UNA NOCHE DE VERANO
En los jardines del palacete de los marqueses de Fuensalida,
aquella noche se celebraba una cena, una despedida de los dueños de la casa que
ese año no se desplazaban con la regente a San Sebastián, como la mayoría de los
nobles.
- ¡Por Dios don Emiliano! ¡A Córdoba! ¿No había un sitio más
fresquito para pasar el verano? -
-Mire don Mariano, Fernando el Católico decía “Hay que pasar
el verano en Sevilla y el invierno en Burgos” Sepa usted que tengo un cortijo
en la sierra de Cardeña, la primera propiedad que compré siendo aún muy joven,
cuando volví de Cuba. En si, no es una propiedad demasiado valiosa. No cuenta
con tierras de labor y el duro terreno es malo hasta para criar cabras, eso sí,
la caza mayor es abundantísima. La casa no es demasiado grande, pero si
construida con la sabiduría ancestral de los moros que antaño se enseñoreaban
de aquellas tierras, por lo que es muy fresca en verano y caliente en los
inviernos serranos, que allí son sorprendentemente rigurosos. De ese pasado
remoto, aún se conserva una torre que, según la leyenda local, en tiempos
ocupaba un señor terrible, odiado y temido por los lugareños y con el que no
pudo ni el mismísimo Almanzor. En fin… un lugar donde pensar y descansar,
además seguramente tenga que resolver algunos asuntos antiguos que parece que
van a volver no tardando mucho…- Esto último lo dijo el prócer andaluz, con una
sonrisa lobuna apuntando apenas bajo el bigote perfectamente recortado.
- ¡Fenomenal querido amigo! Me lo pinta usted tan bien que
hasta es posible que me pase a hacerle una visita, pero… no quisiera poner en
duda el buen criterio que siempre le ha caracterizado ¿No cree que para su
señora y su hija de tan corta edad quizá sea un retiro un tanto incomodo,
acostumbradas como están a las comodidades de esta magnífica residencia?
-En absoluto, estimadísimo director. El cortijo cuenta con
todos los adelantos y comodidades modernas y el contacto con la naturaleza
templa y fortalece el carácter. Ya sé que esta no es una cualidad demasiado
apreciada por nuestra sociedad en el caso de las féminas, pero a mí las mujeres
y las yeguas me gustan con carácter y ningún sitio mejor que los Acebuches, que
es como se llama mi cortijo, para dedicar el tiempo necesario a su doma. En
cuanto a su visita, no dude en venir que le estaremos esperando…- De nuevo
aquella sonrisa mostrando el colmillo se perfiló en el rostro del marqués.
Mientras tanto, bajo un copudo castaño de Indias, Margarita
Marlasca y su padre el conde de Matarromera conversaban al margen del resto de
invitados.
-Está todo preparado. El Embajador en Lisboa, el duque de
Peñalosa, que es muy amigo mío os dará asilo en la embajada hasta que os
embarquéis con rumbo a Brasil y de allí a Cuba, donde también tenemos buenos
amigos. -
Margarita, consciente de la delicada situación en la que
quedaba su padre, rogó al anciano caballero que los acompañara en su huida ante
las graves represalias que este podía sufrir a manos de del marqués y sus
influyentes amigos.
-No hija mía, yo no voy a ir a ningún sitio. Yo también
tengo amigos influyentes y conozco muchos trapos sucios de mucha gente. A mí
dejarán de invitarme a sus fiestas, algo que les agradezco en el alma, pero no
me pondrán un dedo encima. Por mí no te preocupes. De quien te tienes que preocupar
es de mi nieta y de ser tan feliz como puedas con el hombre al que amas -
Luego, a Margarita y a su padre, se les unieron el director
Acuña y D. Emiliano Fuensalida y la conversación fluyó por otros derroteros más
intrascendentes.
Jorge aquella noche se había retirado temprano. Quería
acabar el último capítulo del serial en vista de cómo se estaban desarrollando
los acontecimientos. Un encargo es un encargo y él había aceptado el de El
Informador para escribir un relato por entregas sobre la vida y andanzas de
Jacinto Montaleza, alias “el Malasangre”, y no era hombre de faltar a la
palabra dada. Con el último capítulo enviaba una carta personal a D. Mariano
Acuña agradeciéndole todos los favores prestados y disculpándose por su
repentina ausencia. No quería y no debía cometer la indiscreción de hacer
partícipe de sus planes al director, aunque éste era muy listo y sin duda
ataría cabos al respecto de su desaparición. También escribió cartas a su
madre, al padre Ángel y a Vicentín Lleó. Al día siguiente, lunes, despacharía
las cartas y estas llegarían a sus correspondientes destinatarios cuando
Margarita y él ya estuvieran muy lejos de la Villa y Corte camino de Portugal.
