viernes, 15 de agosto de 2014

UNA SEMANA EN LA PLAYA día 1

El mes de julio en Madrid había acabado siendo  insoportable. Como el trabajo está tan mal… De repente un apretón y las jornadas laborales de un autónomo pasan de ser el asumido “ganaras el pan con el sudor de tu frente” a un “ganaras el pan a costa de sufrir un golpe de calor o cualquier otro tipo de episodio fatal de fallo multiorgánico”. Pero por fin lo había conseguido ¡Una semana de vacaciones en una localidad costera mediterránea! Las vacaciones, el sueño de la clase obrera española desde la década de los setenta del siglo pasado que se materializaba de nuevo, por fin, tras la dura crisis de los años anteriores ¡UNA SEMANA EN LA PLAYA! Una semanita para hacer tantas cosas: running, leer, pasear, tomar helados, beber cerveza, observar discretamente tras unas gafas de sol a las chavalas en topless…

El coche atestado de maletas y bolsas llegó por fin al peaje. Una larga caravana de coches aguardaba pacientemente bajo el duro sol su turno para pagar el precio abusivo por usar la autovía de pago. La alternativa a la autovía era una carretera deficientemente asfaltada, con obras que se remontaban a tiempos lejanos y sin visos de finalización de las mismas a corto o medio plazo. Para más recochineo, un luminoso un poco antes de de la entrada de la autovía, exhibía el siguiente mensaje sospechoso “SI QUIERES EVITAR LAS OBRAS UTILIZA LA AUTOVIA AP-27” Viendo la gestión honesta que de lo público se hace por parte de las autoridades patrias, a Manolo Fernández no le cabía ninguna duda de que allí había gato encerrado. Seguramente la empresa concesionaria de las obras era la misma que la de la autovía de peaje, la cual, con esta lentitud de ejecución obtenía pingües beneficios, sobre todo durante el periodo vacacional. En una carretera por la que en circunstancias normales apenas circulaban 50 vehículos al día, un primero de agosto con obras en la nacional, circularían miles. Para más INRI la AP-27 había sido pagada con el dinero de todos los contribuyentes que ahora volvían a pagar.

Por fin le llegó el turno al monovolumen de Manolo. Introdujo el ticket en la ranura correspondiente e inmediatamente este le fue devuelto por la máquina con el críptico mensaje de “Ticket ilegible” Lo intentó en un par de ocasiones más con el mismo resultado. Los conductores tras el coche de Manolo Fernández comenzaron a impacientarse y a hacer sonar sus bocinas. Conchi, la mujer de Manolo y también su hija Andrea se unieron al coro de imprecaciones que llegaba desde los coches que seguían al monovolumen de la familia Fernández Martínez.

-Avisa por el interfono al empleado del peaje ¡Estás molestando a todo el mundo!-

Manolo Fernández introducía frenético el ticket en la ranura lectora y todas las veces le era devuelto con el mismo mensaje de rechazo. Al mismo tiempo, pulsaba todos los botones que tenía aquella dichosa maquinita. Las maquinas hacía ya bastante tiempo habían sustituido al ser humano sin una contraprestación económica que beneficiase al usuario de las mismas. El botón del interfono, o no existía o Manolo no daba con él. Así que optó por hacer las cosas como toda la vida: bajarse del coche y avisar a un empleado para que le cobrase y abriese la barrera, pero como los peajes automáticos de las autovías están concebidos para que solamente un gigante o una persona con los brazos proporcionalmente tan largos al cuerpo como los de un orangután pueda llegar a introducir el ticket y la tarjeta de crédito en las ranuras correspondientes, Manolo había arrimado mucho el vehículo al muro de hormigón y no podía abrir la puerta del coche.

-¿A que estás esperando? Llama de una puñetera vez por el interfono y que venga empleado del peaje-

-Papa ¿Pasas ya? Quiero llegar al apartamento de una vez que me estoy haciendo pis…

Los pitidos iban in crescendo. Algunos de los conductores de los vehículos que seguían al monovolumen de los Fernández, mostraban amenazadores los puños por las ventanillas abiertas.

Para Manolo Fernández, un tipo habitualmente templado, en ese momento se acabaron de desbordar todos los diques que separan al hombre civilizado del macarra más visceral.

