Santiago Reche se sentó en la proa del barco junto con otros
soldados de reemplazo que también se incorporaban a filas en los diferentes
cuarteles de la ciudad de Melilla. Iba a bordo del Antonio Lázaro, un barco
viejo a punto de ir al desguace, que aún hacia el trayecto entre Málaga y
Melilla. Hacía muy buen tiempo en aquella mañana de enero del año 1986. Un
grupo de delfines brincaba junto a las amuras del buque para deleite del
pasaje.
La noche anterior en la destartalada discoteca del ferry
había tenido lugar una curiosa fiesta. La mayoría del pasaje estaba formado por
soldados del último reemplazo, también había veteranos que volvían de permiso y
un grupo de mujeres a las que no quitaban ojo un par de tipos de muy mala
catadura
-Son culeras- informó un veterano
-Llevan chocolate a la península en el culo y en el chocho y
ahora van de vuelta a Melilla. Los tíos que las acompañan son sus chulos-
La fiesta básicamente consistía en empinar el codo a lo
grande, lo cual era muy barato. Melilla es puerto franco y el tabaco y el
alcohol no pagan impuestos, por lo que una botella de buen güisqui escocés o un
paquete de rubio americano valían la mitad que en la península. También
circulaban muchos porros. Un adelanto de lo que sería la estancia que les esperaba
a los soldados en la ciudad norte africana.
Santiago Reche conoció en aquel viaje a uno de los que sería
compañero suyo durante ese año. Se llamaba Ángel Moraleda y era de Hellín, un
pueblo de Albacete. Ángel mostraba una seguridad en si mismo que Santiago no
tenía ni de lejos. Tras las presentaciones y un poco de charla sobre la vida
civil que dejaban atrás, fueron a la barra y pidieron unos cubalibres de
güisqui. Moraleda dio buena cuenta del suyo en pocos segundos y pidió otra
ronda. No había quien siguiera su ritmo bebiendo, por lo menos Santiago no era
capaz. Cuando ya iban por la cuarta ronda, alguien pasó un porro. El de Hellín
lo rechazó “Nada de drogas” Santiago le pegó un par de caladas. En Madrid, su
ciudad, Santiago Reche era consumidor ocasional de hachis, aunque nunca había
comprado, bueno, una vez había puesto 200 pesetas para comprar “Un talego” a
medias con sus colegas, en las últimas fiestas de San Isidro. Un par de rondas
después Ángel propuso salir a la pista a bailar. Un grupo de reclutas estaba
bailando ya con las culeras. Ángel saltó a la pista y se puso a bailar con la más “leona”. Al
rato la estaba morreando y metiéndole mano. Santiago se mantuvo fuera. Se
sentía algo mareado y optó por salir a cubierta a tomar el aire. Vomitó por la borda. Cuando se recuperó,
tambaleándose, se dirigió al camarote. De camino encontró a Ángel follando con
la culera junto a los botes salvavidas.
Ángel se levantó tarde. La noche anterior había seguido de
fiesta hasta que cerró la discoteca del barco. Tras desayunar se dirigió a la
cubierta y se sentó junto a Santiago en la
proa. A lo lejos se perfilaba ya la costa africana. Un rato
después se distinguía la ciudad de Melilla, con el monte Gurugú al fondo.
-¿Donde te metiste anoche?
Te fuiste en lo mejor de la fiesta ¡No veas que polvazo pegué por 500
pelas! Con estos precios el año que nos toca estar en Melilla va a ser un
chollo- Dijo Moraleda.
Santiago no estaba convencido de que aquel año fuese a ser
ningún “Chollo” como afirmaba su reciente amigo. Además tampoco disponía del
desahogo económico que parecía tener el de Hellín.
El Antonio Lázaro atracó en la terminal de ferrys. En el
muelle representantes de los distintos cuerpos que formaban la guarnición de la
ciudad, esperaban con carteles a los reclutas recién llegados. “La legión,
regulares, artillería….” Reche y
Moraleda buscaron el cartel de “Compañía de Mar de Melilla”. Lo sostenía un
cabo de unos treinta años de edad, entrado en carnes con gafas y bigote que se
presentó como cabo PROFESIONAL Maroto. Una docena de chavales componía el nuevo
reemplazo. La cia mar era uno de los
cuerpos menos numerosos de la plaza, con más o menos cien efectivos entre
mandos y tropa.
