LIBRO I
LA GUERRA CHICA.
LA PROPUESTA
Madrid septiembre de 1893
-¿Ya te vas? ¿No puedes quedarte conmigo el resto de la
tarde?
De esta manera, estirándose entre las sábanas aún calientes,
se dirigió Jorge Villafranca a la mujer que se subía las medias, sentada en el
borde de la cama.
-No mi amor, ya sabes que es imposible…
Margarita Marlasca
era una mujer de gran belleza, belleza cálida en esos momentos de
“deshabillé” y una beldad fría, loada a
la vez que envidiada en los principales salones de aquel Madrid de finales del
siglo XIX.
-Ya sabes tú que nada me gustaría más que quedarme contigo
pero Emiliano vuelve de Córdoba esta misma noche y tengo que estar en casa para
recibirle. Ayúdame a abrocharme el corpiño-
Margarita era la mujer de D. Emiliano Fuensalida, diputado a
cortes por la provincia de Córdoba y una de las mayores fortunas de aquella
España de la regencia. Una fortuna que según se decía en los mentideros de la
villa y corte tenía como origen el contrabando de armas y el tráfico de
personas hacia Cuba, la isla donde aquel dudoso prócer había residido en su
juventud.
Jorge Villafranca aún no había cumplido los veinticinco
años. Procedente de un pueblo de la provincia de Toledo distante unas cuatro
leguas de la ciudad imperial, había estudiado periodismo en la capital gracias
a una beca concedida por los jesuitas. Se había mantenido con lo poco que le
enviaba su familia y tomando trabajos tan variopintos como: escritor de cartas
en un pequeño puesto del rastro o llevando los libros de cuentas de varios
negocios de mala muerte, hasta que gracias a la recomendación del cura de su
pueblo había entrado a trabajar como meritorio en el Informador, uno de los
principales periódicos de Madrid y por extensión de todo el país. Con tesón
había conseguido el puesto de reportero con un sueldo fijo de diez pesetas a la
semana más incentivos por cada artículo que escribiera. Desde luego no podía
decirse que ganara una fortuna, pero al menos le llegaba para 3 comidas al día
y una habitación en una casa de huéspedes de la recoleta calle del Almendro, un
sitio tranquilo situado entre la Cava Alta y la Cava Baja, donde podía escribir
y estaba cerca de casi todo.
¿Hacia dónde le conducía aquella relación con una mujer
mayor que él y además casada? Sólo sabía que por primera vez en su vida, estaba
profunda y definitivamente enamorado de Margarita Marlasca. Un cálido beso le
saco de su ensimismamiento.
-¡Adiós mi amor! El coche me está esperando en la esquina.
Te mandaré un billete con mi doncella la próxima vez que pueda escaparme ¡Te
quiero!-
Dejando un leve aleteo de faldas y un sutil perfume,
Margarita Marlasca abandonó la habitación del meublé donde habitualmente se
veían. Jorge Villafranca se quedó un momento en blanco, se levantó y vertió agua en una palangana, se
aseó y luego se vistió despacio y salió a la calle.
Caminó hasta las huertas del río y siguió el menguado cauce
hasta el puente de Santa María de la Cabeza. Por la carretera de Toledo, una
hilera de carretas se dirigía al mercado para abastecer al día siguiente a la
villa y corte. Las campanas de una lejana iglesia señalaron las seis de la
tarde. A las siete había quedado con su jefe D. Mariano Acuña en la redacción
del Informador y antes tenía que pasar por casa a recoger el manuscrito de su
último artículo. Apuró el paso y enseguida se plantó en la puerta de Toledo. Ya
en la calle del Almendro, subió las escaleras de dos en dos hasta su cuarto.
