminó sus pasos a la calle del Barquillo, a la redacción del Informador.
Aunque era infinitamente más cómodo su nuevo apartamento que el cuarto de la
pensión de la calle del Almendro, echaba de menos su vista sobre los tejados
del Madrid de los Austrias por eso prefería la redacción al piso para escribir.
Cruzó la redacción en silencio y en su mesa se enfrascó en
el estudio de sus notas para escribir la nueva entrega de Hijos de los Montes
cuando salió de su despacho D. Mariano
-¡HOMBRE VILLAFRANCA! CON USTED QUERÍA HABLAR YO…-
-Buenas tardes D. Mariano, pues usted dirá.
-MUY BIEN EL PRIMER CAPÍTULO, LAS VENTAS HAN SIDO MAGNÍFICAS
Y LAS CRITICAS EN GENERAL HAN SIDO BUENAS SALVO, CLARO ESTÁ, LOS CUATRO
ENVIDIOSOS DE SIEMPRE, PERO HE ECHADO A FALTAR UN POCO MÁS DE ACCIÓN. IGUAL CON
LO DE LA GUERRILLA DE LA MUERTE NOS TIENE USTED UN POCO MAL ACOSTUMBRADOS…
-Bueno, si es acción lo que le gusta a los lectores creo que
con las aventuras de Montaleza y sus compinches van a ir más que bien servidos…
pero si usted me lo permite ¿No correremos el riesgo de acabar siendo un diario
sensacionalista? -
- ¿SENSACIONALISTA? ACORTELÉ USTED EL SUFIJO Y LO DE “SENSACIONALISTA”
Y LO DEJAMOS TAN SOLO EN “SENSACIONAL”
DEJEMÉ QUE LE DIGA UNA COSA QUERIDO MUCHACHO: HEMOS… MEJOR
DICHO USTED HA CREADO UNA NUEVA MANERA DE HACER PERIODISMO DE GUERRA EN ESTE PAÍS.
-
En estas y otras reflexiones a voz en grito andaba D.
Mariano Acuña, cuando una mujer joven y bastante bonita entró en la redacción
preguntando por Jorge. Era Nuria, la doncella de su amada Margarita, que cubría su rostro con una mantilla. Le indicaron la
mesa y cruzó la redacción entre los murmullos de los que allí trabajaban.
Nuria se levantó la mantilla ante unos asombrados Jorge
Villafranca y D. Mariano Acuña. Tras un momento de duda, el periodista hizo las
preceptivas presentaciones:
-Don Mariano, le presento a Nuria… Nuria Fernández, mi
novia-
El director emitió un gruñido entre el escepticismo y la
satisfacción ante la agradable presencia de la muchacha, luego entro en el
despacho. Dos docenas de miradas inquisitivas de la plantilla de el Informador
se clavaban en ambos jóvenes, que optaron por seguir su conversación en la
calle.
- ¡Por favor, quedémonos en el portal! Me pueden haber
seguido- Dijo la doncella de los marqueses.
-Mi señora está bien y la niña también. Se llama Teresa y es
una preciosidad. El marqués y su hijo, que de tontos no tienen un pelo,
sospechan algo. Tienen restringidos todos los movimientos del servicio. Yo me
he enterado de tu visita al palacete por la cocinera. -
- Margarita te manda todo su cariño. No te ha podido
escribir porque el marqués le ha puesto una niñera, bueno… más bien una
carcelera, que acompaña a todas horas a las dos y le informa de cualquier
detalle personalmente a D. Emiliano. Margarita te pide paciencia y distancia hasta que se
tranquilicen las cosas. -
El periodista sintió las palabras de la doncella como un
cuchillo que se abriera camino en su pecho, pero realmente era lo único que
podía hacer: ocultar sus sentimientos y esperar.
Tras comprobar que no había nadie sospechoso en la calle,
jorge se despidió de la doncella con la promesa de que le informaría ante
cualquier giro inesperado de los acontecimientos. Luego volvió a subir a la
redacción.
-Oiga pollo ¿Su “novia” no es del servicio de los marqueses
de Fuensalida? - Le preguntó el director Acuña cuando Jorge volvió a su mesa,
en un tono mucho menos estridente que el que habitualmente usaba en la
redacción.
