martes, 22 de mayo de 2012

UN AÑO Y UN POCO MÁS -LA ISLA-


Inchausti era un bilbotarra de San Francisco, un barrio obrero de la margen izquierda del Nervión. Curtido en la delincuencia común y en la kale borroka, era un tipo duro. Un rencor social más fuerte que cualquier clase de valentía ardía en sus tripas, convirtiéndole en un sujeto temible. Fuesen cuales fuesen sus motivaciones o las circunstancias que le habían hecho ser así, era malo, malo sin paliativos y capaz de quien sabe qué. Todo el mundo le temía, incluso los mandos de la cia mar, que no se querían complicar la vida con semejante sujeto.

A Inchausti siempre le acompañaba un tío pequeñajo paisano de Santiago Reche. Se llamaba Paco Checa, un choricillo de poca monta que colaboraba con el vizcaíno en sus turbios negocios. Checa no era ningún angelito, pero era una persona capaz de sentir empatía por el prójimo, como la que inmediatamente sintió por Santiago.

Santiago era el único madrileño de su reemplazo. Además él y Checa eran del mismo barrio, Vallecas. Lo cual no es decir demasiado, pues Vallecas debe de tener como medio millón de habitantes. Pero lejos de casa… Unos cuantos lugares, incluso algunos conocidos comunes, unen mucho.

Paco Checa tomo bajo su protección al bichín. Curiosamente Santiago Reche no sentía ningún miedo de Inchausti. Tampoco el de Bilbao sentía un especial interés por el madrileño. No tenía gran cosa que le pudiera quitar y no le caía más mal que el resto de los mortales. Se profesaban una mutua indiferencia, algo que no podían decir el resto de los marineros del reemplazo de Santiago, a los que el vasco hacía la vida imposible.

En Melilla se puede comprar güisqui o grifa casi a cualquier hora, pero es muy difícil encontrar libros. La “biblioteca” de la cia mar apenas contaba con unas decenas de ejemplares y un puñado de revistas viejas. En la única librería que había en el centro, Santiago compró un par de libros titulados “Guerra del Rif 1921-1926” y “Historia del protectorado español de Marruecos 1912-1956” Ambos títulos estaban escritos hacía más de 20 años y eran muy poco críticos con la gestión militar española de esta etapa, pero aportaban una información precisa en cuanto a fechas, lugares, hechos de armas y unidades que habían intervenido en los mismos. Santiago completó la información con varios libros que su hermana le mandó desde Madrid a un piso que tenía alquilado Juan el cocinero junto con algunos amigos suyos. Quería llevar sus indagaciones con la mayor discreción posible.

Después de estudiar toda la información de que disponía, Santiago se hizo una idea bastante aproximada de cómo se había desarrollado el conflicto conocido como “Guerra de Marruecos” o “Guerra del Rif” Más o menos la cosa fue así: Tras el desastre del 98 y la pérdida de Cuba y Filipinas, los militares presionaron al gobierno para que España tuviese una mayor presencia en el continente africano. Un acuerdo previo con Francia y la conferencia de Algeciras de 1906, materializaron la cesión a España de la franja Norte del Sultanato de Marruecos. Un 5% aproximadamente, incluyendo la región montañosa del Rif. Desde el principio, el protectorado español fue una sangría de hombres y dinero, que concitó el rechazo de la mayoría de la opinión pública española. En 1921, recibió el nombramiento de gobernador militar de Melilla, el general Fernández Silvestre, un militar tan impulsivo como incompetente, que entre sus escasos méritos contaba el de ser amigo personal del rey Alfonso XIII. Silvestre, lanzó una campaña para pacificar el Rif ante la rebelión de las kabilas o tribus rifeñas. Abd el-Krim, un rifeño educado en España y que había trabajado para la administración colonial, era quien lideraba la rebelión. El 22 de Julio se produjo el desastre. Unos reveses militares menores, aconsejaron la evacuación de la guarnición de Annual. En lugar de una evacuación ordenada, acabó produciéndose una desbandada. Las tropas, en su mayoría formadas por soldados de reemplazo, abandonaron armas y pertrechos y huyeron hacia Melilla. Entre Annual y Monte Arruit fallecieron unos 13000 españoles. El mismísimo general Silvestre desapareció y su cuerpo nunca fue recuperado. De los 3000 hombres que defendían Monte Arruit, una plaza a medio camino entre Annual y Melilla, sólo sobrevivieron 60. Los rifeños los degollaron después de rendirse y meses más tarde las tropas que reconquistaron la posición encontraron los cadáveres mutilados de los soldados, pudriéndose al sol junto a las ruinas del acuartelamiento. En un par de meses se había perdido todo el Marruecos español y de facto se había creado un estado islámico independiente, conocido como la “Republica del Rif” con Abd-el-Krim a la cabeza. Estos luctuosos acontecimientos causaron una onda impresión en la península. La mayoría de los españoles eran partidarios de abandonar aquella absurda aventura colonial, que solamente favorecía a unos pocos magnates y engordaba la nómina de unos mandos militares, tan corruptos como incompetentes. Pero no fue así. En contra del sentimiento general de los españoles, los militares reaccionaron dando un golpe de estado en la persona del general Primo de Rivera. El golpe, conocido y consentido por Alfonso XIII, hizo que la guerra prosiguiera. En 1925, Abd-el Krim, crecido por sus victorias ante los españoles y creyendo que era el momento de expulsar a los europeos de su tierra, cometió el error de atacar el protectorado francés. Fue el principio del fin de la República del Rif. Francia y España se unieron y desataron un horror tecnológico contra la población. Primero el desembarco anfibio de Alhucemas y luego una campaña de bombardeos con armas químicas, acabaron con la joven república. Abd-el-Krim se rindió a los franceses. El ejército español tiene el dudoso honor de haber sido el primero en utilizar la aviación para arrojar bombas cargadas con munición química, concretamente hiperita, también conocida como “gas mostaza” una sustancia terrible, prohibida desde 1919 por los acuerdos de Versalles.