Los nuevos marineros se dirigieron andando al cuartel que
estaba a unos cientos de metros del puerto, en la antigua fortaleza del siglo
XVI. Cruzaron un arco bajo el cual había una estatua de Franco en uniforme
colonial y accedieron a la plaza de armas, donde el cabo les mandó formar. De
las oficinas salió el capitán de la compañía, Un individuo gordo y viejo, con
bigotes unidos a las patillas a lo Otto Von Bismark. Aquel individuo con
aspecto de lobo de mar de opereta, dirigió unas palabras al nuevo reemplazo de
marineros:
-Soy el capitán Villalba, oficial al mando de la Compañía de
Mar de Melilla. Vais a tener el honor de servir en la unidad militar más
antigua de España y seguramente del mundo. La fundo en 1497 Pedro Estopiñán de
Virués, cuando conquistó la antigua fortaleza de Rusadir, la actual Melilla.-
Villalba camino callado recorriendo las filas -Melilla
pertenece a España desde entonces, mucho antes de la existencia de Marruecos.-
El capitán Villalba hizo de nuevo una pausa teatral y se
paró frente a Santiago Reche.
-España, actualmente es una democracia…. pero el ejercito no es ninguna democracia
¿Entendido?- Dijo mirando a la cara de Santiago.
-Si, si… Entendido- Contestó Santiago algo cohibido.
-¿Cómo que “Si, si”? ¡A LA ORDEN MI CAPITAN! ¡SI MI
CAPITÁN!- Bramó el capitán Villalba
-A todos los mandos y a los cabos profesionales se les llama
por su graduación militar y siempre se responde, en posición de firmes ¡A LA
ORDEN!-
-¡A LA ORDEN
MI CAPITAN! Contestó Santiago.
El orondo capitán siguió perorando en la misma línea, sobre
las bondades de pertenecer a tan benemérita institución y otras sandeces por el
estilo, hasta que ordenó al cabo Maroto que rompiera filas.
El cuartel de la compañía era conocido en Melilla como “la
cueva” y hacía honor a su nombre. Estaba instalado en las caballerizas de la
antigua fortaleza, tres naves alargadas de pura roca en forma de bóveda de
cañón, con vanos solamente en los extremos. Las oficinas estaban más abajo,
junto a la antes mencionada plaza de armas, donde también se encuentran los
aljibes de la fortaleza y varios almacenes que en jerga marinera se denominan
“pañoles”. La cocina y el comedor de la tropa ocupaban el nivel inferior, ya
junto al arco de la marina al que se accede desde la explanada del puerto.
En las dependencias para la tropa, el cabo Maroto, dejó a
los nuevos marineros en manos del cabo Luna, el cabo más veterano de la cia mar
que estaba a punto de ascender a sargento. Luna era un tipo gordo también (No
parecía que viendo a los mandos los marineros fuesen a padecer mucho por un
exceso de ejercicio físico) Era renegrido y pese a afeitarse concienzudamente a
diario, una sombra de barba, muy negra y cerrada, oscurecía su rostro a las
pocas horas de haberse afeitado. La mirada del cabo Luna era esquiva y mezquina
como su carácter. Tenía muy poco nivel cultural y trataba sin ningún tipo de
consideración a cualquiera que se encontrase por debajo de él. Aquel palurdo
tenía el empleo de furriel en la cia mar. Era el encargado de repartir los
uniformes y la ropa de cama a la tropa, labor que desempeñaba con interesada tacañería.