-Si ¿Cómo lo sabe usted? -
-No sea tonto Villafranca. Yo conozco a mucha gente, a todo
el que es alguien en Madrid y he estado muchas veces en el palacete de los
marqueses. Solamente le digo esto querido muchacho: Mucho cuidado con Emiliano
Fuensalida… hay asuntos que a usted aún le vienen muy grandes. -
Esto último lo dijo el director afirmando levemente con la
cabeza un gesto que a Jorge no le pasó desapercibido. Eran casi las mismas
palabras que le había dicho el desconocido que asaltó su casa de Melilla.
Capítulo 2 de Hijos de los Montes
Madrid 4 de mayo de 1894
Jorge Villafranca Vargas
Tras la muerte de mi abuelo, me empleé como pastor al
servicio de los nuevos propietarios de las tierras de los monjes.
Vivía en una choza de piedra junto a un aprisco a media
jornada en burro de los Navalucillos y cuidaba en aquel lugar dejado la mano de
Dios de un rebaño de más de doscientas cabras. Me acompañaban en aquel retiro
un par de perros viejos y haraganes y un borrico muy listo de nombre Manolito,
que era quien verdaderamente guiaba y cuidaba del ganado junto a un servidor en
aquellas soledades.
Todas las semanas subía hasta el sitio Don Salvador, el
capataz designado por el propietario y un par de hombres de su confianza con
una recua de mulas. Me subían algunos sacos de grano para el ganado y las
provisiones justas para que no me muriera de hambre. Menos mal que siempre me
supe buscar el sustento entre las muchas cosas que la madre naturaleza da a
quien sabe dónde buscarlas y además tenía la leche de las cabras, excepto el
día de la visita del capataz, en el que tenía que ordeñar desde el amanecer
todo lo que pudiera para llenar unas grandes cántaras que me intercambiaban en
cada visita.
Don salvador nunca estaba contento con el trabajo. Nunca
consideraba que hubiera suficiente leche, ni queso y cuando por desgracia
alguna cabra se moría de muerte natural o se perdía en el monte y era presa de
los lobos, cosa bastante frecuente por cierto, no dudaba en propinarme fuertes
varetazos con una fusta que siempre llevaba encima y que era como la extensión
de su brazo.
En vida de mi abuelo, este jamás me puso una mano encima, ni
mi abuela, ni esa desdichada que me ha traído a este mundo. Yo estaba en la
edad en la que uno no es un niño, pero tampoco se puede considerar un hombre y
comenzaba a sentarme como a la zorra los perdigones que aquel señorito me azotase
y aún me sentaban peor las burlas hacia mi persona de los gañanes que le
acompañaban, pero pensaba en el socorro que las míseras monedas que ganaba
suponían para mi abuela y mi hermana y aguantaba como podía todo aquel abuso.
Aquel invierno fue tan crudo que ni los más viejos
recordaban uno igual. La nieve y el hielo bloqueaban las veredas que conducían
al aprisco. El burro Manolito que compartía el calor de la choza conmigo, ponía
las orejas muy tiesas escuchando los aullidos de los lobos cada vez más
cercanos. Los viejos perros que tenía eran una escasa ayuda a la hora de
defender a la manada de cabras. Casi todas las noches tenía que salir armado
tan solo con un garrote, un tizón y los fuertes rebuznos del borrico a mí
espalda a espantar a las fieras, que insistentemente intentaban penetrar en el
corral acuciadas por la misma hambre que teníamos nosotros.
El grano y el forraje se acabaron pronto y las cabras
tampoco tenían nada que comer en aquella montaña, por lo que las más viejas y
enfermas comenzaron a morirse. Los cadáveres que a lomos de Manolito abandonaba
lo más lejos que podía del aprisco, sirvieron para que la lobada nos diera algo
de tregua hasta que comenzaron a fundirse las nieves.
Una mañana de improviso se presentó Don Salvador y sus dos
asistentes. El invierno y los lobos habían reducido la piara de cabras a casi
la mitad. El capataz ayudado por sus dos secuaces me dio una paliza de muerte,
amén de comunicarme que “no iba a ver un real hasta que pagase las cabras que
faltaban”.