 En el fondo poco había cambiado la situación desde entonces. Santiago pensaba que lo que estaba haciendo, nada tenía que ver con ayudar a España. Había estado de guardia varias noches, pero no le había vuelto a ver. Aún seguía bastante asustado. No se había sentido amenazado en ningún momento por el cabo Fuster, pero hay que reconocer que es algo poco habitual ver a un supuesto cabo desertor, desaparecido más de 60 años atrás, con el mismo aspecto de entonces.

 En la cía mar, el mayor peso de los servicios de armas solía recaer sobre los marineros a los que menos tiempo les quedaba para licenciarse. Antes de que se escapasen de sus manos, los mandos querían dejar un recuerdo duradero en sus todavía subordinados. También, a los fumadores de grifa del reemplazo de los veteranos, les llovían los arrestos. Estar arrestado suponía no salir a la calle y no salir a la calle significaba no tener grifa en cantidad suficiente. Este hecho creaba no pocas tensiones en la compañía.

El que los veteranos hiciesen los servicios de armas, no suponía que el resto de la compañía pudiese descansar, al contrario. Todas las noches montaban alguna movida. Algunas tenían gracia. Como cuando organizaron “la jura de bandera de la Compañía de Mar de Melilla”. La bandera eran unos calzoncillos colgados de una escoba. Ucelai, que era quien presidía la ceremonia, iba disfrazado de general. Los bichines llevaban como uniforme los calzoncillos “de combate” Unos gayumbos de algodón enormes que daban al principio de la mili. Eran tan grandes, que Paco Checa se había hecho con ellos una camiseta de tirantes descosiéndoles la parte de abajo y usando la bragueta de bolsillo para llevar el tabaco. Trinchas, botas y gorro Lepanto, completaban el atuendo de los bichines. Las más de las veces, las bromas eran mucho más pesadas. Varios abuelos, generalmente muy pedo, despertaban a los nuevos y les hacían beber, fumar, cantar, contarles el último polvo que habían echado o remar con escobas por los pasillos. Si el bichín protestaba, llegaban a los malos tratos y extendían el puteo al comedor, la cantina o cualquier otro servicio de la compañía. El ejército es la más perfecta maquina de puteo inventada por el ser humano. Sus miembros lo extienden de arriba abajo. Este puteo se desborda en la guerra, que es un destilado de los peores aspectos del comportamiento humano. Con el paso de las semanas, la presión de los veteranos fue relajándose. Santiago se prometió a si mismo que cuando él fuese veterano no iba a putear a nadie.

Inchausti no solía participar en estas ceremonias. El seguía a lo suyo. No sólo robaba a los bichines, también robaba a los veteranos que ante su próxima licencia, se gastaban la pasta en aparatos electrónicos, más baratos en melilla que en la península. Pedía-exigía dinero que luego nunca devolvía. Una de sus principales victimas era Ángel Moraleda. El albaceteño era de familia bien y recibía giros postales semanalmente. Invariablemente cada día que recibía dinero, Inchausti reclamaba su parte. Santiago viendo el abuso que su colega estaba sufriendo, intercedió por el ante Checa.

-Déjalo estar. Nos queda poco más de un mes para licenciarnos. Además Inchausti no está solo ¡No te metas!- Fue la contestación de su paisano.

Un día, se dio la circunstancia de que todos los veteranos menos Checa estaban arrestados o de servicio.

 -Bichín me tienes que acompañar a pillar, Eres el único del que me puedo fiar ahí arriba. Si te vienes te invito a echar un polvo- Le dijo Paco Checa a Santiago.