Ya instalados los nuevos miembros de la compañía, sonó por
los altavoces el himno nacional. Era la ceremonia diaria de izar la bandera. Tras ella, todos los
integrantes de la compañía de mar tenían una hora de descanso que aprovechaban
para almorzar. En la cantina de la cia mar, a un lado de la barra se ponían los
mandos, con sus pistolones y sus grandes barrigas, ocupando el resto la tropa. Era la primera toma de
contacto de los nuevos marineros con los veteranos. Bueno no con todos, ya que
la mayoría de los veteranos a los que les quedaba menos tiempo para licenciarse
estaban en las “Islas” La compañía de mar tenia el cometido de facilitar los
suministros a varias plazas fuertes menores que España posee en la costa
marroquí entre Ceuta y Melilla, las Islas Chafarinas, la Isla de Alhucemas y el
Peñón de Vélez de la Gomera y se turnaban en este cometido con la Compañía de
Mar de Ceuta.
Uno de los veteranos que no se había marchado a la isla, era
un tipo de aspecto repugnante, natural de San Sebastián. Se llamaba Chon
Uzelai. Apenas lavaba, ni su cuerpo ni su ropa. Tenía un agujero en el cráneo
por un accidente sufrido cuando era niño. Siempre iba con una sonrisa idiota en
su cara, hablando solo, en una jerigonza, mitad eusquera mitad castellano. A todas
luces aquel chaval era un enfermo mental, que no debía estar allí.
Después de gorronear el almuerzo y tabaco a los “bichines”
Uzelai les lanzó esta advertencia:
-Disfrutad ahora, que os vais a cagar cuando vuelvan
Gorrochategui y los otros abuelos de la isla…-
Para la llegada de los abuelos aún quedaba casi un mes, en
cuanto al temible Gorrochategui parecía ser un tipo bastante chungo, al que la
mayoría de los marineros quería ver licenciado cuanto antes, sin entrar en más
explicaciones.
Aquella tarde, vestidos con el traje de “bonito” con su peto
de gala, tafetán y gorro Lepanto, los
marineros recién llegados, salieron por primera vez a pasear por la ciudad de
Melilla.
Melilla tiene dos partes bien diferenciadas, la de las
postales y el resto. De momento Santiago y Ángel se movieron por la primera, la
antigua ciudadela, el puerto, el parque Hernández…. Una parte mínima de la
ciudad que es la que sale en los telediarios cuando se habla de la plaza
norteafricana.
Básicamente en el horario en el que podían salir de paseo
los soldados había cuatro cosas en las calles: Soldados, putas, maricas y
camellos.
Santiago y Ángel entraron en un disco-bar que se llamaba
Bunker Bank. Tenía una decoración divertida, como de planta industrial
abandonada. Sonaba “Lejos del Paraíso” una canción del grupo la Mode, una
secuela de Paraíso, grupo mítico de la
“movida madrileña” al que Santiago había visto tocar años antes, en la celebre
sala Rockola. El sitio estaba lleno de soldados. En una mesa había varios marineros
del último reemplazo. Santiago y Ángel pidieron unas bebidas y se sentaron con
sus compañeros. Había soldados de distintos cuarteles fumando porros. Porros
que pronto llegaron a la mesa donde se encontraban los marineros. Santiago le
pego unas caladas. Era un hachis mucho más fuerte que el que fumaba en la
península y pronto se sintió muy colocado, otros marineros de la mesa también
fumaron. Ángel siguió fiel a su política de “No a las drogas” y se pidió su
quinto cubalibre.
El grupo de marineros emprendió el camino de regreso a la
cueva con un pedo considerable. Cuando llegaron, el suboficial de guardia les
estaba esperando en la puerta de la
compañía. Era el sargento primero Vela, un tipo alto y
barrigudo, con un gran bigote a lo Pancho Villa. Con sus ojillos turbios
escrutó al grupo y les ordenó que se vaciasen los bolsillos y luego junto con
un cabo de Melilla, los cacheó uno por uno. Por suerte ninguno llevaba hachis.
Santiago y Ángel se pusieron el traje de faena en silencio.
Se les había pasado el colocón de golpe. Ucelai se acercó hasta las taquillas
donde se estaban cambiando y les preguntó.
-¿Qué es lo que ha pasado bichines?-
Le contaron lo del
registro al que habían sido sometidos y lo que habían hecho esa tarde.
