VIAJE AL SUR
Antes de las ocho de la mañana de aquel lunes 18 de
septiembre de 1893, Jorge ya estaba acomodado en el vagón del tren correo que
en aproximadamente día y medio había de llevarle hasta Sevilla. La bestia de
hierro silbaba impaciente bajo la bóveda de hierro y cristal de la
recientemente inaugurada estación del Medio Día, muy cerquita del final de la
calle Atocha. En respuesta al silbato del jefe de estación, perezoso y envuelto
en una nube de vapor y humo, el negro convoy comenzó a moverse
El tren recorría infatigable las agostadas llanuras de la
Mancha. Alguna colina suave coronada por una hilera de molinos rompía de tanto
en tanto la monotonía del paisaje. Cayó la tarde y Jorge se envolvió en su
gabán con intención de dormir un poco.
Aquella noche durmió a ratos. Estaba nervioso por la novedad
que suponía todo aquello para alguien que como él nunca había viajado.
Margarita aparecía en sus sueños. Iba a ser padre y estaba atado de manos al
respecto.
De repente el tren paró en una estación. Las luces del alba
despuntaban tras los montes entre los que se hallaba detenido. Jorge bajo del
tren con intención de estirar un poco las piernas. Estaba en Venta de Cárdenas,
en el comienzo del ascenso al puerto de Despeñaperros, la puerta de Andalucía.
Intensos mugidos llegaban desde el cercano bosque. El revisor informó a Jorge
de que se trataba de los venados que estaban en plena berrea. El periodista
recordó la historia del Malasangre y la banda de los Juanotes y del atraco al
tren correo acaecido en el setenta y ocho, apenas quince años antes en aquel
mismo lugar. Miró a los cercanos montes en los que poco a poco el sol iba
ganando a las sombras nocturnas y palpó el bolsillo del gabán, donde reposaba
el pequeño revolver que don Emiliano le había entregado el día que había
aceptado el trabajo.
La coronación del puerto fue lenta y costosa. El tren hacía
un ruido horrible. Se podía ir a la misma velocidad, caminando junto al vagón.
El paso de Despeñaperros, entre dos enormes rocas sobrevoladas por numerosos
buitres, un lugar al que daba nombre la leyenda aprendida en la escuela de que
los moros arrojaban por allí a los cristianos que capturaban tratándoles de
“perros infieles”, quedó finalmente atrás. Luego un descenso entre un mar de
olivos hasta el valle del Guadalquivir y sus fértiles campiñas. A media tarde
Córdoba, con su largo puente romano sobre el río y el gran edificio milenario
de la mezquita se hacían visibles en un horizonte borroso por las ondas que el
calor inmisericorde del sol andaluz levantaba del suelo. Ya de noche el final
de su viaje en tren, Sevilla.
El viajero que nunca ha viajado a Andalucía piensa siempre
que se trata de una tierra pobre porque generalmente los andaluces que en todas
partes uno se encuentra suelen ser de origen muy humilde, gente abocada a la
emigración para huir de la miseria en su propia tierra. Sin embargo, no es así.
Andalucía es muy rica, tiene casi de todo, pero secularmente la riqueza ha
estado muy mal distribuida. Esa impresión había sacado Jorge y su visita a la
magnífica ciudad del Guadalquivir “el río grande del Sur” iba a reforzar
aquella impresión obtenida desde la ventanilla de un tren.
Pepito Martínez era un individuo nervioso, aunque afable.
Bastante alto y rubio, no era para nada el arquetipo del andaluz típico. Cuando
el tren llegó, estaba en la estación esperando a Jorge. Tras las presentaciones
de rigor, ambos hombres se fueron a cenar. En Madrid y mucho menos en su
pueblo, dados los escasos recursos económicos del periodista, era casi imposible
comer otro pescado que no fuese bacalao o sardinas arenques secas, por lo que
la cena a base de pescadito frito le pareció un manjar extraño al que su
paladar no estaba acostumbrado. Luego, el corresponsal acompañó a Jorge al
hostal el Cairo muy cerquita de la Torre del Oro. A Jorge le resultó algo
cómico el nombre del establecimiento. Parecía como si Martínez lo quisiera
preparar para su destino final en tierra de moros, pero el sitio era limpio y
bastante “español” en su mobiliario. Jorge agradeció pasar la noche en una cama
tras el viaje en el duro asiento de madera del tren.