Por el camino se cruzó con Doña Virtudes y su hija Juanita, una moza descarada
de unos dieciséis años que frecuentemente se hacía la encontradiza con Jorge
por cualquier rincón de la casa. Doña Virtudes informó a su huésped que se
dirigía a escuchar misa a la cercana Colegiata de San Isidoro y que como todos
los días se cenaba a las ocho, potaje de vigilia como era preceptivo los
viernes por la noche. En realidad el potaje de Doña Virtudes eran unos pocos
garbanzos apolillados huérfanos de bacalao, con algo de verdura mustia, un
huevo duro troceadito muy fino para la cazuela de la que tenían que comer todos
los huéspedes y finalmente unos barquitos de pan frito que navegaban tristes en
aquel mar de desolación. Sin muchas ganas de volver para la cena, Jorge se
dirigió a su cuarto, cogió los papeles y salió en dirección a la redacción del
periódico.
El Informador tenía sus oficinas en la calle del Barquillo,
en un edificio nuevo construido sobre el solar que antiguamente ocupaba un
pequeño convento expropiado durante la desamortización de Mendizábal. Jorge
repartió algunos saludos que fueron contestados con gruñidos más o menos
entusiastas desde las mesas junto a las que pasaba el reportero. De un despacho
que había al fondo del tercer piso salía soltando todo tipo de improperios a
voz en grito, un individuo mugriento en mangas de camisa. Jorge dio las buenas
tardes desde la puerta y entró en el despacho. Tras una mesa atestada de
papeles, un señor moreno con exuberantes bigotes y patillas echaba humo como la
locomotora de un tren desde el largo cigarro puro que fumaba.
-PASE PASE
VILLAFRANCA. NO SE QUEDE EN LA PUERTA COMO UN PASMAROTE- Dijo D. Mariano
Acuña a grandes voces.
Los españoles somos un pueblo propenso a hablar alto, pero
la comunicación entre personas en las oficinas del Informador casi
exclusivamente se producía a voces o mediante una extensa gama de gruñidos que
iban desde los placenteros o de aprobación, a los de ira o lamento.
-D. Mariano: Buenas
tardes. Le traigo el artículo que me encargó sobre la cuestación benéfica en el
palacio del duque de Alcañices.-
Lo que Jorge Villafranca no estaba contando a su jefe, es
que la información para escribir ese artículo la había obtenido de su amante
Margarita Marlasca en la habitación donde habitualmente se veían.
El director leyó el artículo emitiendo una serie de gruñidos
indescifrables, al menos para el reportero que llevaba poco tiempo trabajando
en el periódico. Luego en su tono de voz habitual dijo:
BUENO POLLO, EL TEMA TAMPOCO DABA PARA MUCHO MÁS. POR
CIERTO… MAGNIFICOS APUNTES SOBRE EL VESTUARIO DE LAS DAMAS. PARECE COMO SI
HUBIERA PRESENCIADO EL EVENTO EN PERSONA.
-Bueno… gracias.
Obtuve la información del servicio- Dijo Jorge con una beatífica sonrisa
de farsante.
-GRRRRR- Gruñó Mariano Acuña clavando una mirada incisiva en
el rostro de Jorge Villafranca
Con muy buen criterio Jorge decidió dejar de dar una
información que nadie le había pedido, concluyendo que el silencio es mejor
aliado de la discreción que la mentira.
-ESTÁ USTED AUN UN POCO VERDE, PERO ME GUSTA SU ESTILO:
CERTERO, CONCISO, AUNQUE PARA NADA CARENTE DE ELEGANCIA. CREO QUE HA LLEGADO LA
HORA DE ENCOMENDARLE ALGÚN ASUNTO DE MÁS ENJUNDIA ¿QUÉ TAL SI SE LO CUENTO
MIENTRAS CENAMOS ALGO?-
Jorge estaba encantado. El director Acuña no era hombre que
se prodigara habitualmente en halagos con nadie y además la perspectiva de evitarse
el potaje de Doña Virtudes le sonaba a música celestial.
Don Mariano mediante algunas voces y gruñidos ininteligibles
hizo que le trajeran su sombrero y su bastón y ambos hombres se dirigieron a la
calle. Una vez allí, el director Acuña adoptó un tono quedo, casi confidencial.
Se dirigieron a una taberna cercana a la Puerta del Sol, Casa Labra un
establecimiento que había adquirido merecida fama por su bacalao rebozado y que
unos años atrás había sido testigo del nacimiento de un nuevo partido político,
el Partido Socialista Obrero Español, del que según se comentaba en los
mentideros de la villa y corte, iba a dar mucho que hablar en los años
venideros.