-Melilla esta llena de “chivatas” y el Bunker es donde más
hay. Habéis tenido suerte de que Vela no os pillase con nada. Es el mayor
grifota de toda Melilla, pero hace poco, pillo a un chaval con una china y le
metió dos meses en el calabozo. Tened mucho cuidado en la calle, que los
“Popeyes” somos muy pocos y damos el cante en todas partes- Tras estas atinadas
advertencias Ucelai se marchó de la camareta tocándose la polla. Siempre se la estaba
tocando.
Como pudo comprobar Santiago esa misma noche, se fumaba
hachis hasta dentro de la misma compañía. Un grupo de veteranos, fumaba, en la
nave que servía de cuarto de baño para la tropa. Utilizaban una
elaborada técnica para no ser detectados en pleno fumeteo. Como la nave temía 2
ventanas, una en cada extremo, comprobaban la dirección del viento para que el
humo de los canutos saliera hacia fuera y no penetrase en la compañía alertando
con su olor a los mandos. También montaban un “plantón” que es el nombre que en
jerga militar se le da a cualquier vigilancia no armada. Uno que no fumaba en
ese momento vigilaba el acceso a los baños por un agujero de la puerta y
mediante una señal convenida, alertaba a los fumetas de cualquier visita
inesperada.
Finalmente se apagaron las luces, la compañía se quedó en
calma. Un marinero roncaba, otro hablaba en sueños y otro, unas camaretas más
allá, se la estaba pelando.
Al día siguiente, tocaron diana a través de la megafonía del
cuartel. Tras asearse, vestirse y hacer la cama, los marineros formaron en la
sala donde se veía la tele.
Pasaron lista y luego bajaron a desayunar. Después del
desayuno, se pusieron las trinchas con los cargadores y la bayoneta, cogieron
los fusiles Cetme y se fueron a las murallas a hacer instrucción.
Tras la instrucción se repartieron las tareas del cuartel.
En el ejército español nadie podía parecer desocupado. En general se trabajaba
a lo tonto, con pocos medios y con un rendimiento bajísimo. Desde siempre se
echaba mano del medio más abundante del que se disponía, el soldado de
reemplazo que era prácticamente gratis. Esta manera de pensar, un ejercito
numeroso pero muy mal dotado de medios, ha hecho que España no gane una guerra
desde hace más de 200 años. Este defecto general del ejército, si cabe, estaba
mucho más acentuado en la Compañía de Mar de Melilla
Con un par de cabos de reemplazo, un canario muy simpático
que se llamaba Milco y un catalán un tanto presuntuoso que se llamaba Corbacho,
los nuevos marineros bajaron hasta el varadero militar del puerto de
Melilla. La “Dotación naval” de la cia mar era
un poco de andar por casa, unas barcas de madera mas propias de siglos
anteriores que del ultimo cuarto del siglo XX.
Tras intercambiar unos exagerados saludos militares en plan de
cachondeo con el marinero que estaba de guardia en la garita, los dos cabos ordenaron
embarcar en varias tandas a los nuevos, a bordo de un bote de remos con fondo
plano denominado “patacha”, muy adecuado para navegar por las aguas someras del
varadero. Desde esta embarcación, subieron en los dos botes de instrucción, uno
de 4 y otro de 6 remos que estaban fondeados en frente. Sin desamarrar los 2
botes, los cabos explicaron a los marineros las distintas partes de los mismos
y les enseñaron como se armaban los remos con unas ligaduras hechas de esparto
trenzado llamadas “estrobos” que sujetaban los remos a los “toletes” unos palos verticales con forma de cachiporra
que sobresalían de la parte superior de la borda.
Santiago y Ángel embarcaron en el bote de seis remos junto
con el cabo Milco, cada uno a una banda de la bancada, hombro con hombro, en la
fila de remos más a popa. Cuando soltaron las amarras del bote, la cadencia del
remo no era ni mucho menos uniforme, hasta que siguiendo el ritmo que marcaba
el cabo Milco desde la caña del timón, los seis remos comenzaron a salir y a entrar
al mismo tiempo en el agua. El bote navegaba a una velocidad sorprendente,
mucho más rápido que el de 4 remos con el cabo Corbacho al timón. En pocos
minutos, rebasaron la bocana del puerto y llegaron hasta casi el límite de las
aguas territoriales marroquíes.