Capítulo 9 de Hijos de los Montes
25 de junio de 1894
Jorge Villafranca Vargas
¡CINCUENTA MIL PESETAS EN ORO! Casi nada… un botín como para
dejar el bandolerismo, irse muy muy lejos y empezar de nuevo…
Antes de comprometer nuestra participación en aquella
empresa le dijimos al Guajiro que queríamos evaluar los riesgos por nosotros
mismos, así que los Juanotes y yo que por aquel entonces me había convertido de
facto en uno de los jefes de la partida, viajamos a Despeñaperros a comprobar
con nuestros propios ojos el plan. El trabajo era viable, se podía decir que
incluso era bastante sencillo si las indicaciones del ladrón cordobés eran las
correctas: Un sitio idóneo para una emboscada, saber dónde y cómo estaba lo que
queríamos robar y cuantos lo custodiarían, varias vías de escape francas por
donde desaparecer y tiempo suficiente para hacerlo...
A mí había algo en todo ese asunto que no me cuadraba ¿Por
qué un tipo codicioso como aquel ponía a nuestro alcance una perita en dulce
como aquella? ¿Por qué? Contaba con medios y hombres suficientes para hacer
aquel trabajo sin tener que hacer partícipe a nadie más. Recordé a Antonio
Merendón y la extraña emboscada donde perdió la vida. El asunto había quedado
zanjado con la ejecución de dos cómplices del Guajiro. Los ejecutados al
parecer querían desertar de las filas carlistas y aquella delación era su
moneda de cambio. Los Juanotes se enfadaron mucho conmigo y me tacharon de
cenizo y hasta de cobarde, pero al final aceptaron que buscásemos una
alternativa de escape por si las cosas se torcían.
Mandamos una respuesta afirmativa a nuestro socio y regresamos
a los Montes a prepararnos para el golpe. Seria en un mes. La experiencia
militar nos había enseñado que la preparación y la anticipación eran la clave
del éxito. Restringimos el contacto de los hombres con sus familias, las putas
y el vino que tantas lenguas sueltas. Sólo cuando partíamos hacia Sierra
Morena, los participantes tuvieron información de lo que nos disponíamos a
hacer.
Era difícil que una columna de treinta hombres a caballo
pasase desapercibida, Por eso nos dividimos en cuatro grupos: Uno mandado por
Milreales, otro por un servidor y los otros dos por los Juanotes. Estudiamos a
conciencia en los mapas el itinerario a seguir por cada uno de los grupos y
elegimos como punto de reunión un lugar entre Despeñaperros y Venta de Cárdenas
conocido como el Collado de los Jardines, al pie de unas peñas de granito que
nos servirían de abrigada hasta la hora de actuar.
Había llovido aquella mañana de octubre y girones de niebla
se desprendían del bosque como retazos de una espesa tela de araña. Descendimos
hacia Venta de Cárdenas, hacia el punto de encuentro donde se habría de unir
nuestra partida a los hombres del Guajiro. Don Luis venía montado en una
preciosa yegua torda y a su lado galopaba un hombre joven y fornido de piel
clara y rasgos extraños para mí que no había tenido hasta entonces contacto con
nadie de la raza negra, excepción hecha de la ilustración de algún libro de los
que leía con D. Lucio Dueñas en la que los negros eran total y absolutamente
negros, no morenos como cualquier español un poco subido de tono.
El plan era desvalijar el tren en la estación, e impedir que
saliera hacia la Carolina que es donde se encontraba el siguiente apeadero,
para ello D. Luis y sus hombres tomarían el control de la misma y cortarían los
cables del telégrafo. Yo y un par de hombres de confianza saltaríamos al tren y
reduciríamos a los guardias que custodiaban el vagón correo antes de que
entrase en Venta de Cárdenas. Luego los Juanotes y Milreales se harían con el
resto del tren para así poder cubrir nuestra retirada con el botín hacia
Aldeaquemada sin contratiempos ni imprevistos. La acción se había de
desarrollar en apenas diez minutos, lo que nos dejaba un par de horas que es lo
mínimo que tardaba el convoy en el trayecto entre Venta de Cárdenas y la
Carolina. Según lo convenido, el reparto serían: dos partes para el guajiro y una
para los Juanotes y se haría en un paraje conocido como la Cimbarra, un hondón
al pie de unas peñas por las que se desplomaba una gran chorrera.
