viernes, 10 de noviembre de 2017

HIJOS DE LOS MONTES Libro I LA GUERRA CHICA-Revelación


REVELACIÓN

Amaneció el domingo y tras el desayuno Jorge se aseó para ir a Misa. No es que fuera muy creyente pero habitualmente iba a misa para complacer a los demás. En el pueblo por su madre y por don Ángel, párroco de la localidad y su benefactor. Desde que estaba en Madrid, lo hacía por complacer a su casera Doña Virtudes que era muy beata.

Tras la misa, Jorge se despidió en la puerta de la colegiata de San Isidoro de doña Virtudes y de Juanita. Ambas mujeres quedaron un tanto contrariadas porque el periodista no las acompañó a tomar una clara con limón en una taberna cercana y es que Jorge estaba como loco por saber de Margarita y tras la misa, presuroso enfiló sus pasos hacia el parque del Retiro.

En el paseo de coches del renombrado parque madrileño, los domingos a la salida de misa se solía dar cita lo más granado de la alta sociedad de la villa y corte. Aquella mañana paseaban entre los añosos árboles del parque, la mismísima reina regente y el heredero al trono, el futuro Alfonso XIII. Vistos sin sus ostentosos ropajes aquellos personajes, serían unos seres humanos de lo más anodinos. Ambos flacos, de aspecto vulgar y con una notable expresión de miseria intelectual en el rostro, pero eso sí, ambos regios personajes rodeados por un enjambre de sirvientes y aduladores.

En estas reflexiones andaba Jorge, cuando vio el carruaje del marqués de Fuensalida aparcado. Sin duda sus propietarios estaban por allí de paseo tras la salida de misa. A unos cientos de metros divisó a Don Emiliano y Margarita seguidos por Carlos Bayón, Nuria y otros criados de la casa, paseando y saludando a los distinguidos viandantes. Nuria la doncella vio a Jorge e intercambió con este un leve gesto de inteligencia. El mensaje estaba en el hueco del árbol acordado. Margarita le citaba a las cinco de esa misma tarde en el sitio acostumbrado.

Jorge regresó a la casa de doña Virtudes y degustó el cocido “plato estrella” entre los reproches del ama por no haber querido tomar con ella y juanita el aperitivo a la salida de misa. La verdad es que Jorge cada día se planteaba un poco más abandonar la casa de la calle del Almendro por un sitio donde tuviera más intimidad para sus asuntos y no fuese observado como una gallina por aquel par de raposas madre e hija. Solamente le disuadían de su propósito: su escasa renta y la amistad del viejo Don Marcelino.

La espera hasta la hora de la cita pasó perezosa en la habitación del periodista. Las campanas de la Colegiata de San Isidoro dieron las cuatro y Jorge se preparó para salir. La tarde estaba bochornosa y al igual que la anterior, amenazaba tormenta, una de esas tormentas que en Madrid marcan de forma bastante abrupta el final de verano, para dar paso al más fresco y húmedo otoño.

Jorge siguió las calles vacías hasta el sitio donde habitualmente se veía la pareja. Era una pensión tras el convento de las Descalzas que alquilaba habitaciones por horas , un sitio algo oculto, al abrigo de miradas indiscretas. Aunque la pensión era limpia y económica (Siempre pagaba él la habitación pese a que Margarita había insistido en hacerse cargo de aquel gasto dada su desahogada situación económica) verse de aquella manera a Jorge, le parecía un tanto sórdido.

Se quitó el sombrero y la chaqueta y esperó tumbado en la cama la llegada de Margarita. Pasó un rato en el que Jorge casi se quedó dormido por el calor, cuando unos golpes suaves en la puerta de la habitación le sacaron de su sopor. Abrió la puerta y allí estaba: la bella, la inalcanzable Margarita Marlasca.

El periodista no era un hombre mal parecido, pero tanto su modesto origen, como su aspecto, no le hacían destacar sobre el resto de varones. Jorge había conocido a Margarita haciendo crónica social para el Informador. Su estatus de periodista le daba acceso a personajes importantes, que de otra manera resultarían inalcanzables. En la mirada de Margarita, tras su imponente aspecto externo, él había visto ruego y mucho desvalimiento.  Jorge supo leer entre líneas quien era en verdad aquella gran dama. Luego, la ocasión propició el encuentro y ambos se lanzaron a aquella aventura amorosa con la valentía del que conoce los secretos anhelos de un alma gemela. En cualquier caso ninguno de los dos era tan ingenuo como para saber que ambos eran de mundos muy diferentes y también sabían ambos, lo fatal que podía resultar que les descubrieran dado quien era el engañado en aquel triángulo.