El cabo Milco ordeno alzar los remos. Al rato llego la
embarcación de Corbacho que se abarloo junto al otro bote.
-A ver, bichines ¿Quien le da al abuelo un par de cigarros
rubios?- Dijo Milco con su marcado acento canario.
Cuando los obtuvo, tanto él como Corbacho sacaron papel y
hachis y liaron con habilidad sendos porros. Los porros pasaron de mano en
mano. Una luz de alerta se encendió en el cerebro de Santiago Reche, encontraba
el hachis en todas partes desde que había llegado. Los efectos del hachis eran
mucho menos devastadores que los de otras drogas, incluido el alcohol. Pero no
dejaba de ser una droga y por lo tanto adictiva. Además era ilegal y corría el
peligro de acabar entre rejas como aquel infeliz al que había pillado el sargento
primero Vela con una china. Aún después de considerar todas estas
circunstancias, Santiago Reche le dio unas caladas al porro que le pasó el cabo
Milco.
Había sido agradable la instrucción de remo. La segunda
parte del trabajo en el varadero lo fue menos. Consistía en “picar cadenas”.
Largos ramales de gruesas cadenas pertenecientes a los trenes de fondeo de los
amarres del varadero, que estaban cubiertas de herrumbre. Un trabajo penoso y
absurdo. Limpiar los trenes de fondeo ¿Para que? La única misión de aquellas pesadas cadenas,
era unir unas grandes piedras de hormigón denominadas “muertos” para que todo
el tren actuase de forma solidaria ante los embates del mar y del viento. El
sistema de limpieza, consistía en distribuir a los marineros a lo largo del
ramal, cada uno con una varilla de ferralla para golpear los gruesos eslabones
y que así que se desprendiera de ellos la herrumbre. Los cabos
informaron: Si desde la cia mar se dejaba de oír el clin clin del golpeo de los
hierros, el oficial de guardia les podía arrestar, por lo que, o golpeaban, o
ellos mismos iban a arrestar al que no lo hiciera.
Pasaron un par de semanas monótonamente en la cia mar, donde
básicamente no se hacia nada de provecho. Beber, fumar grifa y ocupar el tiempo
en tareas inútiles y absurdas. La única enseñanza que en general se podía
obtener de la antigua mili de reemplazo era aprender a dejar pasar el tiempo
sin volverse loco. El tiempo acaba poniendo todas las cosas en su sitio
Llegó el día en que los marineros del último reemplazo
comenzaron a realizar servicios de armas. Aquella noche Santiago y Ángel
tuvieron refuerzo de guardia, es decir guardia pero por la noche.
Muchos de los arrestos que se producían en el servicio
militar eran por dormirse durante la
guardia. En general se dormía todo el mundo, pero en la cia
mar había dos puestos clave para no ser sorprendidos durmiendo por el jefe de
día, “el varadero y el cañón” Estando despiertos los marineros de estos dos
puestos, podían avisar de la inminente visita, para que cuando el jefe de día
llegase a la cia mar todo el mundo estuviese en su puesto.
El jefe de día era un comandante o teniente coronel de
cualquier cuerpo, que durante 24 horas estaba encargado de visitar los
cuarteles de la ciudad y comprobar su buen funcionamiento. Iba en un Land Rover
con la policía militar y cuando llegaba al cuartel había que echarle el alto,
avisar al suboficial de guardia y este tenía que pedirle una contraseña y luego
“darle novedades”
A la orilla del mar por lar noches hace un frío húmedo muy
difícil de combatir. Santiago estaba cumpliendo con su hora de puesto en la
garita del varadero militar y sentado en un bidón que los marineros habían
colocado como asiento; no paraba de dar cabezadas. Eran las cuatro de la mañana
y arrebujado en el grueso chaquetón no podía evitar la somnolencia. Dejó el fusil
apoyado en una pared de la garita, estiro las piernas y se subió el cuello del
chaquetón. Instantes después se quedó dormido.
Unos golpes en el cristal de la garita hicieron que Santiago
se despertase sobresaltado. Un cabo alto al que no conocía estaba fuera. Cogió
el fusil y salio precipitadamente saludando. Sin mediar palabra el cabo le
devolvió el saludo y le señaló las luces de un coche que se acercaba por la
avenida del puerto. Era un Land Rover de la policía militar ¡El jefe de día!
