jueves, 26 de julio de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Libro II- UNA NOCHE DE VERANO


UNA NOCHE DE VERANO



En los jardines del palacete de los marqueses de Fuensalida, aquella noche se celebraba una cena, una despedida de los dueños de la casa que ese año no se desplazaban con la regente a San Sebastián, como la mayoría de los nobles.

- ¡Por Dios don Emiliano! ¡A Córdoba! ¿No había un sitio más fresquito para pasar el verano? -

-Mire don Mariano, Fernando el Católico decía “Hay que pasar el verano en Sevilla y el invierno en Burgos” Sepa usted que tengo un cortijo en la sierra de Cardeña, la primera propiedad que compré siendo aún muy joven, cuando volví de Cuba. En si, no es una propiedad demasiado valiosa. No cuenta con tierras de labor y el duro terreno es malo hasta para criar cabras, eso sí, la caza mayor es abundantísima. La casa no es demasiado grande, pero si construida con la sabiduría ancestral de los moros que antaño se enseñoreaban de aquellas tierras, por lo que es muy fresca en verano y caliente en los inviernos serranos, que allí son sorprendentemente rigurosos. De ese pasado remoto, aún se conserva una torre que, según la leyenda local, en tiempos ocupaba un señor terrible, odiado y temido por los lugareños y con el que no pudo ni el mismísimo Almanzor. En fin… un lugar donde pensar y descansar, además seguramente tenga que resolver algunos asuntos antiguos que parece que van a volver no tardando mucho…- Esto último lo dijo el prócer andaluz, con una sonrisa lobuna apuntando apenas bajo el bigote perfectamente recortado.

- ¡Fenomenal querido amigo! Me lo pinta usted tan bien que hasta es posible que me pase a hacerle una visita, pero… no quisiera poner en duda el buen criterio que siempre le ha caracterizado ¿No cree que para su señora y su hija de tan corta edad quizá sea un retiro un tanto incomodo, acostumbradas como están a las comodidades de esta magnífica residencia?

-En absoluto, estimadísimo director. El cortijo cuenta con todos los adelantos y comodidades modernas y el contacto con la naturaleza templa y fortalece el carácter. Ya sé que esta no es una cualidad demasiado apreciada por nuestra sociedad en el caso de las féminas, pero a mí las mujeres y las yeguas me gustan con carácter y ningún sitio mejor que los Acebuches, que es como se llama mi cortijo, para dedicar el tiempo necesario a su doma. En cuanto a su visita, no dude en venir que le estaremos esperando…- De nuevo aquella sonrisa mostrando el colmillo se perfiló en el rostro del marqués. 

Mientras tanto, bajo un copudo castaño de Indias, Margarita Marlasca y su padre el conde de Matarromera conversaban al margen del resto de invitados.

-Está todo preparado. El Embajador en Lisboa, el duque de Peñalosa, que es muy amigo mío os dará asilo en la embajada hasta que os embarquéis con rumbo a Brasil y de allí a Cuba, donde también tenemos buenos amigos. -

Margarita, consciente de la delicada situación en la que quedaba su padre, rogó al anciano caballero que los acompañara en su huida ante las graves represalias que este podía sufrir a manos de del marqués y sus influyentes amigos.

-No hija mía, yo no voy a ir a ningún sitio. Yo también tengo amigos influyentes y conozco muchos trapos sucios de mucha gente. A mí dejarán de invitarme a sus fiestas, algo que les agradezco en el alma, pero no me pondrán un dedo encima. Por mí no te preocupes. De quien te tienes que preocupar es de mi nieta y de ser tan feliz como puedas con el hombre al que amas -

Luego, a Margarita y a su padre, se les unieron el director Acuña y D. Emiliano Fuensalida y la conversación fluyó por otros derroteros más intrascendentes.

Jorge aquella noche se había retirado temprano. Quería acabar el último capítulo del serial en vista de cómo se estaban desarrollando los acontecimientos. Un encargo es un encargo y él había aceptado el de El Informador para escribir un relato por entregas sobre la vida y andanzas de Jacinto Montaleza, alias “el Malasangre”, y no era hombre de faltar a la palabra dada. Con el último capítulo enviaba una carta personal a D. Mariano Acuña agradeciéndole todos los favores prestados y disculpándose por su repentina ausencia. No quería y no debía cometer la indiscreción de hacer partícipe de sus planes al director, aunque éste era muy listo y sin duda ataría cabos al respecto de su desaparición. También escribió cartas a su madre, al padre Ángel y a Vicentín Lleó. Al día siguiente, lunes, despacharía las cartas y estas llegarían a sus correspondientes destinatarios cuando Margarita y él ya estuvieran muy lejos de la Villa y Corte camino de Portugal.