-¡ABRE TÚ LA PUTA PUERTA Y AVISA AL DEL PEAJE! ¿No ves que no puedo abrir gilipollas y que no funciona la mierda del interfono?- Dijo dirigiéndose a su mujer que blanca como el papel asistía atónita a la transformación de su marido. Al mismo tiempo, Manolo sacaba casi medio cuerpo por la ventanilla y se dirigía a los conductores de los vehículos más cercanos en términos tales como:

-¡ME CAGO EN TODOS TUS MUERTOS!- o -¡COMO BAJE TE VOY A DAR UNA OSTIA QUE TE VAS A CAGAR!- A lo que los conductores más próximos reaccionaron cerrando las ventanillas y haciéndose los longuis, en previsión de que aquel cafre pudiese bajar del coche e ir a por ellos.

Tras la intervención de un diligente empleado del peaje, que también se llevó su correspondiente bronca por parte de Manolo Fernández, el coche siguió andando entre la marea de vehículos que salían de la autopista en dirección al mar.

-Mama papa ¿Estáis enfadados?- Pregunta a la que los dos progenitores de Olguita pasaron de contestar enfrascados en una discursión de que si:

-Estoy harta de ti. En cuanto llegue me vuelvo a Madrid-

-Pues ya estas tardando. Si quieres me doy la vuelta ahora mismo…-

-¡Abrase visto! Hablarme así delante de todo el mundo…

Tras un rato de imprecaciones similares, el coche de la familia Fernández Martínez cogió el desvío que conducía a la urbanización Playamar los Naranjos. El GPS indicó que habían llegado a su destino. No había un puñetero sitio para aparcar, así que optaron por parar el coche en una pequeña replacita para descargar el equipaje. Manolo y Conchi bajaron en primer lugar una gran jaula donde transportaban a la mascota de la familia, una enorme coneja de raza belier de cinco años que el dueño de la tienda de animales les había asegurado que “apenas crecía”. Andreita no paraba de dar la lata con que quería un hermanito y como la pareja no estaba por la labor… vino a casa Lulú que así es como se llamaba la susodicha coneja. A la espera de que el roedor no fuese demasiado longevo y después de que royese cables, zapatos, patas de sillas y cuanto quedaba al alcance de sus afilados incisivos, la familia había optado por instalarla en la terraza azotea del dúplex sito en una localidad cercana a Madrid donde se hallaba la vivienda familiar de los Fernández Martínez. La coneja desde hacia años vivía allí, apartada de los seres humanos, cual monstruo de Frankenstein inconsciente de su propia condición monstruosa y expuesta a los duros vaivenes climáticos de la Meseta Ibérica. Tras la coneja, descargaron el resto de bultos, no sin antes tener que mover el coche por que quería salir un matrimonio de franceses maduros, que imperiosos comenzaron a tocar la bocina aunque en el vehículo solamente estaba Andreita. Como no hay mal que por bien no venga y en vista del magnífico lugar de estacionamiento que dejaban libre los gabachos, Manolo, bastante más relajado les pidió disculpas con amabilidad y retiró el monovolumen para acto seguido aparcar él.

Bastaba un simple vistazo para comprobar que la presencia de la escoba y la fregona en el apartamento alquilado, era meramente testimonial. Por doquier había mierda para aburrir. Una gran cucaracha marrón movía sus largas antenas en el pequeño recibidor a modo de bienvenida. Un dedo de grasa con abundantes insectos muertos yacía virtualmente impenetrable sobre los fogones y encimera de la cocina. El resto de la casa mostraba un aspecto igual de lamentable. Nada que ver con las fotos que la agencia que les había alquilado el piso exponía en su Web. Al revisar las camas, comprobaron que bajo los vetustos colchones, el vencido somier había sido rellenado por tablas desiguales y cajas de cartón. Las sabanas, además de desgarrones y quemaduras de cigarro, mostraban ostentosos manchurrones de antiguas coyundas y meadas nocturnas de infantes o ancianos incontinentes ¡Y todo por el módico precio de 600 pavos a la semana!

-¡VAYA MIERDA DE SITIO! El año que viene me voy como una señora al hotel en Benidorm al que va mi hermana Jeni como había dicho yo que hiciéramos…- Sentenció Conchi Martínez, igual de culpable que su marido por la elección de aquella cochiquera a la que los espabilados de la agencia habían llamado “apartamento”.

