Poco a poco, el cuerpo se va acostrumbrando a los rigores
veraniegos a la espera de las merecidas y anheladas vacaciones. Los horarios de
actividad de la gente en una tierra calurosa como esta varían. Durante las
horas más calurosas del día, el personal hace la siesta y retoma su actividad
cotidiana cuando los rayos del astro rey declinan y permiten deambular
confortablemente por calles y campos. Estas noches claras y perfumadas invitan
a sacarse la sillita al fresco para conversar con otros noctámbulos u observar
y ser observado por los millones de ojos del firmamento, testigos mudos de
todos nuestros actos y a los que normalmente no tenemos en cuenta, salvo en
estas cortas noches de verano.
La siesta y la vida nocturna son dos costumbres muy
españolas, por las que somos criticados y envidiados a partes iguales, pero que
en mi opinión son necesidad y consecuencia respectivamente de las
circunstancias climáticas antes descritas.
Otras costumbres españolas, si criticadas pero nada
envidiadas, se repiten cíclicamente y pese ser consideradas por el común de los
mortales como hechos calamitosos, siguen y siguen produciéndose en nuestros
días sin que sepamos muy bien como hemos llegado a un grado de podredumbre
semejante.
Tengo que decir que ni mucho menos, estas malas costumbres no son
privativas de los españoles, pero en nuestro país se dan y se toleran más que
en otros países a los que nos queremos parecer, haciendo que en el español de a
pie se desarrolle un cierto complejo de inferioridad en lo social con respecto
dichos países.
Voy a contar brevemente la “versión Dr Miriquituli” de una
historia que sucedió hace algunos siglos cuando aún en la “Marca España” “Jamás
se ponía el sol” no como ahora que es algo con bastantes más sombras que claros
en mi modesta opinión.
Felipe II (Un rey al que sin ninguna duda hay que
reconocerle que cada minuto de su vida lo dedicó a trabajar en pos de una idea
que, equivocada o no, él tenía de España) agonizaba con el final del siglo en
el monasterio de San Lorenzo del Escorial. Al “rey Prudente” le sucedió su hijo
Felipe III “el Piadoso”, menos dotado para el trabajo que su difunto padre y
mas interesado en los asuntos de alcoba y sacristía que en los de gobierno.
Desde joven, el nuevo rey había tenido como amigo a un noble
relativamente poco importante, el marqués de Denia, posteriormente nombrado por este Duque de Lerma, un descendiente lejano de los
duques de Gandia y por ende de Alejandro VI Borgia, el number one de los papas
mediáticos del renacimiento.
Personas del entorno del rey vieron la influencia que el
duque de Lerma tenía sobre este y trataron de evitarla. Primero su tía María de
Austria y más tarde su mujer Margarita.
Para evitar la influencia negativa hacia los intereses de
Lerma, que ejercía sobre el rey su tía María, recluida en las Descalzas Reales
de Madrid, el duque en 1601, convenció al rey para trasladar la corte a
Valladolid. Previamente había comprado numerosas propiedades en la ciudad
castellana, que al pasar a ser la capital del reino, se revalorizaron
enormemente. Algunos inmuebles se los vendió el duque a la corona fijando él
mismo el precio, como por ejemplo el Palacio de Francisco de los Cobos que se
convirtió en palacio real. A parte de este pelotazo inmobiliario, obtenido
manejando información privilegiada, el Duque de Lerma les saco una jugosa comisión
a los vallisoletanos por el traslado de la corte a su ciudad. El año 1603
repitió la jugada con mayor éxito si cabe, haciendo volver la corte a Madrid.
No quiero ni imaginar todo el bien que este habilidosísimo
político hubiera podido hacer si en lugar de obrar en beneficio propio y de su
camarilla, lo hubiera hecho en beneficio de su país… El caso es que, ya viejo,
el duque perdió su influencia a favor de nuevos validos reales como el
Conde-Duque de los Olivares y se vio acosado por las acusaciones de corrupción
que afectaron a sus más allegados, como Rodrigo Calderón de Aranda, conocido
como “el Valido del Valido” que fue decapitado en la Plaza Mayor de Madrid.
Para evitar una posible condena, el viejo duque en 1618,
obtuvo del Papa el capelo cardenalicio. Ser miembro de la Iglesia suponía
quedar fuera del alcance de la justicia real, ya que la Iglesia tenía su propio
fuero y a Lerma cardenal, solamente le podía juzgar el Romano Pontífice, al
cual había untado con regia generosidad. Esta maniobra del Duque, provocó que
en el reino circularan estas coplillas atribuidas a Francisco de Quevedo:
El mayor ladrón de España
Para evitar ser ahorcado
Se vistió de colorado…
Francisco de Sandoval y Rojas, Duque de Lerma, acabó sus
días en el “pequeño Escorial” (El monasterio de San Lorenzo del Escorial era el
símbolo por antonomasia del poder imperial español y con la construcción del
palacio ducal, su propietario quería dejar bien claro quien era el que de
verdad mandaba) que con su gran fortuna se había construido en la capital de su
ducado, la burgalesa villa de Lerma y que hoy es parador nacional de turismo.
España es un país con un número aproximado de aforados
(Personas que disfrutan de un fuero especial y que a priori, no pueden ser
enjuiciados por la justicia ordinaria) cercano a los diez mil. Este hecho es
piedra de escándalo dentro y fuera de nuestras fronteras. Estos aforados, ante
casi cualquier delito que puedan cometer, dilatan aún más la ya de por sí lenta
acción de la justicia española, lo que en la inmensa mayoría de los casos les
permite irse de rositas, después de habernos dejado a todos en el chasis y con
cara de gilipollas.
Recomiendo a cualquier lector de este blog partidario de “vestir de colorado” a
algún hombre poderoso de este país que haya abdicado de su cargo, que se de una
vuelta por el Museo del Prado de Madrid y ante el magnífico retrato ecuestre
que Pedro Pablo Rubens pintó del Duque de Lerma, contemple el desprecio hacia
sus semejantes que se refleja en los incisivos ojos de aquel otrora altivo personaje.
Dr Miriquituli.
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