 Margarita depositó un beso en los labios de Jorge y entró envuelta en un frufrú de seda y perfume sutil. Sin palabras ambos se abrazaron y comenzaron a desnudarse besando lo que las manos premiosas dejaban al descubierto. Luego sin prisa, pero con un punto de desesperación apasionada, hicieron el amor sobre la  cama aún sin deshacer. Tras acabar, los dos se quedaron en silencio. Por la ventana una ráfaga súbita de viento agitó los leves visillos dejando ver un cielo que poco a poco se tornaba gris verdoso. Un trueno lejano sacó a los amantes de su ensimismamiento.

-Tengo que contarte algo muy importante- Dijo Margarita reclamando la atención de Jorge.

-He tenido un par de faltas-

Al principio Jorge no sabía de qué le estaban hablando. Luego, súbitamente cayó en la cuenta. Su primer sentimiento fue de genuina alegría, para un instante más tarde valorar el alcance de las palabras de su amada. Ambos vivían en el convencimiento de que sus relaciones sexuales no iban a producir ningún fruto. Antes de que se conocieran, Margarita llevaba años casada y su marido en los periodos que estaban juntos, visitaba con frecuencia su dormitorio. Las relaciones con el marqués carecían en absoluto de la ternura y la sensualidad de las que mantenía con Jorge. Eran más bien como un tributo que el que se consideraba su amo y señor reclamaba, sin posible negación al respecto por parte de la mujer.

-¿Y qué has pensado hacer?- Preguntó el periodista de una forma refleja, mientras que mil pensamientos y posibilidades bullían a la vez en su cerebro

-¡Pienso tenerlo!- Afirmó Margarita con decisión.

Jorge no dijo nada y quedó a la espera de que su amada, que sin duda había tenido ocasión de pensar largo y tendido al respecto de la nueva situación, dijera algo.

-No sé cuánto tiempo podremos estar juntos y el hijo que llevo en mis entrañas es lo único que siempre me va a quedar de tí…

 No te engañes Jorge. Sólo soy una mujer y como tal le debo obediencia a mí marido y no sé si mañana seguiré en Madrid, me tendré que ir con él a Córdoba, a cualquier otro lugar o incluso al extranjero.-

-Pero tu marido no es tonto… más pronto que tarde echará cuentas y estas no van a cuadrarle…-

¡Vámonos juntos! Podemos ir a Sudamérica. Podemos empezar una vida nueva... tú y yo y nuestro hijo...-

Margarita con una sonrisa en los labios y tristeza en sus ojos negaba con la cabeza ante los lastimeros ruegos de su amado.

-…Margarita mi amor, dos y dos siempre son cuatro… No le van a salir las cuentas.- Insistió el periodista.

-A Emiliano déjamelo a mí. Es mejor que no nos veamos en un tiempo. Carlos Bayón es un auténtico perro guardián, los ojos y los oídos de mi marido ¡No se le escapa nada! Vete a tu misión en Melilla. Lábrate un futuro como periodista y el tiempo dirá que es de nosotros dos.-

Margarita se vistió en silencio, con la pena infinita de quien sabe que está causando un enorme daño a alguien que ama. Tras besar a Jorge, la dama abandonó presurosa la habitación rumbo al carruaje que debía conducirla de nuevo a su palacio frío, a su mundo... al mundo real, tras el breve paréntesis de su encuentro clandestino entre aquellas cuatro paredes desnudas que para los dos amantes eran lo más parecido a un paraíso en la tierra al que podían aspirar a alcanzar.

Tras la partida de su amada, Jorge se quedó en la habitación fumando y escuchando la tormenta que se acercaba a la villa y corte, el resto de la tarde.

Al día siguiente, Jorge Villafranca se levantó más tarde que de costumbre. Se había dormido casi de madrugada. Se aseó y vistió en su habitación de la casa de huéspedes y salió en ayunas a la calle. Los vendedores del cercano mercado de San Miguel pregonaban a voces sus mercaderías recién llegadas desde lejanos lugares. Enfiló sus pasos hacia la redacción del informador. Aquella mañana le iba a comunicar su decisión a Don Emiliano y de paso le iba a pedir unos días libres para visitar a su madre en el pueblo.


El director le recibió con su sempiterno cigarro puro en la boca. Escuchó entre gruñidos indescifrables para alguien como Jorge que aún llevaba poco en el periódico.

-ESTÁ BIEN POLLO. TOMESÉ LIBRE ESTA SEMANA Y VAYA AL PUEBLO. NO SE OLVIDE DE DARLE RECUERDOS AL PADRE ÁNGEL. PERO LE QUIERO EL LUNES COGIENDO EL TREN DE LAS OCHO A SEVILLA SIN FALTA- Gruñendo como los usos locales del Informador dictaban, el director abrió un cajón de su escritorio del que sacó un pequeño revolver, una caja de munición y cien pesetas que entregó a un sorprendido Jorge Villafranca. Tras darle algunos consejos prácticos sobre el viaje y el trabajo a realizar, el director Acuña llamó a su secretaria con el fin de despachar las cartas pertinentes. Ambos hombres se despidieron con un gruñido y un apretón de manos. El lunes saldría en el tren correo a Sevilla. Allí se vería con Martínez que le entregaría el expediente de Malasangre y los billetes para su traslado de Sevilla a Málaga en coche de caballos y su embarque desde Málaga a Melilla.