Resuelta a la vez que resignada, Conchi extrajo de una bolsa un arsenal de productos de limpieza y mandó a Manolo y a Andreita a la playa a darse un baño. Padre e hija tras ponerse sus respectivos bañadores, cogieron los kits de buceo compuestos por gafas, aletas y tubo marca Decathlón de 19,99 € y se encaminaron a la playa.

Primero un trecho largo de arena ardiente, luego una tupida selva de sombrillas y sillas plegables, finalmente, un poco más allá la gran lámina de plata batida bajo los rayos del sol del mar Mediterráneo. Padre e hija se hicieron un hueco por delante de las sombrillas, ante las recriminaciones de los moradores del contiguo campamento beduino, los cuales consideraban una violación flagrante a su derecho exclusivo de paso por ese sector de la playa, la extensión delante suyo de las toallas de Manolo y Andreita. Manolo, les dedico una mirada recuperada de las brasas que aún ardían en su interior tras el berrinche del peaje avivadas hacía poco por el timo del apartamento a los reñidores de la sombrilla hostil, los cuales al punto se callaron.

-¡Que tío más antipático!- Le dijo por lo bajini una mujer mayor,  gorda con un gorro blanco de pintor y una nectarina mordida en la mano a un calvo con bigote que seguramente era su marido ya que gruñó y no le hizo ni puto caso.

Padre e hija se metieron en el agua y se equiparon con sus respectivos equipos de buceo.  Sortearon las piernas de los bañistas a los que les llegaba el agua por la cintura y llegaron a una zona despejada. En la inmensidad azulada que tenían delante se vislumbraban pocos signos de vida, apenas algunos pequeños pececillos que se alimentaban de los gusanitos y otros pequeños seres que las pisadas de los bañistas desenterraban. Nadaron un trecho en paralelo a la playa sin ver nada más que arena hasta que Andreita descubrió algo que se deslizaba por el fondo marino. Se trataba de un torpedo o raya eléctrica de unos treinta y tantos centímetros de largo, que se movía lentamente sabedor de que las descargas eléctricas que emitía su cuerpo le hacían invulnerable al ataque de los humanos y los depredadores marinos. Durante un rato siguieron al pez hasta que este se adentró en aguas más profundas y lo perdieron de vista. Salieron muy contentos después de haber presenciado ese prodigio marino. Andreita, excitadísima, quería irse a casa cuanto antes a contárselo a su madre. Manolo se había quitado las aletas y caminaba hacia la playa sonriendo, contagiado por el entusiasmo de la niña, cuando de repente sintió un pinchazo como de una esquirla de cristal en el dedo gordo del pie. A los pocos segundos un dolor intenso y palpitante se extendió por toda la extremidad. Cojeando salió del agua y tiró aletas y gafas sobre la toalla, ante la mirada de los vecinos de sombrilla que sonreían jocosos al verle tan jodido.

Apoyado en el hombro de su hija, Manolo Fernández se dirigió con la mayor dignidad de la que pudo hacer acopio, al cercano puesto de la cruz roja. Nunca había sentido demasiada simpatía por los socorristas playeros. En general contrataban para este trabajo a niñatos de musculatura hipertrofiada, más pendientes de lucirse ante las chavalitas que de atender las emergencias de los bañistas. En este caso, los temores de Manolo eran infundados. El socorrista que le atendió era un tío de más de treinta años, con una alopecia incipiente y ligera barriguita cervecera, el cual le informó de que había sido picado por un pez araña.

-Lo mejor que se puede hacer es meter el pie en la arena caliente. El calor hace que baje la hinchazón producida por el veneno del pez. Luego cuando llegues a casa te lavas con vinagre caliente rebajado con agua si te sigue doliendo. Te podría poner una pomada que tenemos en el botiquín, pero no es más que un placebo para los niños y la gente que viene con un ataque de histeria…- Explico con franqueza a Manolo Fernández el talludo socorrista.