Santiago Reche sabía los riesgos que podía suponer subir al Poblado. Cualquiera podía verles. No estaba prohibido, pero todo lo relacionado con la Legión estaba “mal visto” Aunque oficialmente a los “lejías” se les titulase “caballeros legionarios” y la Legión fuese el cuerpo mejor preparado militarmente de Melilla, al resto de militares no les gustaban. Luego estaba el tráfico de drogas. El Poblado era el principal centro de venta de hachis “al por mayor y al detall” de toda Melilla. Si llegaba a los mandos la noticia de que habían subido a semejante sitio, iban a tener muchos problemas. Santiago picado por la curiosidad y ante el generoso ofrecimiento de su paisano, aceptó la invitación. Empezaba a ser una constante la inclinación de Santiago Reche a meterse en líos.

Salieron por separado de la cia mar y se encontraron en un bar  cerca de la parada donde se cogían los autobuses. Un poco antes de que saliera el autobús para Cabrerizas Altas, los dos Popeyes se montaron en él y permanecieron agachados hasta que el bus arrancó. Según iban ascendiendo desde el europeo centro de Melilla hacia el barrio de Cabrerizas, la ciudad iba cambiando. Las antenas de televisión sobre las casas bajas tipo “jaima” y los chavales vestidos con camisetas del Real Madrid o del Barça, indicaban a los dos marineros que aún seguían estando en el siglo XX. A Santiago las escenas que veía, le recordaban las fotografías de la época del protectorado, que había visto en sus libros. Por fin llegaron a las puertas del acuartelamiento Gran Capitán, emplazamiento del Tercio de Extranjeros, que es como también se conoce a la Legión.

Bajaron deprisa del autobús y se internaron en las callejuelas sin asfaltar que había enfrente del cuartel. Patrullas armadas de lejías garantizaban la seguridad del lugar. En cualquier caso, si uno tenía un problema con la población indígena, bastaba con que gritase ¡A MI LA LEGIÓN! Para que saliesen legionarios de todas las casuchas y apalizasen a los moros infractores. Unos años atrás, hubo un gran revuelo mediático, cuando se supo, que tras la agresión a unos legionarios en la Cañada de la Muerte, allí al lado. Una veintena de legionarios, con la connivencia de los mandos, salieron una noche del cuartel y pusieron el barrio patas arriba causando numerosos heridos. No es que los legionarios fuesen racistas ni nada parecido. Los había de todas las razas y nacionalidades y muchos estaban emparejados con moras y vivían en los barrios aledaños al Tercio. Pero en ese lugar, los lejías eran la ley y la justicia. Eran la última frontera entre “la civilización occidental” y un territorio hostil, como tiempo mas tarde Santiago tendría ocasión de comprobar.

Entraron en una casa bastante grande de color azul. Era la conocida como “casa de la Larga”. Allí se vendía hachis y también se practicaba la prostitución. La Larga era la madame de las chicas y la gerente del establecimiento. Era una mujer bellísima. Contaba con la ayuda de un legionario lleno se tatuajes carcelarios que se encargaba de la seguridad y de la alcoba de la propietaria.

-¡Hombre Paquito! Cuanto bueno por aquí ¿Donde te has dejado a tu colega el Inchausti? Dijo la Larga a los dos recién llegados.

-Está de guardia “puteao” en la cueva, os manda muchos recuerdos. Este es mi paisano Santiago, un tío legal. Espero que cuando me licencie le tratéis igual de bien que a mí-

-Tú no te preocupes por eso. Tengo un polen que me ha llegado hoy mismo de la montaña, bueno pero bueno de verdad. Luis dales una china a estos chavales que lo prueben-

El Legionario les dio un aromático pedazo de hachis sin prensar del tamaño de una canica. Santiago con esa cantidad se hacía tres o cuatro porros. Era una estrategia común entre los camellos de Melilla, dar un porro gordo de un hachis muy bueno, para que los clientes se colocaran y luego darles menos cantidad de lo estipulado o un hachis de calidad inferior. Pero Paco Checa que era perro viejo en estas lides y no se dejaba liar tan fácilmente dijo:

-Tiene una pinta cojonuda. Seguro que es tan bueno como el que siempre nos vendes. Pero es que mi colega y yo venimos un poquito cachondos y nos gustaría echar un casquete.-

-¡Pues claro que sí mis niños! Pasad al patio y elegid una morita guapa. Paco…. no te digo nada, que ya sabes donde está todo.- Dijo la Larga contenta de explotar su otra línea de negocio.

El patio de la casa de la Larga se asemejaba, en lo arquitectónico, al claustro de un convento. Estaba rodeado por una galería columnada y en el jardín del centro del patio, había una fuente que manaba agua constantemente, para refrescar el caluroso ambiente de los meses de verano.