De vuelta a casa de Doña Virtudes, Jorge paró en el mercado de San Miguel donde compró algo de comida para el viaje a su pueblo. Luego fue a la puerta de Toledo a sacar un pasaje para la posta a la ciudad del Tajo. El resto del día lo pasó en otras pequeñas compras sin pensar en su encuentro con Margarita de la tarde anterior.

Con el canto de los gallos Jorge se levantó de la cama. Cogió la maleta de cartón que tenía hecha desde la víspera y por unas calles que comenzaban a cobrar vida se dirigió a la Puerta de Toledo.

Ya fuera de la villa, dentro de la atestada diligencia, Jorge sacó un bocadillo que no pudo dejar de compartir con un niño de rostro cerúleo al que sus familiares mandaban con unos parientes a un pueblo cercano al suyo, según dedujo el periodista el motivo de la partida del chaval era que sus padres no podían mantenerle.

Pasado el mediodía llegaron a su pueblo. La casa familiar se encontraba un poco retirada de la plaza donde le dejó la posta, allí se dirigió Jorge por las polvorientas calles vacías. Su viejo perro Rufo le recibió junto al portón de entrada al corral moviendo el rabo. Entró en la cocina y se encontró cara a cara con el padre Ángel. El cura estaba sentado a la mesa en mangas de camisa frente a un vaso de vino. Al verle así cualquiera podría pensar que aquel cura de pueblo era el amo de la casa. Ese mismo pensamiento paso por la mente del Joven que sólo  unos años atrás había visto cientos de veces a su padre en aquel mismo lugar y actitud. Al fin y al cabo, su madre era una viuda y sabía que el sacerdote atendía a las necesidades materiales de su progenitora y también le había dado una carta de presentación para Mariano Acuña que le había facilitado la obtención de su actual trabajo.

Una vez recobrados de su sorpresa inicial, ambos hombres se abrazaron afectuosamente.

-¡MARÍA MARÍA, MIRA QUIEN TENEMOS AQUÍ!-

La madre de Jorge acudió presurosa al oír las voces de Don Ángel y al ver a su hijo en el centro de la cocina no pudo reprimir las lágrimas. El sacerdote se puso la sotana y el sombrero y dejo solos a madre e hijo no sin antes prometerle al periodista que estaría allí para la cena.

Jorge Villafranca puso al día a su madre de su próximo viaje por cuenta del Informador. María Casares se sentía  orgullosa de su único hijo. Periodista en la capital y ahora viajando nada menos que a “otro continente”. Jorge explicó a su madre que la travesía duraba menos de dos días, pero a ella todo aquello le parecía una enormidad que pese al orgullo, a la vez le hacía padecer por el peligro que iba a correr su tesoro más preciado.

María Casares mató un pollo para la cena y estuvo cocinándolo toda la tarde. A las ocho llegó don Ángel con una botella de buen vino que guardaba para una ocasión especial. El sacerdote, que era hombre de mundo y en su juventud había viajado mucho, dio algunos buenos consejos al periodista y tranquilizó a la madre sobre los posibles riesgos del viaje minimizados “con los grandes avances de los medios de transporte actuales”

La estancia en el pueblo pasó ligera y llegó el día de la partida. Don Ángel y Doña María, acompañaron a Jorge a la posta, ésta le entregó a su hijo una cesta con viandas, que el periodista le agradeció con un largo abrazo. Luego, estrechó la mano del sacerdote y se despidió sin fecha de retorno prevista del pueblo que le vio nacer.

El sábado por la tarde, sin nada que hacer ya que tenía todo lo necesario para el viaje que iba a emprender el lunes preparado. Dejó pagados dos meses de la habitación por adelantado y le entregó la llave a don Marcelino para que dispusiera de la misma a su discreción, luego, el anciano sabio y el joven periodista se marcharon a la calle con la intención de celebrar la inminente partida de este último.

Tras una ronda por los principales cafés literarios, Jorge Villafranca invitó a don Marcelino a cenar en Lardy. Contaba con la generosa cantidad entregada por el periódico para sus gastos de viaje, y con la cesta que le había dado su madre en el pueblo, bien se  podía apañar hasta Sevilla. Así, gustoso obsequió a su amigo una cena opípara en agradecimiento por los libros “imprescindibles” que este le había entregado para su viaje. Luego se vieron con Vicentín Lleó y la trouppe del Eslava, rematando la velada en Casa la Flaca abajo en la vega del Manzanares.

Jorge pasó el domingo en su habitación. Ni siquiera fue a misa pese a los reproches de doña Virtudes. Tampoco salió para comer, solamente lo hizo a la hora de cenar y más que nada por petición de don Marcelino, con el que tras la inconsistente cena, compartió pitillo y charla a la fresca hasta la hora de acostarse.

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