-Por cierto, D Mariano ¿Por qué estaba Luis Peláez el
tipógrafo tan enfadado con usted?-
-Parece ser que esta noche, Pablo Iglesias da una
conferencia en las oficinas de el Socialista y claro… el bueno de Peláez como
tipógrafo (Pablo Iglesias el fundador del PSOE había sido tipógrafo) y como
afiliado al partido, quiere asistir e insiste en que las planchas para la
impresión las puede preparar Gómez, pero Gómez es un borrachín poco fiable y yo
como director de un periódico serio, de un negocio al fin y al cabo, no puedo
jugármela.-
Jorge conocía a ambos tipógrafos y ambos eran unos borrachos
impenitentes, pero a pesar de eso, también ambos eran unos buenos profesionales
que cumplían a diario con su trabajo en la sección de imprenta del periódico.
Tampoco existía una animadversión personal entre el director y el tipógrafo,
pero como Mariano Acuña le confesó en el transcurso de la cena a Jorge, era de dominio público que
todos los actos relacionados con el Partido Socialista eran vigilados por
agentes del ministerio de gobernación. No en vano los seguidores de Pablo Iglesias,
aunque eran un partido legal según las leyes de libertad de partidos que había
aprobado el gobierno Sagasta, no habían renunciado a acceder al poder mediante
una revolución proletaria.
-El asunto es el siguiente- Dijo el director del Informador
–Nuestra sección de historias por entregas está de capa caída. Hace poco le he
comunicado mis inquietudes al respecto a Pepito Martínez, nuestro colaborador
en Andalucía y me ha dado una idea cojonuda: ¡Una historia de bandoleros!-
Si había un tema manido desde los inicios de la prensa
española, ese era el bandolerismo. Aún a las puertas del siglo XX, era una
plaga endémica del campo español y creaba serios problemas en zonas remotas y
depauperadas. A pesar de lo avanzado de la centuria, los factores que generaban
este fenómeno seguían aún muy presentes. ¿Cómo podía vivir una familia
jornalera ganando sus miembros adultos menos de una peseta al día? ¡Y eso en
época de cosecha! Si a esto le añadimos
un estado de guerra civil siempre latente durante todo el siglo XIX, tenemos un
caldo de cultivo perfecto para que muchos de estos desalmados y/o desesperados,
campasen a sus anchas por montes y campiñas con el miedo o la aquiescencia de
una población que sentía los mismos problemas.
-Ya se lo que está pensando pollo: “otra novela por entregas
de bandoleros” como si no se hubieran escrito ya bastantes… pero en este caso
la historia es realmente buena- El director se repanchingó en la silla, dio una
larga calada a su cigarro puro y comenzó a referir su relato.
-Cuando acabó la
Tercera Guerra Carlista en febrero del setenta y seis, el país aún estaba lejos
de pacificarse. En la zona de los Montes de Toledo fue muy activa una partida
conocida como la de los Juanotes, formada antiguos delincuentes comunes a los
que el carlismo había prometido reinsertar en la sociedad a cambio de luchar
por su causa. El resultado de la guerra ya sabemos cuál fue. A los oficiales
carlistas se les ofreció incorporarse al ejército regular con su rango, pero el
resto de la partida volvía al estatus anterior a la guerra. Volvían a ser
proscritos, ahora con formación militar, buenas armas y buenos caballos, así
que los Juanotes siguieron haciendo lo único que sabían hacer.
La partida operó después de la guerra un par de años en los
Montes con bastante éxito, hasta que
decidieron ampliar su teatro de operaciones. Unidos a otros bandoleros de la
zona de Sierra Morena planearon un gran golpe, asaltar en Venta de Cárdenas un
tren correo que llevaba fondos a Sevilla para pagar la nómina de los
funcionarios de la provincia ¡Cincuenta mil pesetas nada menos! El caso es que
alguien dio el chivatazo a la guardia civil y les estaban esperando. Fue un
auténtico baño de sangre. Casi todos los bandoleros perecieron en aquella
acción y los que no lo hicieron fueron capturados más tarde y ahorcados en la
cárcel. Solamente escaparon el Juanote y Jacinto Montaleza, conocido como “el
Mala Sangre” Los dos supervivientes lograron huir con el tesoro, un tesoro que
hasta la fecha no se ha conseguido recuperar-
-¿Cómo detuvieron a
Juanote y a Mala Sangre?- Dijo Jorge cada vez más picado por la historia.