Reche y Checa se sentaron en unos cojines  junto a una mesita baja. Una mujer mayor les sirvió té con menta y llamó a las chicas. Una docena de muchachas jóvenes, casi todas marroquíes, aunque también había un par de negras y una española ya un poco entrada en años. Los dos marineros eligieron las que más les gustaron, que se sentaron con ellos hasta que se terminaron el té. Luego pasaron a las habitaciones que las chicas tenían asignadas. La partenaire de Santiago, afirmaba tener 18 años, aunque bien podía ser mas joven. Era rifeña, de un pueblo de la montaña. Hay quien afirma que los rifeños son descendientes de los vándalos y los alanos, unos pueblos germanos que a principios del siglo V cruzaron el estrecho y se establecieron en el norte de África. El caso es que en la región del Rif, hay mucha gente de piel clara, muchos rubios e incluso pelirrojos. Yarmila que así es como se llamaba la rifeña, era una chica menuda con el pelo color zanahoria y los ojos verdes. Se desnudaron en la habitación y se lavaron en un pequeño cuarto de baño anexo. Yarmila llevaba tatuajes de henna en las manos y en los pies. Desnudos junto a la cama, Yarmila le preguntó:

-Te han hecho alguna vez el “baño María”-

-No…. ¿No es eso lo de los flanes?- pregunto Santiago algo alarmado.

-Ahora verás- dijo la morita metiéndose en el baño.

Al momento, Yarmila volvió con la boca llena de agua tibia. De rodillas se metió la polla del marinero en la boca y la estuvo mordisqueando y acariciando con la lengua un buen rato. A Santiago se le puso muy dura. Luego, de pie, encima de una mesita, acabaron echando un “tres en uno” es decir, Santiago se corrió tres veces sin sacarla. Desde luego ¡Que cosa más grande son los 20 años!

Cuando salió de la habitación, Checa le estaba esperando. Ya había comprado el costo y había pagado. Ambos se marcharon de la casa de la Larga en dirección a la parada de autobuses. Durante el viaje, Santiago le contó a Checa lo del “baño María”. A lo que este exclamó:

-¡Joder! Eso no lo sabía yo. No me voy de Melilla sin probarlo-

Unas noches después nombraron a los marineros que iban a relevar a la cia mar de Ceuta en los destacamentos de las islas. A Santiago Reche le tocó el Peñón de Vélez de la Gomera. En tres semanas salían vía Málaga, desde donde, junto con el resto de soldados de los destacamentos, les trasladarían en helicóptero hasta la isla correspondiente.

El destacamento de la cia mar en Vélez lo iban a formar:

Sargento Mariano Núñez Buendía
Cabo Milco Santana Santamaría
Marinero Lorenzo Aguilar Tévez
Marinero Lucio Cantó silva
Marinero Eladio Bueno Fernández
Marinero Iñaki Abasolo Castaños
Marinero Gorka García de Arazuri
Marinero Santiago Reche Alonso

Resumiendo, un sargento de Ceuta que tenía fama de pasar de todo, Milco y tres más de su reemplazo, Santiago Reche y los vascos grande y pequeño que habían llegado junto a él. La cosa en principio no pintaba mal. Más o menos parecido reparto de bichos y veteranos, iban al resto de islas, con Vela a Chafarinas y un recién ascendido sargento Luna, a Alhucemas. El viaje a Málaga iba a ser junto con los abuelos que se licenciaban.

Una fiesta improvisada se formó en la compañía. De suboficial de guardia estaba el sargento Fresno, un individuo cabezón, con cuatro pelos rubios, al que los marineros conocían como “Chupetín” por su gran afición a la botella. Chupetín dio orden al cantinero, un sevillano un poco ladrón, de que abriera la cantina a pesar de que después de retreta, debía permanecer cerrada según las ordenanzas. Los marineros estuvieron saliendo y entrando, hasta que Chupetín, completamente borracho, ya a altas horas de la noche, se fue a dormir la mona.

Chupetín se despertó con una resaca horrible. Nada quedaba del tipo agradable y simpático de la víspera. Anduvo repartiendo arrestos arbitrarios hasta que le relevaron. Santiago fue uno de los arrestados ese día.

Cumplió su arresto y al día siguiente le tocó refuerzo de guardia. Eran algo más de las tres de la mañana, cuando de nuevo vio una figura inconfundible. Era el cabo Fuster caminando por las murallas de la vieja ciudadela en dirección al faro. Al principio, temeroso, Santiago quito el seguro al cetme y le metió una bala en la recamara. Pero no había nada en la actitud de Jorge Fuster que indicase animosidad o deseo de dañarle. Haciendo de tripas corazón, Santiago Reche le llamó:

-¡Mi cabo, mi cabo, espere! ¡Cabo Fuster, espéreme un momento!-

No tenía claro como había que tratar a un cabo de la cia mar desaparecido hacia más de 60 años y ya que llamaba “de usted” y “mi cabo” al idiota de Espigares y otros cretinos por el estilo, le pareció lo más oportuno hacerlo con éste, mucho más veterano que los susodichos.

Jorge Fuster anduvo aún un poco después de que Santiago le llamara y se paró en la entrada de un callejón, unos cuantos metros más adelante. Se volvió hacia el marinero y le hizo un gesto con la mano para que fuese hasta donde él se encontraba. Luego entró en el callejón perdiéndose de vista.