Capítulo 9 de Hijos de los Montes

25 de junio de 1894

Jorge Villafranca Vargas



¡CINCUENTA MIL PESETAS EN ORO! Casi nada… un botín como para dejar el bandolerismo, irse muy muy lejos y empezar de nuevo…

Antes de comprometer nuestra participación en aquella empresa le dijimos al Guajiro que queríamos evaluar los riesgos por nosotros mismos, así que los Juanotes y yo que por aquel entonces me había convertido de facto en uno de los jefes de la partida, viajamos a Despeñaperros a comprobar con nuestros propios ojos el plan. El trabajo era viable, se podía decir que incluso era bastante sencillo si las indicaciones del ladrón cordobés eran las correctas: Un sitio idóneo para una emboscada, saber dónde y cómo estaba lo que queríamos robar y cuantos lo custodiarían, varias vías de escape francas por donde desaparecer y tiempo suficiente para hacerlo...

A mí había algo en todo ese asunto que no me cuadraba ¿Por qué un tipo codicioso como aquel ponía a nuestro alcance una perita en dulce como aquella? ¿Por qué? Contaba con medios y hombres suficientes para hacer aquel trabajo sin tener que hacer partícipe a nadie más. Recordé a Antonio Merendón y la extraña emboscada donde perdió la vida. El asunto había quedado zanjado con la ejecución de dos cómplices del Guajiro. Los ejecutados al parecer querían desertar de las filas carlistas y aquella delación era su moneda de cambio. Los Juanotes se enfadaron mucho conmigo y me tacharon de cenizo y hasta de cobarde, pero al final aceptaron que buscásemos una alternativa de escape por si las cosas se torcían.

Mandamos una respuesta afirmativa a nuestro socio y regresamos a los Montes a prepararnos para el golpe. Seria en un mes. La experiencia militar nos había enseñado que la preparación y la anticipación eran la clave del éxito. Restringimos el contacto de los hombres con sus familias, las putas y el vino que tantas lenguas sueltas. Sólo cuando partíamos hacia Sierra Morena, los participantes tuvieron información de lo que nos disponíamos a hacer.

Era difícil que una columna de treinta hombres a caballo pasase desapercibida, Por eso nos dividimos en cuatro grupos: Uno mandado por Milreales, otro por un servidor y los otros dos por los Juanotes. Estudiamos a conciencia en los mapas el itinerario a seguir por cada uno de los grupos y elegimos como punto de reunión un lugar entre Despeñaperros y Venta de Cárdenas conocido como el Collado de los Jardines, al pie de unas peñas de granito que nos servirían de abrigada hasta la hora de actuar.

Había llovido aquella mañana de octubre y girones de niebla se desprendían del bosque como retazos de una espesa tela de araña. Descendimos hacia Venta de Cárdenas, hacia el punto de encuentro donde se habría de unir nuestra partida a los hombres del Guajiro. Don Luis venía montado en una preciosa yegua torda y a su lado galopaba un hombre joven y fornido de piel clara y rasgos extraños para mí que no había tenido hasta entonces contacto con nadie de la raza negra, excepción hecha de la ilustración de algún libro de los que leía con D. Lucio Dueñas en la que los negros eran total y absolutamente negros, no morenos como cualquier español un poco subido de tono.

El plan era desvalijar el tren en la estación, e impedir que saliera hacia la Carolina que es donde se encontraba el siguiente apeadero, para ello D. Luis y sus hombres tomarían el control de la misma y cortarían los cables del telégrafo. Yo y un par de hombres de confianza saltaríamos al tren y reduciríamos a los guardias que custodiaban el vagón correo antes de que entrase en Venta de Cárdenas. Luego los Juanotes y Milreales se harían con el resto del tren para así poder cubrir nuestra retirada con el botín hacia Aldeaquemada sin contratiempos ni imprevistos. La acción se había de desarrollar en apenas diez minutos, lo que nos dejaba un par de horas que es lo mínimo que tardaba el convoy en el trayecto entre Venta de Cárdenas y la Carolina. Según lo convenido, el reparto serían: dos partes para el guajiro y una para los Juanotes y se haría en un paraje conocido como la Cimbarra, un hondón al pie de unas peñas por las que se desplomaba una gran chorrera.