-Ambos bandidos se establecieron en Lisboa donde se
dedicaron a comerciar en vinos, con bastante éxito al parecer, pero el Juanote,
a pesar de lo bandido, era un individuo familiar y mantuvo correspondencia frecuente
con sus parientes a los cuales tenían vigilados. Los gendarmes portugueses los
detuvieron y el gobierno pidió la extradición de los dos criminales; Portugal
la concedió, pero con la condición de que no fuesen ejecutados. Juanote murió
hace años en un presidio del Norte de África, pero Mala Sangre sigue vivo, preso
en Melilla y al parecer quiere contar su versión de los hechos.-
El relato de Don Mariano había conseguido excitar la ya de
por si excitable imaginación del joven reportero. Según le informó el director,
había que viajar primero a Sevilla para entrevistarse con Martínez y poder
consultar el expediente de Jacinto Montaleza, alias Mala Sangre y luego viajar
hasta la ciudad norteafricana para entrevistar en persona al bandolero. El
trabajo estaba muy bien pagado y daba a Jorge la oportunidad de emprender un
viaje, algo muy poco frecuente en aquella época. Solamente había una pega: No
vería a Margarita en al menos dos meses.
Jorge Villafranca pidió un par de días para contestar a su
jefe y luego le acompañó hasta la Puerta del Sol donde el director cogió un
coche de punto para volver a su residencia en el barrio de Salamanca.
A mediados de Septiembre el tiempo había refrescado un poco
y era un auténtico placer pasear por las calles a esas horas de la noche. Subió
un tramo por la calle del Arenal. En el teatro Eslava, la gente salía de ver la
representación de la última zarzuela de Vicente Lleó, un excelente músico
valenciano, un cachondo mental y muy amigo de Jorge. Recientemente, Lleó había
asumido la gerencia del Eslava. En este caso “asumir la gerencia” era gestionar
los egos de una panda de bohemios impenitentes y andar en el filo de la navaja
entre el sablazo y el éxito económico. Además, Vicente Lleó había intentado
crear un periódico en el que Jorge
escribió varios artículos sin ver un solo real. Lejos de estar resentido, Jorge sentía una franca simpatía y una confianza
ilimitada en el talento del polifacético valenciano, algo que en lo que el
futuro le daría la razón.
Se saludaron afectuosamente. Jorge se juntó a la alegre
comitiva que habitualmente acompañaba al empresario. Varios artistas de la
compañía de zarzuela, algún que otro señorito calavera y algunas fulanas de
poco lustre. Rosario Yanguas, “la Bella Charito” vicetiple de la compañía,
comunicó a los presentes que en un rato actuaba en un café cantante cerca de
la calle de Segovia El susodicho café
cantante, en realidad era un local de tapadillo montado en un viejo galpón de
la vega del Manzanares. Allí acudían aristócratas, políticos, jaques y
suripantas de todo pelaje. El garito en cuestión se llamaba Café Versalles, un
nombre grandilocuente que casi nadie usaba. La gente del Foro conocía aquel
local por “la Casa de la Flaca” en honor a su propietaria, una daifa talluda
pero aún de buen ver, que afirmaba haber sido en sus tiempos “el verdadero amor
del emperador Napoleón III”
El grupo ocupó una mesa al fondo del local. El tinto de
Navalcarnero se dejaba beber bien y el clarete de Colmenar de Oreja tampoco
entraba mal. La noche se fue calentando. La Bella Charito salió al escenario
cubierta tan solo por un mantón de Manila junto con un individuo cojo con cara
de hambre atrasada que se sentó al piano. La vicetiple interpretó varios cuplés
picantes y otros satíricos en los que se ridiculizaba el comportamiento de
conocidos políticos y personajes públicos, principalmente del sector más
conservador de la sociedad española. Musicalmente el espectáculo era bastante
bueno, no en vano los arreglos musicales eran en su mayoría de Vicente Lleó. La
Bella Charito era una cantante excelente y el pianista un auténtico virtuoso,
pese al patetismo de su aspecto, sin embargo el público asistente al local
estaba más atento a las generosas redondeces de la Charito que a la calidad
musical de la actuación. Un par de individuos de mala catadura vigilaban con
garrotes junto al tabladillo para que nadie se propasase con los artistas, y a
la más mínima no dudaban en sacar a palos a la calle a cualquiera que
infringiese las normas ¡Casa la Flaca era un establecimiento respetable!