A la mañana siguiente, Martínez vino a buscarle y tras el
desayuno llevó a Jorge a dar un paseo por la ciudad en un coche de caballos de
alquiler. En Madrid y en su pueblo, las golondrinas habían emigrado ya hacía
varias semanas, pero allí en Sevilla junto a la enorme catedral y al resto de
magníficos edificios de la ciudad, aún formaban un enjambre ruidoso. A la hora
de comer, Martínez le entregó una cartera de cuero con la documentación
referente al preso Jacinto Montaleza, el Malasangre, una carta de presentación
para el director del penal de Melilla y un pasaje para el vapor Mahón. También
había varias direcciones de alojamientos y personas de confianza a las que el
diligente sevillano había escrito anunciando la próxima llegada del
corresponsal del Informador. Llegó la hora de la partida, ambos hombres se
despidieron con un apretón de manos al pie de la diligencia que conduciría a
Jorge a Málaga y al desconocido mar Mediterráneo.
Para él que no ha visto nunca el mar, este hecho resulta
siempre sorprendente. Al coronar una de las interminables cuestas de la
serranía malagueña, uno de los postillones avisó al resto de los ocupantes de
la diligencia de que desde ese punto ya se podía divisar la costa. Jorge,
adormecido y algo mareado por el traqueteo del carruaje en aquellas infames
carreteras, se asomó por la ventanilla. Efectivamente, a pesar del polvo en
suspensión, debajo de las montañas en las que se encontraban, una inmensa
extensión azul se extendía hasta el límite del horizonte.
Jorge Villafranca se encontraba absorto contemplando el
panorama con la cabeza por fuera de la ventanilla, cuando, como una exhalación
un grupo de jinetes adelantaron raudos la diligencia. El postillón tiro de las
riendas haciendo frenar en seco a los caballos.
No había noticias recientes de actividad bandolera en aquella ruta, pero
en las serranías del Sur cualquier cosa era posible. En este caso los jinetes
misteriosos siguieron adelante y los conductores de la posta aminoraron la
marcha y aprestaron sus escopetas en previsión de una posible emboscada en
alguno de los muchos recodos del camino que descendía hacia Málaga. Finalmente,
no hubo ningún otro incidente. Juan se quedó algo intranquilo. Le había
parecido distinguir una figura conocida a la cabeza del grupo de jinetes, pero
no tenía claro de quien se trataba.
Ya en Málaga, uno de los viajeros que había partido con él
de Sevilla le indicó como llegar al puerto donde había una pensión de confianza
que le había recomendado Martínez. Jorge tomó el alojamiento indicado y salió a
dar un paseo. Su barco atracaba a primera hora de la mañana y no zarpaba hasta
después de realizar las operaciones de estiba y el reabastecimiento de carbón
para la caldera.
A la orilla del mar todo era nuevo para Jorge Villafraca: el
agua, el sonido, los olores. Paseaba por el puerto como un chiquillo, con una
mezcla de curiosidad y temor. Se detenía a mirar como descargaban el pescado de
los barcos, como los pescadores cosían las largas redes en el suelo, el vuelo
de las rapaces gaviotas. Miraba sorprendido a los gordos mújoles que nadaban
por debajo de los cascos de los barcos, surcando un mundo submarino que jamás
habría podido ni siquiera imaginar. Así se sentía Jorge recorriendo el borde del
muelle, cuando una voz que había oído en alguna otra parte reclamó su atención.
- ¡Rápido, no tenemos todo el día! Bajad las cajas de esta
carreta y acercad la otra. -
Un grupo de hombres de porte militar cargaban cajas en una
lancha a las órdenes de un mulato de piel clara y anchas espaldas ¡Era Carlos
Bayón! Aunque nunca se habían dirigido la palabra, Jorge no tenía duda de que
el mayordomo del marqués de Fuensalida le había visto ya en alguna ocasión, por
lo que el periodista decidió alejarse de la embarcación y observar de lejos lo
que tramaban aquellos individuos que como coligió más tarde, no eran otros que
los jinetes que por la mañana habían adelantado a toda velocidad a la
diligencia en su bajada hacia la costa.
Jorge Villafranca se apartó hasta unos almacenes distantes
un centenar de metros y envuelto en las sombras de una tarde que comenzaba a
caer, observó paciente la escena.