Santiago se volvió para darle las gracias al cabo pero se había marchado. Cogió
el walkie talkie y avisó a la
compañía. Cuando llegó el jefe de día, un comandante de
ingenieros, todo el mundo estaba despierto y en su puesto.
Finalmente llegó el relevo, el cabo Milco con el marinero
encargado de sustituir a Santiago en el puesto. De camino a la compañía Santiago le
preguntó a Milco por el misterioso cabo que le había despertado cuando se había
quedado dormido.
-¿Cabo? No se de que cabo hablas, todos están durmiendo y
los cabos de Melilla están en su casa-
Pasaron varios días en los que Santiago anduvo “franco de
servicio” Esa expresión que significa quedar libre de servició, siempre daba
lugar a bromas con el antiguo dictador Francisco Franco, cuya estatua estaba en
la entrada de la ciudadela. En la compañía los mandos ya tenían localizados a
los grifotas del nuevo reemplazo y al que al parecer era el único homosexual
del mismo. Estos entraban junto con los “marginados” de los otros reemplazos,
en una especie de pelotón de castigo que realizaba las labores más penosas de la compañía. Santiago no era
uno de los porreros más recalcitrantes y se relacionaba con todo el mundo, pero
después del incidente del Bunker Bank, los mandos y los cabos de Melilla le
habían puesto la etiqueta de “puteable” A él no le preocupaba el trabajo.
Prefería mantenerse ocupado. Lo que peor llevaba era el muro que se estaba
levantando entre los que fumaban costo y los que no lo hacían. Incluso Ángel
había empezado a mantener las distancias con él dentro de la compañía.
En el pase de lista de aquella noche le correspondió el peor
de los servicios de armas, 6º de guardia. Todo el día de guardia, varadero de 5 a 6 de la mañana y al día siguiente
cocina, además con el sargento primero vela de suboficial y el cabo Espigares
un melillero gordo (Para no variar) de un reemplazo anterior al de Santiago que
ganaba meritos a pasos agigantados como la nueva “chivata” de la compañía.
La guardia transcurrió lenta y tediosa hasta las 12 de la
noche, con excepción de 2 sucesos simpáticos que animaron aquel día tan largo.
A media tarde un grupo de moritas capitaneado por una chica
delgada con muy mala boca a la que los marineros llamaban “la anchoa” vino a
poner cachondos a los marineros, cosa nada difícil, tratándose de chavales
entre los 19 y los 25 años el más mayor. Estaban Santiago y un par de
compañeros intercambiando requiebros subidos de tono con las chavalas, cuando
salió Espigares a meter baza. El gordo cabo era el típico tío que para hacerse
el simpático, menospreciaba a sus semejantes, pero no tenía ni puta gracia y
así se lo hicieron saber la anchoa y sus amigas, que le llamaron seboso,
gilipollas y picha pequeña, ante el mal disimulado regocijo de los marineros a
los que había cortado el rollo.
Durante la ceremonia de arriado de bandera, con el cabo y el
sargento primero saludando, la guardia presentando armas y el himno nacional
sonando por megafonía, apareció un moro que tenía una tiendecita un poco más
arriba de la cia mar, en la cual vendía tabaco, refrescos y se podía tomar un
te muy rico. También vendía porros de kifi ya liados a 25 pesetas. Cuando un
moro contraviniendo los preceptos de su religión se da a la bebida, no hay
nadie en el mundo tan borracho como él. Este era el caso del Bogart, que así es
como le conocían en Melilla la Vieja.
Ni corto ni perezoso, mientras sonaba el himno nacional,
Bogart se arrodilló frente a la compañía
y comenzó a grito pelado a entonar la llamada a la oración de los
musulmanes ALLAHU AKBAR, ALLAHU AKBAR……
Ante el estupor de Vela y Espigares, que no podían hacer ni decir nada
hasta que no terminase la ceremonia de la bajada de la bandera. Los marineros a duras
penas podían aguantar la risa.