El tren avanzaba lento enfilando las primeras estribaciones de la sierra. Abordarlo esta vez iba a resultar más fácil que en Algodor. Alcanzamos el tren por la parte trasera y avanzamos hacia la locomotora por el techo de los vagones. El vagón correo era el que enganchaba justo detrás de la máquina. Tuvimos que detenernos unos instantes hasta que un par de hombres que tomaban el aire entre dos topes volvieron a meterse en el vagón. En el coche correo tenía las ventanillas cubiertas por unas rejas. Me asomé por una mientras me sujetaba por los pies un compañero al que llamábamos Matías “el Cascarilla” por tener una enfermedad en la piel que parecía que se estuviese descascarillando. En el vagón viajaba tan sólo un par de guardias civiles y un cabo que fumaba en el tope delantero con uno de los maquinistas. La puerta del vagón estaba abierta. A mi señal saltamos sobre el maquinista y el cabo. Cuando los otros guardias quisieron echar mano a las armas ya les estábamos encañonando. Cascarilla se encargó del otro maquinista hasta que llegamos a la estación.

Allí nos esperaban D. Luis el Guajiro y el resto de sus hombres que se habían hecho los dueños y vigilaban el pueblo y sus accesos para que no tuviésemos ninguna sorpresa de última hora. Juanote y los demás llegaron casi al tiempo y ocuparon con eficacia militar todos los vagones del convoy sin encontrar resistencia.

En el vagón correo nos encontrábamos: D. Luis, su asistente mulato, los dos Juanotes y mi persona. Descerrajamos a tiros el cofre que nos mostró sus entrañas doradas de dinero. Rápidamente comenzamos a llenar sacos y a cargarlos en los caballos. En unos instantes estábamos galopando hacia la Cimbarra y hacia la libertad, tanto tiempo ansiada, que nos iba a conseguir aquel enorme botín.

Nunca tanto se había conseguido tan limpiamente pensaba yo mientras galopaba algo rezagado de la cabeza, sin quitarle el ojo a los caballos que llevaban los sacos del dinero. Enfilamos un cañón que encajonaba un río. Ya nos llegaba el estruendo de la cascada de la Cimbarra, que vertía un gran caudal a causa de las últimas lluvias. Hasta entonces había sabido leer lo que sucedía en el campo con una especie de sexto sentido, pero la codicia me tenía ciego y sordo, en aquel momento, como si el tiempo se parase, un par de flores rojas surgieron del pecho de Cascarilla que cabalgaba a mí lado, luego un sonido conocido y difícil de olvidar, nos estaban disparando.

Disparos desde las peñas, disparos desde el bosque más abajo, un gran número de guardias civiles nos estaba acribillando. Muchos cayeron en las primeras descargas. Los que tuvimos la suerte de no ser alcanzados por las balas pusimos pie en tierra y nos ocultamos tras los caballos. Respondimos al fuego con fuego, pero nuestra situación era desesperada. Apenas quedábamos veinte hombres en pie de más de cuarenta y del Guajiro y los caballos con el oro ni rastro. En medio de la refriega me pareció vislumbrar como él y su asistente mulato desaparecían por el cañón que nos había conducido a esa ratonera.

No quedaba más remedio que hacer una salida desesperada y esta vez la culpa sólo era nuestra. Cambié un gesto de inteligencia con algunos bandidos y a mi señal montamos en los caballos que no habían sido heridos aún. Juanote Grande permanecía arrodillado junto a su hermano que parecía muy mal herido.

- ¡JUANOTE, TENEMOS QUE IRNOS! ¡YA! -

Levantó lentamente su gran humanidad y cogió las riendas que le tendía. Luego montó y ambos picamos espuelas cañón abajo.

Sólo logramos salir de allí ocho bandoleros, todos de nuestra partida. Algunos de los del Guajiro se habían batido junto a nosotros, abandonados a su suerte por D. Luis. Los que quedaron en el campo aquella larga mañana no tuvieron más remedio que rendirse y fueron conducidos prisioneros hasta Linares.

Por un terreno desconocido emprendimos ruta hacia el oeste tratando de alcanzar Portugal, para por el país vecino regresar a los Montes y desde allí, cuando pudiésemos, devolver el golpe. Lo malo es que la guardia civil nos pisaba los talones y lo que es aún peor, el Guajiro y sus hombres también.

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