viernes, 17 de noviembre de 2017

HIJOS DE LOS MONTES LIBRO I LA GUERRA CHICA-Viaje al Sur


VIAJE AL SUR

Antes de las ocho de la mañana de aquel lunes 18 de septiembre de 1893, Jorge ya estaba acomodado en el vagón del tren correo que en aproximadamente día y medio había de llevarle hasta Sevilla. La bestia de hierro silbaba impaciente bajo la bóveda de hierro y cristal de la recientemente inaugurada estación del Medio Día, muy cerquita del final de la calle Atocha. En respuesta al silbato del jefe de estación, perezoso y envuelto en una nube de vapor y humo, el negro convoy comenzó a moverse

El tren recorría infatigable las agostadas llanuras de la Mancha. Alguna colina suave coronada por una hilera de molinos rompía de tanto en tanto la monotonía del paisaje. Cayó la tarde y Jorge se envolvió en su gabán con intención de dormir un poco.

Aquella noche durmió a ratos. Estaba nervioso por la novedad que suponía todo aquello para alguien que como él nunca había viajado. Margarita aparecía en sus sueños. Iba a ser padre y estaba atado de manos al respecto.

De repente el tren paró en una estación. Las luces del alba despuntaban tras los montes entre los que se hallaba detenido. Jorge bajo del tren con intención de estirar un poco las piernas. Estaba en Venta de Cárdenas, en el comienzo del ascenso al puerto de Despeñaperros, la puerta de Andalucía. Intensos mugidos llegaban desde el cercano bosque. El revisor informó a Jorge de que se trataba de los venados que estaban en plena berrea. El periodista recordó la historia del Malasangre y la banda de los Juanotes y del atraco al tren correo acaecido en el setenta y ocho, apenas quince años antes en aquel mismo lugar. Miró a los cercanos montes en los que poco a poco el sol iba ganando a las sombras nocturnas y palpó el bolsillo del gabán, donde reposaba el pequeño revolver que don Emiliano le había entregado el día que había aceptado el trabajo.

La coronación del puerto fue lenta y costosa. El tren hacía un ruido horrible. Se podía ir a la misma velocidad, caminando junto al vagón. El paso de Despeñaperros, entre dos enormes rocas sobrevoladas por numerosos buitres, un lugar al que daba nombre la leyenda aprendida en la escuela de que los moros arrojaban por allí a los cristianos que capturaban tratándoles de “perros infieles”, quedó finalmente atrás. Luego un descenso entre un mar de olivos hasta el valle del Guadalquivir y sus fértiles campiñas. A media tarde Córdoba, con su largo puente romano sobre el río y el gran edificio milenario de la mezquita se hacían visibles en un horizonte borroso por las ondas que el calor inmisericorde del sol andaluz levantaba del suelo. Ya de noche el final de su viaje en tren, Sevilla.

El viajero que nunca ha viajado a Andalucía piensa siempre que se trata de una tierra pobre porque generalmente los andaluces que en todas partes uno se encuentra suelen ser de origen muy humilde, gente abocada a la emigración para huir de la miseria en su propia tierra. Sin embargo, no es así. Andalucía es muy rica, tiene casi de todo, pero secularmente la riqueza ha estado muy mal distribuida. Esa impresión había sacado Jorge y su visita a la magnífica ciudad del Guadalquivir “el río grande del Sur” iba a reforzar aquella impresión obtenida desde la ventanilla de un tren.

Pepito Martínez era un individuo nervioso, aunque afable. Bastante alto y rubio, no era para nada el arquetipo del andaluz típico. Cuando el tren llegó, estaba en la estación esperando a Jorge. Tras las presentaciones de rigor, ambos hombres se fueron a cenar. En Madrid y mucho menos en su pueblo, dados los escasos recursos económicos del periodista, era casi imposible comer otro pescado que no fuese bacalao o sardinas arenques secas, por lo que la cena a base de pescadito frito le pareció un manjar extraño al que su paladar no estaba acostumbrado. Luego, el corresponsal acompañó a Jorge al hostal el Cairo muy cerquita de la Torre del Oro. A Jorge le resultó algo cómico el nombre del establecimiento. Parecía como si Martínez lo quisiera preparar para su destino final en tierra de moros, pero el sitio era limpio y bastante “español” en su mobiliario. Jorge agradeció pasar la noche en una cama tras el viaje en el duro asiento de madera del tren.