Tras la cena con su jefe y las frascas vaciadas por el grupo
en casa a Flaca, Jorge Villafranca algo achispado, sintió ganas de orinar
necesidad en la que fue secundado por el compositor valenciano que afirmaba
poeta que “picha española no mea sola”
Al tiempo que salían los dos amigos a la calle un par de
carruajes elegantes paraban en la entrada del local. Jorge y Vicente se
quedaron cerca para ver quien salía de aquellos magníficos vehículos. Cuatro
varones tocados con brillantes sombreros de copa descendieron de los mismos
acompañados de otras tantas bellas señoritas. Entre los encopetados caballeros,
Jorge Villafranca pudo distinguir: al joven Conde de Romanones, otro par de
conocidos diputados a cortes y nada menos que al marido de su amante, D.
Emiliano Fuensalida. Por supuesto, las mujeres que les acompañaban no eran sus
legítimas, si no las queridas de turno de aquellos plutócratas.
-¡Joder Jorgito! Acaba de entrar en el tugurio más de la
mitad del dinero del reino- Dijo Lleó tan asombrado como su amigo por lo que
acababan de presenciar.
Acabaron lo que habían salido a hacer, pero Jorge no tenía cuerpo para seguir de
francachela con la presencia en la Flaca de su rival entre los brazos de
Margarita.
-Bueno Vicente, yo me voy a ir que estoy un poco mareado y
mañana tengo trabajo- dijo Jorge de manera poco creíble, sin dejarse convencer
por las buenas razones aducidas por su amigo
sobre que “venía la parte más tronchante de la actuación y que no se
podía perder la cara de esos potentados cuando oyeran las letras de los
cuplés”.
Se despidieron con un abrazo y Jorge se dirigió con un
ligero tambaleo hacia las luces de gas cercanas al Palacio de Oriente desoyendo
los requerimientos de un grupo de ajadas putas que trataban de ganarse unas
perras en cualquier rincón oscuro.
A la mañana siguiente, Jorge Villafranca tenía una resaca de
espanto. Tomo un vaso de agua y se aseó
para bajar a desayunar.
En aquella casa de huéspedes el café era un artículo
desconocido. En su lugar se servía malta con achicoria y por todo
acompañamiento: un mendrugo de pan duro con aceite de oliva escanciado con
tacañería hebraica. El periodista consumió circunspecto su magro tentempié y se
retiró a la habitación a despachar unas cartas y a acabar una reseña de tres
reales sobre una reyerta tabernaria en Lavapiés. No había tomado aun una decisión sobre el viaje a Melilla, pero
la verdad es que su jefe había conseguido encandilarle con la historia. En
cualquier caso, antes de darle el sí a Don Mariano quería hablar del tema con
su amada Margarita.
Escribió cartas para su madre y Don Felipe, cura párroco de
su pueblo y su antiguo valedor sin comentarles la posibilidad del viaje. Si
finalmente se decidía, quería contárselo en persona. Luego acabó el artículo.
También escribió un billete con intención de entregárselo a Nuria, la doncella
de Margarita Marlasca.
Salió a la calle y se caló el sombrero. El sol de septiembre
picaba con Intensidad esa mañana haciendo crecer altas nubes hacia el Monte del
Pardo. Primero encaminó sus pasos hacia la calle del Barquillo a dejar el
artículo en el periódico y luego tenía pensado dejarse caer por el Paseo de
Recoletos para entregarle la nota a la doncella.