Santiago se encontraba en un estado de nervios cercano al pánico, pero aún así se acercó a la boca del callejón, eso sí, con el fusil por delante dispuesto a meterle las 20 balas del cargador a lo que fuera que hubiese allí.

Era una calle muy pequeñita y pintoresca de Melilla la Vieja, que se llama calle de la Soledad. Cuando Santiago llegó, allí no había nadie, solamente un gato blanco que ni se inmutó al verle. Estaba sentado junto a la puerta de la única vivienda que allí había.

Al día siguiente, se informó en la compañía de quién era el propietario de aquella vivienda. Sin más explicaciones le dijeron que allí vivía “La vieja de los gatos”

Las siguientes semanas apenas tuvo tiempo de investigar nada sobre el asunto. Pasó un par de tardes por la casa pero no había nadie. Tendría que esperar a la vuelta del Peñón, para conocer a la misteriosa dueña de la casa de la calle Soledad.

Quedaban muy pocos días para la partida hacia la isla y un hecho vino a perturbar la habitual rutina del cuartel. Estaba de suboficial de guardia el sargento Chupetín y de cabo de guardia el idiota de Espigares. Chupetín estaba en el despacho, bastante borracho pero tranquilo. Estaba viendo una película porno. Desde la televisión de la sala de los marineros, poniendo el canal adecuado, se veía el video del despacho. Todos los presentes estaban viendo también la porno. Veinte o treinta chavales jaleando las “mejores jugadas” Cuando de repente apareció Espigares, desenchufó el televisor y ordenó acostarse a todo el mundo. Nadie se movió del sitio. Como por arte de magia, la luz de la sala se apagó y alguien echó una manta por encima de la cabeza del cabo. Una lluvia de golpes y patadas cayó sobre Espigares. Cuando terminó la paliza, el melillense, gimoteaba de rabia y dolor. En pocos segundos todos los marineros estaban en la cama. El cabo se incorporó como pudo y fue hasta el despacho, donde el Sargento Fresno tumbado en el sofá, con los pantalones bajados, se la meneaba con parsimonia.

-Da usted su permiso- Dijo el cabo desde la puerta.

-Uu…un momento cabo. Adelante, adelante ¿PERO QUÉ LE HA PASADO?-

-¡A la orden mi sargento! Me han agredido…. En la sala de la televisión- Dijo el cabo entre sollozos.

¿QUIÉN HA SIDO? Dígame su nombre ahora mismo, para que llame a la policía militar- Dijo Chupetín descolgando el teléfono.

-No lo se, mi sargento….Habían apagado la luz y me echaron encima una manta-

-¡ME CAGO EN SU PUTA MADRE! ¡SE VAN A ENTERAR! Gritó Chupetín fuera de sí, al tiempo que se abrochaba el ceñidor con el pistolón  y se colocaba la gorra de plato en su gorda cabeza.

El cabo y el sargento encendieron todas las luces de la compañía y al grito de ¡A FORMAR, A FORMAR! Sacaron de la cama a todos los miembros de la cia mar que dormían en la cueva

Formados en la sala, vestidos con el pijama o en camiseta y calzoncillos, los marineros permanecían en posición de firmes, mientras Chupetín recorría las filas. Por fin se paró frente a la primera fila y comenzó a hablar:

-Quiero que salgan aquí y ahora, SI TIENEN COJONES, los responsables de la agresión al cabo Espigares. Si no salen vamos a estar a aquí toda la noche. También si alguien ha visto algo y quiere decírmelo, voy a estar en mi despacho-

Santiago no había participado en la agresión y tampoco le parecía bien que agredieran a nadie, por mucho que Espigares fuese un imbecil y un tipejo. Por el rabillo del ojo podía ver a Checa y a Inchausti, sobre todo a este último, cómo estaban disfrutando de la situación. Al fin y al cabo, en tres días se iban a licenciar y sabían a ciencia cierta que nadie iba a hablar.

 Pasaron un par de horas pero allí nadie cantaba. Viendo que la situación se le escapaba de las manos, Chupetín optó por pasarle el asunto al oficial de guardia por la mañana.

-Muy bien, muy bien. No hay nadie que tenga cojones ¡AQUÍ NO HAY MÁS QUE CABRONES HIJOS DE PUTA Y MARICONES!- Dijo Chupetín con lengua de trapo.

-Mañana cuando venga el oficial de guardia, decidirá qué hacer con vosotros. Cabo, mande romper filas.-

-¡ROMPAN FILAS!- Ordenó el maltrecho Espigares.

Al día siguiente, cuando llegaron todos los mandos, convinieron en no dar publicidad al asunto. La agresión a un superior, no era un asunto baladí y podía atraer una investigación del comandante general de la plaza sobre la compañía. Optaron por un arresto de catorce días para toda la tropa, tanto para los que se quedaban en la cueva como para los que se iban a las islas. También arrestaron el televisor hasta nueva orden. Los que estaban a punto de licenciarse, en la práctica, habían quedado fuera de su alcance. Lo más que les podían hacer, era asignarles alguna labor penosa en aquellos 2 días que quedaban para su licencia. Que el castigo a los veteranos se cumpliera, implicaba que los mandos tuvieran que trabajar, algo a lo que no estaban demasiado acostumbrados.