A la mañana siguiente, Martínez vino a buscarle y tras el desayuno llevó a Jorge a dar un paseo por la ciudad en un coche de caballos de alquiler. En Madrid y en su pueblo, las golondrinas habían emigrado ya hacía varias semanas, pero allí en Sevilla junto a la enorme catedral y al resto de magníficos edificios de la ciudad, aún formaban un enjambre ruidoso. A la hora de comer, Martínez le entregó una cartera de cuero con la documentación referente al preso Jacinto Montaleza, el Malasangre, una carta de presentación para el director del penal de Melilla y un pasaje para el vapor Mahón. También había varias direcciones de alojamientos y personas de confianza a las que el diligente sevillano había escrito anunciando la próxima llegada del corresponsal del Informador. Llegó la hora de la partida, ambos hombres se despidieron con un apretón de manos al pie de la diligencia que conduciría a Jorge a Málaga y al desconocido mar Mediterráneo.

Para él que no ha visto nunca el mar, este hecho resulta siempre sorprendente. Al coronar una de las interminables cuestas de la serranía malagueña, uno de los postillones avisó al resto de los ocupantes de la diligencia de que desde ese punto ya se podía divisar la costa. Jorge, adormecido y algo mareado por el traqueteo del carruaje en aquellas infames carreteras, se asomó por la ventanilla. Efectivamente, a pesar del polvo en suspensión, debajo de las montañas en las que se encontraban, una inmensa extensión azul se extendía hasta el límite del horizonte.

Jorge Villafranca se encontraba absorto contemplando el panorama con la cabeza por fuera de la ventanilla, cuando, como una exhalación un grupo de jinetes adelantaron raudos la diligencia. El postillón tiro de las riendas haciendo frenar en seco a los caballos.  No había noticias recientes de actividad bandolera en aquella ruta, pero en las serranías del Sur cualquier cosa era posible. En este caso los jinetes misteriosos siguieron adelante y los conductores de la posta aminoraron la marcha y aprestaron sus escopetas en previsión de una posible emboscada en alguno de los muchos recodos del camino que descendía hacia Málaga. Finalmente, no hubo ningún otro incidente. Juan se quedó algo intranquilo. Le había parecido distinguir una figura conocida a la cabeza del grupo de jinetes, pero no tenía claro de quien se trataba.

Ya en Málaga, uno de los viajeros que había partido con él de Sevilla le indicó como llegar al puerto donde había una pensión de confianza que le había recomendado Martínez. Jorge tomó el alojamiento indicado y salió a dar un paseo. Su barco atracaba a primera hora de la mañana y no zarpaba hasta después de realizar las operaciones de estiba y el reabastecimiento de carbón para la caldera.

A la orilla del mar todo era nuevo para Jorge Villafraca: el agua, el sonido, los olores. Paseaba por el puerto como un chiquillo, con una mezcla de curiosidad y temor. Se detenía a mirar como descargaban el pescado de los barcos, como los pescadores cosían las largas redes en el suelo, el vuelo de las rapaces gaviotas. Miraba sorprendido a los gordos mújoles que nadaban por debajo de los cascos de los barcos, surcando un mundo submarino que jamás habría podido ni siquiera imaginar. Así se sentía Jorge recorriendo el borde del muelle, cuando una voz que había oído en alguna otra parte reclamó su atención.

- ¡Rápido, no tenemos todo el día! Bajad las cajas de esta carreta y acercad la otra. -

Un grupo de hombres de porte militar cargaban cajas en una lancha a las órdenes de un mulato de piel clara y anchas espaldas ¡Era Carlos Bayón! Aunque nunca se habían dirigido la palabra, Jorge no tenía duda de que el mayordomo del marqués de Fuensalida le había visto ya en alguna ocasión, por lo que el periodista decidió alejarse de la embarcación y observar de lejos lo que tramaban aquellos individuos que como coligió más tarde, no eran otros que los jinetes que por la mañana habían adelantado a toda velocidad a la diligencia en su bajada hacia la costa.

Jorge Villafranca se apartó hasta unos almacenes distantes un centenar de metros y envuelto en las sombras de una tarde que comenzaba a caer, observó paciente la escena.