A su llegada al Informador emitió y recibió los gruñidos de
rigor a modo de salutación mientras se dirigía al despacho del director.
-Buenos días Don
Mariano ¿Da usted su permiso?-
-ADELANTE ADELANTE VILLAFRANCA, A VER QUE NOS HA TRAIDO
USTED…-
Jorge extendió el manuscrito a su director y dio un paso
atrás. Mariano Acuña se caló unas gruesas gafas de concha y procedió a la
lectura del artículo.
-UUUHM, GRRRRR, UUM, UHM,
GRR, GRUHMMM…
-NO ESTÁ MAL POLLO, PERO HAY QUE DARLE OTRA VUELTECITA… LAS
LESIONES DE LOS ALBAÑILES DE LA PELEA DAN PARA ALGO MÁS…-
Jorge no estaba para muchos ruidos. Gruñó quedamente con
fastidio y como no tenía mesa en el periódico se hizo hueco en una repleta de
papeles y reescribió el artículo. Después se lo entregó a su jefe que gruñó con
poco convencimiento mientras lo leía. En estas estaba el bigotudo director,
cuando entró en su despacho el tipógrafo gruñendo y soltando improperios sobre
la “BASURA DE LETRA” de un manuscrito que blandía a modo de arma arrojadiza.
Algunos periódicos contaban con máquinas
de escribir mecánicas para todos los redactores, pero D. Mariano era de la
vieja escuela, al menos eso decía él. La opinión generalizada en el periódico,
era que no compraba aquellos caros ingenios por pura tacañería. Con Jorge no
existía ese problema, ya que tenía una caligrafía elegante y esmerada.
El bigotudo director se enzarzó con el subalterno en un
duelo de gruñidos e improperios. Jorge Villafranca aprovechó la situación para
darse el piro. Salió a la calle y el ambiente era bochornoso. El sol picaba de
lo lindo y en la lejana sierra se levantaban densas y amenazadoras nubes de
tormenta. Buscó la sombra y se dirigió al paseo de Recoletos con intención de darle el billete
que había escrito a la doncella de Margarita.
En el palacete del marqués de Fuensalida (El difunto rey
Alfonso XII había otorgado numerosos títulos de nobleza a gente cuyo principal
mérito era haberle apoyado con grandes sumas de dinero, sin indagar demasiado
en el origen de las mismas) Jorge era conocido entre el servicio como
pretendiente de Nuria, la doncella personal de Margarita Marlasca. Nuria era la
única además de los dos amantes que estaba en el secreto de aquel amor. La gran
amistad entre doncella y señora, hacía que la primera se prestase a aquella
farsa. El reportero llamó a la puerta de servicio y pidió ver un instante a
Nuria la doncella “si podía ser” le atendió la cocinera, una mujer mayor de
carácter romántico que avisó a la doncella no sin antes advertirle de la
presencia en la casa de Carlos Bayón, el mulato asistente personal del marqués.
Bayón, según sabía Jorge, era un tipo peligroso y las malas lenguas le
atribuían una relación mucho más cercana a Don Emiliano que la de un mero
asistente. Se decía que era el hijo que el antaño esclavista había tenido con
una mulata de su propiedad. En cualquier caso, las visitas de Jorge al palacio
siempre eran breves. La entrevista duró unos instantes, siempre ante la
presencia de la cocinera que actuaba como una moderna Celestina, vigilando a la
vez la moralidad de los supuestos enamorados y que no apareciese de improviso
el asistente del marqués. Al despedirse, Jorge Villafranca deslizó el billete
en la mano de Nuria y se despidió con un gesto de la cocinera que soñadora se
imaginaba a si misma estrechada entre los brazos de un galán joven y fuerte.
La comida ese día en la casa de huéspedes consistía en un
estofado huérfano de carne. Unos pocos huesos pelados ponían en la superficie
del guiso la ilusión irisada de algo más alimenticio que aquel aguachirle.