¡Por fin llegó el gran día! Los veteranos vestidos de paisano y los marineros destinados a las islas, uniformados y armados, embarcaron en el nuevo ferry, el “Ciudad de Palma”, que desde hacía un mes, realizaba el trayecto Melilla-Málaga. Santiago Reche y otros marineros, llegaron en el Land Rover de la compañía con tres grandes cajas de aluminio idénticas, que contenían pertrechos para cada uno de los destacamentos a los que iban a relevar. Todo el pasaje embarcó sin novedad. Un gran número de culeras se dirigían a la ciudad andaluza con baratijas para vender en grandes bolsones de rafia y otras mercancías que no estaban a la vista. Esta vez no hubo fiesta, ya se encargaron los mandos de que no se desmadrara nadie.

 A la llegada al puerto de Málaga, se despidieron de los marineros que se licenciaban. Santiago abrazó a su paisano con la promesa de verse cuando él se licenciase.

Unos camiones de la legión estaban esperándoles en el puerto. Cargaron los pertrechos, una, dos, tres y cuatro cajas. Santiago había cargado solamente tres en Melilla. Nadie parecía haberse percatado de la multiplicación de las cajas, por lo que tampoco él hizo mención del asunto. Se montaron en los camiones y se fueron, mientras el resto del pasaje del ferry tenía que mostrar sus equipajes en la aduana. Los miembros de la compañía durmieron esa noche en un cuartel de la Legión próximo al aeropuerto malagueño, junto con el resto de soldados y el personal civil destinado a cada isla.

Al día siguiente, temprano, condujeron a los efectivos y la carga hasta el aeropuerto de Málaga y los distribuyeron en los distintos helicópteros. Solamente llegaron tres cajas de la cia mar al aeropuerto, una por isla. Los Chinook, eran unos aparatos grandes, con las hélices montadas sobre 2 torres. Se los había vendido el ejército americano al español y después de la guerra de Vietnam, habían hecho otros “pocos” años de servicio. Con el macuto y el fusil entre las piernas, Santiago se acomodó en el estrecho banco del helicóptero. El vuelo duraba apenas un par de horas. Ya a la vista del peñón, parecía imposible que aquel pájaro tan grande aterrizara en la coronación de la roca sin caerse al mar. Finalmente, después de un par de intentos fallidos a causa del viento, aterrizaron.

Para quien no haya oído hablar del Peñón de Vélez de la Gomera, es uno de los territorios que el estado español posee en la costa del norte de África. Un pequeño islote, situado a medio camino entre Ceuta y Melilla. Hasta los años treinta, estaba completamente rodeado de mar por todas partes, pero un terremoto hizo que quedara unido al continente por una estrecha lengua de arena. Pertenece a España desde el siglo XVI, época en la que era el refugio de un activo grupo de piratas que dirigían sus acciones contra el Sudeste de la península. Durante el siglo XIX fue un penal en el que cumplieron condena, algunos de los más famosos bandoleros de la época y los principales caudillos carlistas. Durante la guerra del Rif estuvo sitiado por las kabilas rebeldes. Una vez reseñada brevemente la historia del lugar, hay que decir que el Peñón de Vélez es un sitio de una belleza subyugante. Situado en la desembocadura de un río, se encuentra rodeado de imponentes montañas rojizas, que caen a pico hasta la orilla de un mar transparente como de cristal.

Según se desciende desde el helipuerto, primero están los cuarteles de los soldados del ejercito de tierra, que en aquella ocasión ocupaban un grupo de las COE (Compañías de operaciones especiales) los “boinas verdes” del ejercito español, varios “pistolos” procedentes de Melilla, encargados de la cocina, las transmisiones y un médico militar también soldado de reemplazo. Bajando está la casa del mecánico naval, un civil contratado por el ejército y un poquito más abajo la casa del sargento de la cia mar. En la parte mas baja de la isla está el destacamento de los marineros, al lado de la puerta de acceso al peñón, desde el embarcadero y la playa que une Vélez al continente.

La vida en el peñón normalmente era bastante más relajada que en la Compañía de Mar, pero tras los incidentes ocurridos en la cueva, a los marineros aún les quedaban 11 días de arresto y en el peñón había muchas maneras creativas de joder al prójimo, no en vano había sido un penal durante siglos.

A primera hora los marineros salían a correr y a hacer gimnasia con los coes. Por parte de los coes corrían todos los soldados, los cabos, los dos sargentos e incluso el teniente que era el oficial jefe de la guarnición. No participaban en el ejercicio matinal el médico, los soldados de la cocina que tenían que preparar el pan y la comida, los dos de transmisiones pendientes de la radio y por alguna extraña razón, el sargento de la cia mar, que se quedaba holgazaneando en su apartamento, hasta que volvían los marineros de desayunar y comenzaba el puteo del arresto.