A Manolo todo aquello de meter el pie en la arena caliente y el vinagre, le parecía medicina del medioevo, pero… ¿Que podía hacer? El pie le dolía mogollón, así que optó por seguir las indicaciones recibidas y cojeando, él sólo se fue hasta la parte trasera de la playa. Con un estoicismo rayano en el fakirismo, aguanto las arenas ardientes en sus pies ante las miradas suplicantes de Andreita, a la que una cuadrilla de niños asalvajados, emparentados con la gorda de la nectarina arrojaban bolas de arena húmeda El sol inmisericorde del mes de agosto picaba en sus hombros y caía como plomo fundido sobre su cabeza descubierta. Al final la cosa no fue tan dura. En menos de diez minutos el dolor de la picadura había desaparecido. Manolo Fernández rescató a su hija de los ataques de aquellos niños tan cabrones. Recogió los bártulos y tras despedirse del socorrista, el cual se presentó como “Juan para lo que haga falta” emprendió contento el camino de vuelta al apartamento. Había vivido una experiencia marina interesante. También había superado con éxito el ataque de una criatura ponzoñosa sin quejarse lo más mínimo y además tenía un aliado en ese medio inhóspito que es la costa española en temporada alta.

En el apartamento olía a lejía y fregajuelos. Conchi, de una mala ostia importante, estaba tendiendo una lavadora de sábanas. Enseguida puso a Manolo a fregar la nevera y todos los cacharros de los cajones, que la verdad, se quedaban pegados a la mano al cogerlos. A Andreita le mandó hacer “deberes de inglés” Padre e hija optaron por seguir las ordenes recibidas sin rechistar. Poco a poco se comenzó a ver algo de luz en aquel pozo de mugre. Luego Manolo Fernández se fue a la calle con el encargo de comprar algunos víveres imprescindibles para la preparación de la comida, tortilla de patata y algo de embutido, a falta de hacer una compra grande en un supermercado del pueblo vecino.

Cerca del apartamento, había un localucho abarrotado de gente de nombre “la Paraeta” donde había un poco de todo a triple precio que en una gran superficie. Tras coger las cosas de la lista, Manolo se puso a la cola para pagar. Coincidencias de la vida… justo antes que él estaba la gorda de la nectarina en pareo pero con el mismo gorro blanco con forma de tiesto que llevaba en la playa. La buena señora estaba pidiéndole fruta al dependiente que a la vez que cobraba despachaba fruta y verdura en la misma caja.

-¿Qué tal son los melocotones?- Preguntaba la mujer.

A lo que el dependiente respondía –Buenísimos señora. Ayer mismo estaban aún en el árbol-

-No se… El otro día me llevé un melón que tú me aseguraste que estaba bueno y hubo que tirarlo por que estaba medio pocho. Dame un kilo de ciruelas y también unos tomates, pero que no sean muy grandes… ¡Ese no que está madurísimo!

-¿No tiene usted un billete más pequeño señora? Espere un momento que voy a por cambio…- Dijo el dependiente abandonando momentáneamente la caja.

En este tira y afloja andaban dependiente y clienta, mientras Manolo Fernández, asadito de calor en aquel local sin ventilación, reprimía las ganas que sentía de partirle en las narices a la gorda del gorro, la barra de pan (Bastante dura al tacto por cierto) que blandía en la mano izquierda. Por fin llegó el dependiente con el cambio y la mujer se marchó con la compra, dedicándole antes a Manolo una fría mirada de odio. Tenía una enemiga. Pues muy bien… no iba a permitir que eso le arruinase su semana de vacaciones.     

Ya en casa, metió las cosas en la nevera y ayudo a Conchi a terminar la limpieza. Tras la comida, Manolo Fernández se dispuso a echar una siesta ligera en una butaca reclinable que había en la pequeña terracita del apartamento. Comenzó a leer un best seller escrito por un conocido autor judeo-americano. Al poco rato el libro se le cayó de las manos. Dobló una esquina de la última página que había leído y dejó el libro y las gafas de ver en una mesita baja que había al lado. Tapándose la barriga con una toalla del Real Madrid, se dispuso a echar una merecida siestecita. Manolo dobló inmediatamente, alcanzando esa fase en la que la mente comienza a soñar a toda pastilla. Nuestro heroico autónomo se veía a si mismo patroneando un magnifico yate rodeado de macizas en pelotas y brindando con champán con su colega playero “Juan para lo que haga falta”, pero un fuerte sonido inesperado vino a interrumpir su sueño.