El grupo de Bayón proseguía con eficacia la carga de las
cajas en la lancha, que se encontraba con la caldera encendida ¿Qué podía ser
lo que contenían esas cajas? Jorge no lo podía saber, pero viendo quien dirigía
a la cuadrilla de estibadores y para quien trabajaba éste, no podía tratarse de
nada bueno. Esta circunstancia decidió a Jorge a permanecer en su posición de
vigilancia todo el tiempo que fuera necesario, aunque tuviera que pasar allí la
noche. Obtener información de los chanchullos de su rival podía suponer una
gran baza en el futuro de su relación con Margarita. En estas andaba, cuando de
repente advirtió la presencia de otra persona que también observaba la escena
del muelle desde un edificio cercano y no se ocultaba a la vista del
periodista, es más, claramente le estaba observando también a él
Era un individuo recio. Llevaba la cabeza descubierta y el
pelo cortado al rape, al estilo militar, igual que los secuaces de Bayón. La
brasa de un puro iluminaba por momentos su cara y dejaba ver un grueso
mostacho.
Jorge no era ningún cobarde, pero el cariz que tomaban los
acontecimientos aconsejaba ser precavido. Pensó que lo mejor era desaparecer de
la escena, así que muy despacio rodeó el edificio y una vez a la espalda del
mismo apresuró sus pasos hacia la ciudad. Ya en la pensión, permaneció un rato
en la puerta para comprobar que nadie le había seguido.
La noche fue agitada, tanto por los hechos acaecidos, como
por la novedad del viaje por mar del día siguiente. El griterío de la calle
sacó a Jorge del sueño. Desayunó y en la misma pensión le informaron de que el
vapor Mahón estaba a punto de llegar. También, viéndole tan neófito en temas de
mar, le recomendaron que se comprara un cucurucho de pasas para evitarse el
mareo del barco. Las pasas las compró y en un cafetín junto al muelle se tomó
un par de copas de aguardiente para insuflarse un valor del que en ese momento
previo al embarque carecía. Luego se dirigió al barco. No se sorprendió al ver
que la lancha que la noche anterior cargaban los secuaces de Carlos Bayón ya
había zarpado. Le entregó su billete al primer oficial que era quien dirigía la
descarga del buque y este indicó a un marinero que condujera a Jorge a su
camarote.
Tener un camarote en el vapor Mahón era un auténtico lujo.
La mayoría del pasaje viajaba en cubierta, en unos butacones con la sola
protección para las inclemencias del tiempo y del mar, de unas lonas amarradas
a un tingladillo de madera. Finalmente, el buque zarpó hacia Melilla. Nada más
rebasar las puntas del puerto, el movimiento del mar se hizo notar sobre el
casco. Pese a que hacía muy buen tiempo y el barco era muy marinero, a Jorge le
parecía que aquello no era nada normal. Al poco rato, un sudor frío comenzó a
correrle por la espalda. El desayuno mezclado con el aguardiente ascendió
imparable por su esófago y no tuvo más remedio que sacar medio cuerpo por la
borda y vomitar todo para mayor disfrute de la marinería que siempre cruzaba
apuestas de quien sería el pasajero de secano que antes se marearía. Según el
ojo experto de la tripulación, la cosa estaba entre Jorge y un guardia civil
gordo oriundo de Badajoz, que acompañó al periodista en su desarreglo digestivo
unos segundos después. Un marinero alcanzó a Jorge un vaso de agua y éste se
recompuso un tanto. Luego recordó el cartucho de pasas y se metió un puñadito
en la boca. Al menos su dulce sabor le hizo olvidar el amargor del vómito.
Jorge, con el cuerpo algo más asentado, tomó la comida en su
camarote; una sopa de pescado y un cuarto de pollo. Después de las penurias del
camino, sobre todo a partir de Sevilla, aquello le pareció un lujo magnífico.
Comió muy a gusto y salió a cubierta donde disfrutó de la siesta en una butaca.
La verdad es que empezaba a cogerle el gusto a aquello del barco.
La noche en el mar, le resultó a Jorge extrañamente fría.
Aún quedaban un par de semanas para el otoño, pero el periodista se arrebujó en
la manta e incluso se echó el gabán por encima. Se despertó poco antes del
amanecer y pudo ver como el sol salía por el estribor del vapor Mahón. Con las
primeras luces, comenzó a ser visible por la proa una fina línea que no era
otra cosa que la costa de África. Tras el desayuno ya comenzaban a distinguirse
las pétreas cumbres del Rif y poco después la blanca Melilla con el monte
Gurugú al fondo.
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