Pasados unos días, cuando me repuse un poco de los golpes,
abandoné aquel lugar junto con el borrico que por propia elección decidió
venirse conmigo.
Vivía en una cueva casi inaccesible y robaba lo que podía,
muchas veces con la connivencia de algunos vecinos de la comarca que conocían a
la familia y me socorrían en lo poco que podían.
A mi abuela y a mi hermana pequeña, aquel grandísimo hijo de
puta de Don Salvador las echó de la casa que ocupaban en el pueblo en venganza
por mí deserción, por lo que no tuvieron más remedio que mudarse a un chamizo
casi en ruinas que les cedieron por caridad unos parientes de Navas de Estena.
Durante aquel periodo las ayudé todo lo que pude, pero la fusta del capataz
llegaba muy lejos en aquella comarca y tenía que seguir oculto.
Con el tiempo se olvidaron de mí y pude volver con mi
familia. El burro Manolito, que era más listo que el hambre, sobrevivió suelto
en las cercanías de la cueva donde me ocultaba y se vino conmigo a Navas. Con
él me dedique a hacer de recadero llevando y trayendo cosas para los vecinos.
Por aquel entonces llegamos a creernos que podríamos levantar cabeza, incluso
sembramos un huerto y hasta pudimos comprar unas pocas gallinas.
En aquella buena
época comencé a interesarme por una chica del pueblo, Laura se llamaba y era
hija de unos agricultores pobres, aunque no tanto como nosotros. Sus padres no
estaban muy conformes con la relación. Yo a ella parecía gustarle y tampoco
había un partido mucho mejor en la zona que se interesase por la moza, por eso
transigieron en que siguiéramos viéndonos. Pero como dice el refrán: ¡Que poco
dura la alegría en casa del pobre!
Cumplía yo aquel año de 1863 la edad militar y al ser el
único sustento de mi familia la ley me asistía para que no cumpliera el
servicio, o al menos lo hiciera lo más cerca posible de mi lugar de residencia,
pero el secretario del ayuntamiento sobornado por Don Salvador le entregó un
destino en Talavera de la Reina al hijo de aquel cacique y a mí me destinaron a
las Filipinas.
En la disyuntiva de pasar cinco años en aquellas selvas
lejanas dejando morir de hambre a mi hermana y a mi abuela y siendo yo muy
probablemente víctima de unas fiebres o de las balas de algún nativo rebelde,
opté por la única salida que me quedaba y conocía, echarme otra vez al monte.
La deserción del ejército es un delito grave. Esta vez no me
perseguía una panda de aldeanos si no las fuerzas del orden. Varias veces se
presentó el secretario del ayuntamiento acompañado por la guardia civil en
nuestra casa, maltratando de palabra y obra a mi abuela y a mi hermana, que por
aquel entonces contaba con tan solo ocho años de edad. En una de aquellas
visitas les incautaron al borrico Manolito y las gallinas alegando que eran
robadas.
Todo tiene un límite en esta vida y la paciencia de la pobre
vieja lo alcanzó aquel día. Al domingo siguiente, le esperó a la salida de misa
y con un garrote le rompió la crisma a aquel funcionario prevaricador.
Mi abuela ingresó en la cárcel de mujeres donde al poco
tiempo murió. A mi hermana la mandaron a un orfanato. Del secretario del
ayuntamiento tengo alguna noticia y sé que aún permanece con vida. Su familia
le saca a tomar el sol los días que hace bueno en una silla a la puerta de su
casa en el pueblo. Nunca volvió a hablar ni a andar desde aquel día y un hilo de
baba le cae de la boca permanente abierta en la misma expresión de asombro que
se le quedó desde que aquella mujeruca pequeña y seca le arreó el garrotazo.
A Manolito le llevaron al corral de la casa grande donde
vivía D. Salvador y su familia, pero una noche se escapó y no se ha vuelto a
saber de él. Algunos vecinos de la comarca afirmaban haberlo visto por el monte
cerca de la cueva donde me refugié cuando abandoné el aprisco.
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