El grupo de Bayón proseguía con eficacia la carga de las cajas en la lancha, que se encontraba con la caldera encendida ¿Qué podía ser lo que contenían esas cajas? Jorge no lo podía saber, pero viendo quien dirigía a la cuadrilla de estibadores y para quien trabajaba éste, no podía tratarse de nada bueno. Esta circunstancia decidió a Jorge a permanecer en su posición de vigilancia todo el tiempo que fuera necesario, aunque tuviera que pasar allí la noche. Obtener información de los chanchullos de su rival podía suponer una gran baza en el futuro de su relación con Margarita. En estas andaba, cuando de repente advirtió la presencia de otra persona que también observaba la escena del muelle desde un edificio cercano y no se ocultaba a la vista del periodista, es más, claramente le estaba observando también a él

Era un individuo recio. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo cortado al rape, al estilo militar, igual que los secuaces de Bayón. La brasa de un puro iluminaba por momentos su cara y dejaba ver un grueso mostacho.

Jorge no era ningún cobarde, pero el cariz que tomaban los acontecimientos aconsejaba ser precavido. Pensó que lo mejor era desaparecer de la escena, así que muy despacio rodeó el edificio y una vez a la espalda del mismo apresuró sus pasos hacia la ciudad. Ya en la pensión, permaneció un rato en la puerta para comprobar que nadie le había seguido.

La noche fue agitada, tanto por los hechos acaecidos, como por la novedad del viaje por mar del día siguiente. El griterío de la calle sacó a Jorge del sueño. Desayunó y en la misma pensión le informaron de que el vapor Mahón estaba a punto de llegar. También, viéndole tan neófito en temas de mar, le recomendaron que se comprara un cucurucho de pasas para evitarse el mareo del barco. Las pasas las compró y en un cafetín junto al muelle se tomó un par de copas de aguardiente para insuflarse un valor del que en ese momento previo al embarque carecía. Luego se dirigió al barco. No se sorprendió al ver que la lancha que la noche anterior cargaban los secuaces de Carlos Bayón ya había zarpado. Le entregó su billete al primer oficial que era quien dirigía la descarga del buque y este indicó a un marinero que condujera a Jorge a su camarote.

Tener un camarote en el vapor Mahón era un auténtico lujo. La mayoría del pasaje viajaba en cubierta, en unos butacones con la sola protección para las inclemencias del tiempo y del mar, de unas lonas amarradas a un tingladillo de madera. Finalmente, el buque zarpó hacia Melilla. Nada más rebasar las puntas del puerto, el movimiento del mar se hizo notar sobre el casco. Pese a que hacía muy buen tiempo y el barco era muy marinero, a Jorge le parecía que aquello no era nada normal. Al poco rato, un sudor frío comenzó a correrle por la espalda. El desayuno mezclado con el aguardiente ascendió imparable por su esófago y no tuvo más remedio que sacar medio cuerpo por la borda y vomitar todo para mayor disfrute de la marinería que siempre cruzaba apuestas de quien sería el pasajero de secano que antes se marearía. Según el ojo experto de la tripulación, la cosa estaba entre Jorge y un guardia civil gordo oriundo de Badajoz, que acompañó al periodista en su desarreglo digestivo unos segundos después. Un marinero alcanzó a Jorge un vaso de agua y éste se recompuso un tanto. Luego recordó el cartucho de pasas y se metió un puñadito en la boca. Al menos su dulce sabor le hizo olvidar el amargor del vómito.

Jorge, con el cuerpo algo más asentado, tomó la comida en su camarote; una sopa de pescado y un cuarto de pollo. Después de las penurias del camino, sobre todo a partir de Sevilla, aquello le pareció un lujo magnífico. Comió muy a gusto y salió a cubierta donde disfrutó de la siesta en una butaca. La verdad es que empezaba a cogerle el gusto a aquello del barco.

La noche en el mar, le resultó a Jorge extrañamente fría. Aún quedaban un par de semanas para el otoño, pero el periodista se arrebujó en la manta e incluso se echó el gabán por encima. Se despertó poco antes del amanecer y pudo ver como el sol salía por el estribor del vapor Mahón. Con las primeras luces, comenzó a ser visible por la proa una fina línea que no era otra cosa que la costa de África. Tras el desayuno ya comenzaban a distinguirse las pétreas cumbres del Rif y poco después la blanca Melilla con el monte Gurugú al fondo.










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