A Santiago Reche le gustaba hacer ejercicio físico. Pese a estar un poco oxidado por los meses de inactividad y excesos pasados en Melilla, pronto se puso al nivel de los coes que al principio empujaban a los marineros, tratando de acogotarles, mientras corrían por las estrechas y empinadas calles del peñón. Lo que más le gustaba era el baño después del ejercicio, que todo el mundo se daba en el mar.

Tras el desayuno, los coes comenzaban sus ejercicios de guerrilla, recibían clases de manejo de morteros, ametralladoras, cartografía, comunicaciones y de otros muchos conocimientos que un soldado moderno y profesional debe tener. Santiago no había sido nunca una persona muy inclinada hacia lo militar, pero se arrepentía de no haberse apuntado al tercio o a cualquier otro cuerpo en el que le enseñasen algo.

Mientras los coes realizaban estas actividades, los marineros allanaban con palas un escalón de arena que se hacía en la orilla del mar a causa de la marea alta. Siempre lo hacían con bajamar, por lo que seis horas después, cuando volvía a subir la marea, la tierra volvía al mismo sitio de donde la habían retirado. Alternaban esta tarea con la construcción de fortificaciones de sacos terreros en el helipuerto. Mientras subían los sacos de tierra por las empinadas cuestas, Santiago recordaba lo que había leído sobre la guerra del Rif y la estrategia del general Silvestre de repartir por el territorio ocupado fortificaciones de sacos, conocidas como “blocaos”. Construidas en lugares altos, para controlar zonas extensas de territorio, al final acababan siendo ratoneras para los soldados que las ocupaban, sin agua ni comida en su interior. Cuando terminaban de construir el parapeto de sacos, el sargento Nuñez Buendía, que se había revelado como un eficaz sádico, les hacía desmantelarlo y bajar los pesados sacos de tierra de nuevo hasta la playa.

Los marineros trataban de sobrellevar el arresto con deportividad. Pero poco a poco el cansancio iba haciendo mella en ellos. Todos menos el cabo Milco, tenían que realizar a diario servicios de armas. Varias horas en el balcón que había justo encima del destacamento de los marineros, tanto de día como de noche. En esas circunstancias, la siesta se convertía en algo muy necesario, pero nada más terminar de comer, volvían a la playa o a los sacos de tierra.

Desde tiempos inmemoriales, en Peñón de Vélez, hay una colonia de gatos medio asilvestrados acostumbrados a cazar las grandes ratas que por las noches se ven en la isla. En aquella época también había un perro grande de color marrón. Oficialmente pertenecía al mecánico naval, pero había convertido la parte baja de la isla en su territorio y ladraba a todo lo que procediera de más arriba de la casa del mecánico. Esto suponía una gran ventaja para los miembros de la cia mar, que con Pluto, que así es como se llamaba el perro, era muy difícil que se viesen sorprendidos por un “golpe de mano” de los coes a su parte de la isla. También ladraba cuando bajaban a la playa los mehaznis, los gendarmes marroquíes que tenían un puesto al otro lado del istmo y que eran la única fuente de entrada de grifa al peñón. En cambio, Pluto no ladraba, al sargento de la cia mar. Este ladrar selectivo, lo solucionaron en parte los marineros, echandole imaginación. Por la noche cuando estaban en el puesto de guardia, se ataban un extremo de cuerda al tobillo y el otro extremo al collar del chucho, que se quedaba velando el sueño del centinela. Así, los tirones del can para salir a recibir a su “jefe” evitaban verse sorprendidos por Núñez Buendía, durmiendo durante la guardia.

Tras una semana de estancia en el peñón todos los efectivos iban a participar en un ejercicio que consistía en sacar el “bote mixto” y “el lanchón”, un par de embarcaciones de madera, grandes y pesadas, ambas de la misma eslora. El bote mixto estaba motorizado y servía para remolcar el lanchón. Completaban la “dotación naval” del peñón, un par de botes pequeños a remo, llamados “chinchorros”

Entre todos, los coe y los marineros, deslizaron las embarcaciones hasta el agua sobre unos tacos de madera engrasados. En el bote mixto embarcaron el mecánico, el sargento Núñez y un sargento de la coe, en el lanchón el resto de la guarnición. Antes de salir habían repartido a toda la tropa chalecos salvavidas y aletas de goma. Las dos embarcaciones navegaron hacia poniente, hasta una bahía con un par de islitas, cercana a la población de Cuatro Torres de Alcalá. Luego dieron la vuelta. Todo el tiempo un grupo de delfines nadaba junto a las dos embarcaciones. A una distancia considerable de la playa, el teniente ordenó a todos los hombres, ponerse las aletas y saltar a la mar.