Cuando terminó el himno, Bogart ya estaba por encima de la
cia mar. Vela se dirigió al borrachín con estas palabras:
-Bogart maricón, cuando te pille te voy a pegar una patada
en los huevos que te vas a enterar-
A lo que el moro respondió:
-Cómeme la polla grifota, racista ¡MELILLA MARROQUÍ! ¡VIVA
HASAN II!-
Toda la guardia y los viandantes se desternillaban con la
escena entre el suboficial y el moro. Pero a vela estaba claro que aquello no
le había hecho ninguna gracia y la mirada glacial que dirigió a los marineros
de la guardia lo dejó muy claro.
Finalmente dieron las doce de la noche, a partir de esa hora
entraba el refuerzo de la guardia, normalmente los marineros de guardia podían
dormir unas horas en la prevención, eso si vestidos, con las botas, los correajes
con sus cuatro cargadores de 20 balas y hasta con bayoneta, por si venía el
jefe de día, el enemigo o que se yo.
Esa noche la guardia no durmió. Vela y Espigares hacían
salir a los marineros a hacer la ronda por los distintos puestos. Como se notaba
que aquellos dos cabrones, iban a dormir a pierna suelta al día siguiente en
sus casas.
A las 5 de la mañana, un extenuado Santiago Reche junto con
el cabo Espigares dieron relevo al marinero que hacia el último turno de
refuerzo en el varadero. Hacia mucho frío. Santiago se metió en la garita y
comenzó a masturbarse para no quedarse dormido. Al rato vio andando por las
proximidades del varadero a una figura familiar. Era el misterioso cabo que
unas noches antes le había despertado. Reche salió de la garita y le llamo a
voces, pero el cabo siguió su camino sin detenerse. Cruzó la puerta de la
marina y un poco más tarde se le vio junto a uno de los cañones de la muralla
donde cada mañana hacían instrucción. Luego se le perdió de vista.
A las 6 de la mañana, Santiago desayuno una tortilla
francesa, un café muy cargado con un poco de leche y un buen puñado de
galletas. Luego se puso con el cocinero a preparar el desayuno de la compañía. Después de que
desayunaran los marineros, junto con el resto de bichines que tenían servicio
de cocina, recogió el comedor, fregó los cacharros y peló patatas para la comida. Luego el cocinero le
dio un poco de vidilla y le dejó echarse un par de horas en la despensa, que
era un sitio al que los mandos no solían ir, excepto a primeros de mes, cuando
la cia mar hacia la compra y acudían a
saquear las provisiones de los marineros.
No era un mal tío el cocinero, se llamaba Juan y era del
reemplazo del cabo Milco. Era, eso si, un poco guarro. Pero cocinaba de
maravilla con lo que le dejaban. Su plato estrella era el pollo a la moruna,
aunque los platos de legumbre los
bordaba. Llevaba los pantalones y la chaquetilla del traje de faena, brillantes
de grasa. No los había lavado en meses y afirmaba categórico, que no los pensaba
lavar en el tiempo que le quedaba de mili. Un canario del reemplazo de Santiago
había entrado recientemente como pinche para sustituirle cuando se licenciase.
Los cocineros trabajaban mucho, pero no hacían servicios de armas y como eran
imprescindibles y además testigos de todos los tejemanejes de los mandos. Prácticamente hacían lo que querían.
Por fin Santiago pudo dormir la noche entera. Al día
siguiente se vistió de bonito y salió solo de paseo. Se encamino hasta los
cañones y se acerco al lugar por el que había visto asomarse al cabo la otra
noche. En el pretil de la muralla, grabado sobre la dura roca había una
inscripción poco visible “Jorge y María 3 de mayo de 1920”
Santiago tenía una corazonada. Al día siguiente hablo con el
marinero que tenía el empleo de administrativo en las oficinas de la compañía
de mar y le contó una historia ficticia de un amigo suyo que estaba haciendo
una tesis doctoral sobre la guerra del Rif y le gustaría recabar información
sobre la vida diaria de los soldados de melilla durante ese periodo. El
oficinista, un tipo pequeño y algo triste, que se aburría como una ostra con el
poco trabajo de la oficina, hizo como que se creía la historia de Santiago.