El tren avanzaba lento enfilando las primeras estribaciones
de la sierra. Abordarlo esta vez iba a resultar más fácil que en Algodor.
Alcanzamos el tren por la parte trasera y avanzamos hacia la locomotora por el
techo de los vagones. El vagón correo era el que enganchaba justo detrás de la
máquina. Tuvimos que detenernos unos instantes hasta que un par de hombres que
tomaban el aire entre dos topes volvieron a meterse en el vagón. En el coche
correo tenía las ventanillas cubiertas por unas rejas. Me asomé por una
mientras me sujetaba por los pies un compañero al que llamábamos Matías “el
Cascarilla” por tener una enfermedad en la piel que parecía que se estuviese
descascarillando. En el vagón viajaba tan sólo un par de guardias civiles y un
cabo que fumaba en el tope delantero con uno de los maquinistas. La puerta del
vagón estaba abierta. A mi señal saltamos sobre el maquinista y el cabo. Cuando
los otros guardias quisieron echar mano a las armas ya les estábamos
encañonando. Cascarilla se encargó del otro maquinista hasta que llegamos a la
estación.
Allí nos esperaban D. Luis el Guajiro y el resto de sus
hombres que se habían hecho los dueños y vigilaban el pueblo y sus accesos para
que no tuviésemos ninguna sorpresa de última hora. Juanote y los demás llegaron
casi al tiempo y ocuparon con eficacia militar todos los vagones del convoy sin
encontrar resistencia.
En el vagón correo nos encontrábamos: D. Luis, su asistente
mulato, los dos Juanotes y mi persona. Descerrajamos a tiros el cofre que nos
mostró sus entrañas doradas de dinero. Rápidamente comenzamos a llenar sacos y
a cargarlos en los caballos. En unos instantes estábamos galopando hacia la Cimbarra y hacia la libertad, tanto tiempo ansiada, que nos iba a conseguir
aquel enorme botín.
Nunca tanto se había conseguido tan limpiamente pensaba yo
mientras galopaba algo rezagado de la cabeza, sin quitarle el ojo a los
caballos que llevaban los sacos del dinero. Enfilamos un cañón que encajonaba
un río. Ya nos llegaba el estruendo de la cascada de la Cimbarra, que vertía un
gran caudal a causa de las últimas lluvias. Hasta entonces había sabido leer lo
que sucedía en el campo con una especie de sexto sentido, pero la codicia me
tenía ciego y sordo, en aquel momento, como si el tiempo se parase, un par de flores
rojas surgieron del pecho de Cascarilla que cabalgaba a mí lado, luego un
sonido conocido y difícil de olvidar, nos estaban disparando.
Disparos desde las peñas, disparos desde el bosque más
abajo, un gran número de guardias civiles nos estaba acribillando. Muchos
cayeron en las primeras descargas. Los que tuvimos la suerte de no ser
alcanzados por las balas pusimos pie en tierra y nos ocultamos tras los
caballos. Respondimos al fuego con fuego, pero nuestra situación era
desesperada. Apenas quedábamos veinte hombres en pie de más de cuarenta y del
Guajiro y los caballos con el oro ni rastro. En medio de la refriega me pareció
vislumbrar como él y su asistente mulato desaparecían por el cañón que nos
había conducido a esa ratonera.
No quedaba más remedio que hacer una salida desesperada y
esta vez la culpa sólo era nuestra. Cambié un gesto de inteligencia con algunos
bandidos y a mi señal montamos en los caballos que no habían sido heridos aún.
Juanote Grande permanecía arrodillado junto a su hermano que parecía muy mal
herido.
- ¡JUANOTE, TENEMOS QUE IRNOS! ¡YA! -
Levantó lentamente su gran humanidad y cogió las riendas que
le tendía. Luego montó y ambos picamos espuelas cañón abajo.
Sólo logramos salir de allí ocho bandoleros, todos de
nuestra partida. Algunos de los del Guajiro se habían batido junto a nosotros,
abandonados a su suerte por D. Luis. Los que quedaron en el campo aquella larga
mañana no tuvieron más remedio que rendirse y fueron conducidos prisioneros
hasta Linares.
Por un terreno desconocido emprendimos ruta hacia el oeste
tratando de alcanzar Portugal, para por el país vecino regresar a los Montes y
desde allí, cuando pudiésemos, devolver el golpe. Lo malo es que la guardia
civil nos pisaba los talones y lo que es aún peor, el Guajiro y sus hombres
también.
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