-El último en llegar a la playa, arrestado lo que queda de isla- Dijo el teniente antes de ordenar empezar a nadar a todos los que estaban en el agua

El agua aún estaba bastante fría y nadaban con la corriente en contra de la pleamar. Un par de chavales de la coe tuvieron que ser sacados del agua a causa de calambres y síntomas leves de hipotermia. Lo pagaron caro el resto del tiempo que quedaba de isla, de nuevo “la máquina del puteo” Los de la cia mar llegaron con el grupo y Santiago Reche que era un excelente nadador, el primero, sacándole bastante ventaja al coe que llegó segundo.

El sargento Núñez Buendía estaba exultante, tanto que levantó el arresto a los marineros y les obsequió con una garrafita de güisqui “Los Viejos Monjes” de su reserva personal. A partir de aquí, el peñón comenzó a ser un lugar mucho más amable para los marineros, pese a la escasez de tabaco y grifa y la completa ausencia de mujeres. Cada vez que los mehaznis se acercaban a los botes a comerciar, Pluto alertaba a Nuñez Buendía, que se asomaba al balcón con unos prismáticos. Por lo demás, salían mucho a la mar con el sargento, que de familia pescadora, era un auténtico experto. Pescaban al curricán.  Recolectaban unos percebes riquísimos y cazaban palomas con una escopeta de perdigones desde el chinchorro. Eran casi autosuficientes, por lo que muchas noches, cenaban en el destacamento y solamente subían hasta el comedor a por un poco de pan y una jarra de vino fresquito con gaseosa.

Aún hubo un día fuerte de trabajo. Un barco procedente de la península descargó en el lanchón una veintena de bidones de gasoil que entre todos tuvieron que subir con parihuelas hasta la coronación de la isla. Santiago y todos los que subieron los pesados bidones, se preguntaban por qué no habían puesto el grupo electrógeno más cerca de la playa. Pero como ya hemos dicho, en el ejército, por lo menos en el español, nunca se hace nada de la manera más fácil.

Al día siguiente volvían a la cueva. Santiago se encontraba haciendo su último servicio de armas en el peñón. Bueno, se había subido la almohada al puesto, un despertador para que le avisase del relevo y tenía a Pluto atado de una pierna por si se daba el hecho poco probable de que bajase el sargento o los coes hasta el puesto de guardia. Tenía que pasar un mesecito en la cueva y luego… Un mes de permiso en casa. De repente sintió un fuerte tirón de la pierna ¡No podía ser! El último día y aún tenía que venir alguien a tocar los cojones. Santiago Reche se levantó con presteza, desenganchó la cuerda de su pierna y escondió la almohada. Un chacal aulló lastimeramente en las cercanas montañas, cuyos quebrados contornos se perfilaban a la luz de la luna llena. Santiago se dirigió a la entrada del puesto y escudriñó la estrecha calleja empedrada. Allí solamente había un gato blanco. Era extraño ver un gato tan abajo, en los dominios de Pluto, pero ni el perro ni el gato parecían tener miedo el uno del otro. Se acercó unos metros para ver mejor al felino y este maulló quedamente, como saludando al marinero. Luego se dio la vuelta y anduvo hacia la parte de abajo, casi hasta la entrada del peñón. Aún estaba un poco dormido, pero de repente una luz se encendió en su cabeza ¡Maldita sea! Estaba seguro ¡Era el mismo gato que había visto en Melilla la última vez que vio al cabo Fuster! Inmediatamente siguió al bicho, olvidándose por completo del puesto de guardia. El gato blanco se metió en una de las antiguas dependencias de la parte inferior del islote, abandonadas desde hacía mucho tiempo. Santiago vio desde la desvencijada puerta como el animal escarbaba junto a una pared. Al acercarse, el gato se retiró y dando un ágil salto, se encaramó a un ventanuco, luego se perdió en la noche. Santiago Reche comenzó a escarbar. Ayudándose con la bayoneta perfiló los contornos de una piedra de buen tamaño, que al poco rato pudo mover, dejando al descubierto una oquedad. Dentro había un paquete de loneta, atado con un cordel y cuidadosamente sellado con brea. El marinero abrió el inesperado tesoro. Dentro había un grueso fajo de cartas y un cuaderno tipo libro, con tapas de cartón. El remitente de las cartas no era otro que Jorge Fuster Ramírez y la destinataria de las mismas María Medrano García con domicilio en la calle Soledad  Nº1 de Melilla. De pronto sonó la campana del despertador que había dejado en el puesto de guardia. Santiago había perdido la noción del tiempo. Se metió el paquete en el chaquetón y corrió peñón arriba. Por suerte nadie se había percatado de su ausencia. Nadie… excepción hecha de Pluto, que le esperaba en el puesto moviendo el rabo. Pero éste seguro que no iba a hablar.

Al día siguiente, después del desayuno, un ruido trepidante inundó todo el valle. Pronto el Chinook apareció por levante. Tras aterrizar en la corona, de su negra barriga surgieron los soldados y marineros del relevo. El traspaso fue breve y los antiguos isleños montaron en el helicóptero, esta vez con destino a Melilla.


Continuará….


Doctor Miriquituli.  


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