También ayudó a conseguir su colaboración, una china de excelente polen que
Santiago le pasó.
El marinero administrativo dejó en la despensa de la cocina
cuatro gruesas carpetas con los expedientes de los hombres que habían pasado
por la cia mar entre 1919 y 1927. Santiago se sumergió en aquel mar de hojas de
color sepia. Había muchos expedientes deteriorados en los que bien las
fotografías, bien la información escrita estaba borrosa.
Veía rostros curtidos por el sol, de campesinos, de pobres.
En demasiados documentos de licencia en lugar de una firma había una cruz y una
huella digital, lo que evidenciaba dado el alto porcentaje de analfabetismo,
que el peso de aquella terrible guerra había recaído sobre las espaldas de las
clases más humildes.
Santiago Reche abrió la última carpeta. Le quedaba poco
tiempo antes de que terminara la hora de paseo. Revisó más de la mitad, hasta
que llegó a un expediente “Jorge Fuster Ramírez –Cabo –Nacido en Alicante el 14
de octubre de
1899”
Abrió la portada y allí estaba él, el misterioso cabo que había visto de noche
rondando por el varadero. Una descarga eléctrica recorrió su espalda para
ponerle todos los pelos de su cuerpo de punta.
A duras penas reaccionó al shock que acababa de
experimentar. Dejó las carpetas en el sitio convenido y escondió el expediente
con intención de examinarlo después de la cena.
Ya en la compañía, poniéndose el traje de faena, Ángel, que
también se estaba cambiando se le quedó mirando.
-Madriles, no se que te habrás tomao, pero estás pálido como
el yeso ¡Parece que hubieses visto un fantasma!-
-Estoy bien…. Algo me habrá sentado mal- Contestó Santiago
evasivo.
-Durante el pase de lista y la cena Santiago permaneció mudo.
A última hora bajó a la cocina con pretexto de tomarse un vaso de leche. Cogió
el expediente del cabo Fuster y se lo metió debajo de la chaquetilla. Si por
casualidad le cacheaban podía tener muchos problemas. Estaba sustrayendo
información del ejército español, un delito que podía hacer que diese con sus
huesos en un castillo militar. Cuando la compañía quedó en calma saco el
expediente de debajo del colchón y se fue a las letrinas a examinarlo con más
detenimiento.
Según rezaba en el documento, Fuster había estudiado
derecho. Era algo muy extraño Santiago sabía que por aquella época, los ricos
solían librarse del servicio militar a cambio de dinero y un estudiante de
derecho debía de disfrutar de una situación económica acomodada. Aunque lo más
sorprendente del expediente es que no tenía hoja de licenciamiento ni
certificado de defunción. Jorge Fuster había sido sometido a un consejo de
guerra en rebeldía, o sea ausente ¡Por deserción!
Tal vez fuesen imaginaciones suyas. Había bebido y había
fumado porros durante las dos guardias ¡Seguro que había sido su imaginación!
¿Cómo se le iba a aparecer un desertor de la Compañía de Mar de hacía más de 60
años? ¡Además con aspecto de tener
veintipocos! Más tranquilo, interiorizando esa idea, escondió el expediente y
se dirigió a uno de los urinarios. Al pasar por delante de la ventana le
pareció ver a alguien en la muralla junto a los cañones. No necesitó asomarse
para saber de quien se trataba. Temblando de pies a cabeza se dirigió a toda
prisa hasta su litera. No pudo pegar ojo en toda la noche. Casi al amanecer le
venció el cansancio y se durmió. Soñó con un mar embravecido que durante la noche
golpeaba sobre las rocas. El estruendo de las olas se mezclaba con gritos de
mujeres y el llanto de niños pequeños.
Al día siguiente durante el alto de la mañana llegaron una
veintena de marineros muy morenos y con barba de no haberse afeitado en mucho
tiempo. Les acompañaban tres cabos y tres sargentos. Eran los miembros de la
cia mar destacados en las islas que volvían a la compañía.
Continuará.....
Dr Miriquituli.
Recuerdos de juventud!!!!
ResponderEliminarMuy bien Dr.