Jorge echo unos mendrugos de pan duros como adoquines y cuando se ablandaron
los partió con la cuchara y los comió
con resignación monástica.
Los huéspedes de la casa de Doña Virtudes eran todos gente
modesta: Albañiles de paso en la ciudad construyendo palacios y casas para la
burguesía en Argüelles o el barrio de Salamanca, estudiantes pobres, algún
ocasional viajante de comercio y Don Marcelino, un viejo maestro de escuela
viudo que ocupaba un cuarto sin ventilación atestado de libros. Don Marcelino era un hombre cultísimo y
políglota, también era pobre como una rata pero muy celebrado en los ambientes
intelectuales de la capital. De su mano jorge había conocido a Valle Inclán,
Baroja, Azorín o había asistido a discusiones filosóficas entre el anciano
caballero y el mismísimo Don José Ortega y Gasset. Aquel Madrid intelectual del
final del siglo XX, era un faro en el oscuro panorama patrio de ignorancia e
injusticia.
Dentro de la modesta casa de la calle del Almendro, el
periodista era un privilegiado. Tenía una habitación grande con una ventana
abierta sobre los rojos tejados del Madrid de los Austrias. También recibía
periódicamente algún paquete con viandas enviadas por su madre y traídas a
Madrid por algún vecino del pueblo. Jorge compartía estos paquetes con Don
Marcelino, al igual que este compartía con el joven su magnífica biblioteca.
Tras la comida, Jorge se retiró a su cuarto a echar la
siesta, más por el calor que por una digestión pesada. Cuando despertó las campanas de San Isidoro competían con los
truenos que las negras nubes acercaban desde el Pardo. Se calzó, se puso la
chaqueta y el sombrero y salió en
dirección del lugar convenido con Nuria la doncella, para recibir la respuesta
de su amada. El sitio en cuestión era una pequeña taberna cercana a la Puerta
de Alcalá. El periodista llegó justo cuando empezaba a llover. Nuria la
doncella no tuvo tanta suerte y tapada solamente con su chal llegó empapada al
cafetín. Jorge caballeroso, invitó a la moza a una taza de chocolate y para si
mismo pidió una copita de aguardiente de la que apenas tomó unos sorbos.
En la nota que él había dirigido a Margarita esa mañana le
hablaba de la propuesta de Emiliano Acuña para viajar a Melilla y pedía su
aprobación para emprender aquel viaje. La respuesta era afirmativa, al fin y al
cabo comenzaba el periodo de sesiones parlamentarias y su marido tenía que
permanecer en la villa y corte al menos hasta las navidades, por lo que los
amantes iban a tener poquísimas oportunidades de verse antes de la partida del
marques a sus propiedades en Andalucía. No obstante le rogaba mantener una
última cita ya que tenía que comunicarle un asunto de capital importancia para
el futuro de su relación.
Jorge intentó sonsacar a la doncella sobre aquel importante
asunto, pero Nuria era una tumba.
Escribió una breve nota para su amada y acompañó a la confidente de aquel amor
secreto hasta la esquina del paseo de Recoletos. La verdad es que Nuria era una
chica muy bonita y ambos jóvenes hacían una buena pareja a los ojos de
cualquier observador. Pero el corazón de Jorge Villafranca solamente tenía una
dueña. Nuria, siguiendo las instrucciones de su señora, conminó al periodista a
que esperase respuesta en forma de billete depositado en el hueco de una gruesa
encina del paseo de coches del Retiro, un lugar que la pareja había usado ya
antes como buzón de su correspondencia amorosa.
Contento y triste a la vez, contento por la aventura que
para un joven como él que solamente había conocido su pueblo y Madrid y triste
por la perspectiva de no ver a su amada durante un largo periodo, Jorge
emprendió un camino sin rumbo por la ciudad. Había refrescado y los días ya se
percibían notablemente más cortos. En la calle Carretas se acercó a las
cristaleras iluminadas del café Pombo. En una mesa, junto con otras personas
jorge vio a Don Marcelino, su compañero en la casa de huéspedes. En aquel café
y en muchos otros había frecuentes tertulias literarias, políticas, filosóficas
y de una mezcla de todos los temas siempre aderezados con una buena dosis de
cotilleos y maledicencias varias. Jorge, aunque llevaba poco tiempo en Madrid y
no era demasiado dado a alternar, asistía por su trabajo como periodista a
dichas tertulias con cierta asiduidad escuchando más que comentando. Al fin y
al cabo él no era más que un “junta letras” y a algunas de aquellas tertulias
acudían grandes sabios y literatos reconocidos internacionalmente.