Mi perrito lucero fue mi alegría
El mejor compañero que yo tenía.
A mi niño a la escuela le acompañabaaa
Y con cuanto cariño con él jugaba
Alma de tirano…

Era el gran Rafael Farina desde el radiocasete del vecino del bajo. Manolo se asomó por la barandilla y vio a un individuo viejo, bastante corpulento con una gruesa cadena de oro al cuello, bermudas de vivos colores y un pequeño sombrero de paja en la cabeza. Aquel señor cantaba con mucho sentimiento y a la vez acompañaba la música con un temblor de su mano izquierda caída junto a una pernera de las bermudas. Manolo, que se había formado como aprendiz en un taller donde siempre sonaban por la radio los grandes del cante hondo: Farina, Antonio Molina, Juanito Valderrama, Pepe Pinto… miraba fascinado el arte del tipo del sombrero.

-¡A VER SI DEJAMOS DE DAR POR CULO CON EL LOLAILO A LA HORA DE LA SIESTA!- Sonó una voz desde una de las terrazas cercanas.

El cantaor de las bermudas, taciturno, apagó el radiocasete y se tumbó en una hamaca. Manolo intentó retomar su placentero sueño sin conseguirlo. Al poco rato Conchi vino a despertarle para que fueran al supermercado.

El cartel del parking de “su supermercado de confianza” indicaba que en el mismo quedaban plazas libres. Manolo introdujo el monovolumen y dio una vuelta. Solamente quedaba libre una plaza reservada a minusválidos y otra tan estrecha que si metía hasta el fondo el vehículo, ninguno de los ocupantes del mismo podía salir por las puertas. Manolo eligió la segunda opción, dejando fuera el morro del coche para que se pudieran abrir las puertas delanteras. El supermercado estaba llenísimo. La familia tardo un horror en hacer la compra. Finalmente se situaron en la cola para pagar de la única caja abierta. Un par de clientes por detrás de la familia Fernández Martínez se situó la gorda de la nectarina y su marido con un carro repleto de compra. De repente una cajera recién llegada abrió otra caja y rauda como una centella la gorda se puso la primera en la nueva caja. Manolo, verde de rabia, optó por no decir nada ya que nadie se quejaba de que aquella tipeja se hubiera colado. La gorda con su marido el calvo ya habían pagado, mientras que Manolo y Conchi aún estaban en la caja. Al encaminarse hacia el parking, la gorda de la nectarina dedicó a Manolo Fernández una venenosa sonrisa de triunfo. La familia salió con el carro repleto y al llegar al parking recibieron una desagradable sorpresa. El monovolumen tenía un vistoso arañazo y uno de los intermitentes delanteros reventado por un golpe.

-¡Papa, la culpa es tuya por haber aparcado mal!-

-Teníamos que haber aparcado fuera ¡Siempre estás metiendo la pata! ¿A ver como arreglamos esto ahora?-

El pobre Manolo, sin comerlo ni beberlo, recibía un chaparrón de críticas por parte de la madre y la hija que aguantaba estoico. Él sabía quien era la culpable de aquel desaguisado y palabra de Fernández García que lo pagaría caro… ¡La gorda de la nectarina se iba a cagar!

Sacaron unas fotos del siniestro para dar un parte on line a la compañía de seguros y regresaron al apartamento. La tarde transcurrió sin grandes sobresaltos. El cantaor del bajo les ofreció a todo volumen una antología del cante hondo y más tarde para rematar, los mejores chistes de gangosos del gran humorista Arévalo. Cenaron unos San Jacobos congelados y una ensaladita compuesta por: insípida lechuga iceberg, tomate de plástico procedente de Almería y atún en “aceite de oliva”. Después de cenar se vistieron y se marcharon a tomar un helado en “la Ilicitana”, una heladería situada en la zona de bares de la urbanización. Mientras Manolo daba buena cuenta de su cucurucho de tutifruti, enfundado en su polo Ralph Lauren de mercadillo, paso la gorda con su marido y una buena ristra de niños de entre trece y cinco o seis años, los cuales a todas luces eran nietos de la pareja. Seguramente los padres los habían dejado aparcados con los abuelos durante las vacaciones. Manolo casi sintió pena de su archienemiga la gorda de la nectarina.

Ya con sus chicas acostadas, Manolo se demoró un poco con el libro antes de ir a la cama. De la cercana depuradora le vino una ráfaga de aire con olor a mierda. Le pegó un sorbo a su mahou verde y acarició la cabeza peluda de la coneja Lulu que ya se había hecho dueña de la terraza. Al menos la cerveza estaba fría. Había sido un día difícil, pero habían sobrevivido…

¡Los Fernández Martínez eran gente de una raza fuerte!



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