En la mesa de Don Marcelino había un poco de todo:
Profesores, poetas, políticos de partidos nuevos y algún curioso con posibles
que pagaba las consumiciones de los tertulianos. En cuanto el viejo profesor
vio entrar a Jorge, se levantó de su asiento y lo llamó con gestos ostensibles.
Presentó al periodista a todos los asistentes a la tertulia.
El tema a debate en aquel momento era, como no, la farsa del
turno de partidos y el caciquismo. A la muerte de Alfonso XII, Cánovas y
Sagasta habían acordado en el llamado pacto del Pardo que sus respectivos
partidos: el conservador y el liberal, los dos partidos mayoritarios por aquel
entonces, se turnarían periódicamente en el poder. Las elecciones, en las que
en teoría el voto era libre, el sufragio universal (Aunque sólo masculino o
femenino en el caso de que el cabeza de familia fuese una mujer viuda) y
cualquier partido legal se podía presentar a las elecciones, tenían un
resultado conocido de antemano. Los caciques locales se valían de su red
clientelar para dirigir el voto, cuando no amañaban descaradamente los
resultados. El caso era que siempre ganaba el partido del turno. Lo mollar del
debate político estaba casi más en las corrientes internas de los partidos que
en la propia rivalidad entre los dos grandes. En la tertulia: unos estaban
conformes con el turnismo, ya que consideraban que la población estaba muy poco
formada cultural y políticamente para tomar las riendas del poder y que debía
de ser tutelada por unas élites acostumbradas a ello. El otro bando, en el que
se encontraban Jorge y Don Marcelino, apostaba por la completa democratización
del país a pesar del peligro de que grupos extremistas se hicieran con unas
cotas importantes de representación popular.
Al final la cosa fue decayendo. Jorge se despidió del resto
de los tertulianos y Don Marcelino se
apresuró a hacer lo propio. El viejo profesor propuso a Jorge tomar un vaso de
vino en la taberna de los labradores que estaba junto a una de las entradas de
la plaza Mayor. El periodista ya sabía quién iba a ser el pagano de las
consumiciones, pero como sentía debilidad por su culto amigo y tenía algunas
monedas en el bolsillo accedió a ello. Además se había acabado el tomo de las
obras completas de Balzac que Don Marcelino le había dejado y quería pedirle el
siguiente.
Pidieron media frasca de tinto de Arganda y el tabernero les
puso un plato de gordas aceitunas de Camporreal. La especialidad del local eran
los entresijos de cordero, un plato fuerte de casquería, económico pero de gran
valor alimenticio, algo que lo convertía en una comida muy popular en Madrid. Se
pidieron sendos bocadillos y dieron cuenta de ellos con buen apetito. Luego de
camino a la casa de Doña Virtudes. Jorge contó al anciano la propuesta del
periódico sobre ir a Melilla a entrevistar al bandolero y a escribir su
historia. Para su sorpresa, Don Marcelino conocía la ciudad Norte africana.
Había hecho el servicio militar como administrativo al servicio del general
Prim durante la guerra del cincuenta y nueve y antes de licenciarse había
pasado por Melilla. Al anciano profesor le parecía una aventura maravillosa y
algo que Jorge debía vivir para formarse como periodista y como ser humano.
Claro que, según creía Jorge, su compañero de pensión desconocía completamente
sus circunstancias sentimentales.
Finalmente, ya en la pensión, el joven periodista y el anciano sabio se
retiraron a sus respectivos cuartos, ante la mirada reprobadora de doña
virtudes que en blanco camisón velaba
como una vieja lechuza candil en mano.
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