Victoriano se levantó antes que su mujer, tampoco demasiado
temprano. De todas maneras, no tenía nada que hacer en todo el día. Cada
mañana, igual que desde hacía muchísimos años, se afeitaba concienzudamente. Últimamente
se dejaba trozos de cara sin afeitar. Su vista no era ni mucho menos la de
antes y Julia… la pobre, bastante tenía con lo suyo como para andar mirándole
si iba bien o mal afeitado. A pesar de su acusado decaimiento físico, ella le
preparaba cada noche la ropa que se tenía de poner al día siguiente, doblada
sobre una silla del dormitorio. A ella nunca le había gustado que su marido
fuera “hecho un Adán”
Poco sabía Victoriano de las labores de la casa. Era de una
generación donde el hombre traía un sueldo y la mujer se ocupaba de la casa y de
los hijos. Ahora todo había cambiado, las mujeres trabajaban fuera y los
hombres compartían las labores del hogar y el cuidado de los niños. Al menos a
si era en el caso de sus dos hijos. Unos muchachos buenos y estudiosos que no
les habían dado demasiados disgustos, pero que ya hacia mucho tiempo habían
volado del nido y vivían lejos con sus respectivas familias. Julia hablaba con
ellos a diario, desde los ya mas de tres años que duraba su enfermedad.
El hombre se calentó un café con leche en el micro ondas de
la minúscula cocina de aquel piso minúsculo, en un barrio anodino de la gran
ciudad. Extrajo una serie de pastillas de un pastillero que clasificaba los
medicamentos que debía tomar, por tomas y por días y las tragó acompañadas de
unos sorbos de café con leche. Luego partió con sus manos unas galletas María y
las mojó en el resto del café. Mientras veía las noticias en la televisión de
la cocina, oyó como su mujer se agitaba en la habitación contigua.
-Buenos días ¿Cómo has pasado la noche?- Pregunto Victoriano
desde la puerta de la habitación
Desde que su mujer había caído enferma, la convivencia en el
pequeño piso se había hecho irrespirable. Su mujer ya de por si bastante
malhumorada, últimamente estaba de un humor de perros.
-Mal, como la anterior y la anterior… -
-Ahora mismo te preparo el desayuno para que te puedas tomar
los medicamentos. Ya sabes lo que ha dicho el médico “Tienes que comer bien
para coger fuerzas y así poder aguantar el tratamiento”-
-Lo que tienes que hacer es lo que te dije el otro día…. ¿Lo
vas a hacer o no?-
Victoriano haciendo caso omiso al chaparrón de
recriminaciones, se volvió a la cocina, recogió la mesa y puso sobre la misma
el desayuno y las pastillas de su mujer. Luego enjuagó la taza y la cuchara
mientras esperaba a que Julia saliera del baño
Su mujer se sentó a la mesa, bebió un poquito de zumo de
naranja de tetrabrik, mordisqueó con desgana una galleta y se tomo una a una la
multitud de pastillas que su marido había dejado junto a la taza de café.
Victoriano aprovecho ese momento para estirar la cama y vestirse con la ropa
que, como llevaba haciendo invariablemente más de 4 décadas, su mujer le había
dejado perfectamente doblada sobre la silla del dormitorio.
Mientras los dos habían disfrutado de una salud aceptable,
pasaban largas temporadas en la casa del pueblo. Allí Victoriano tenía en que
ocuparse: Podar, regar los árboles, un pequeño huerto… Conocía a todo el mundo
y todo el mundo le conocía a él… pero ahora estaba siempre encerrado en casa,
invadiendo un lugar que no era el suyo. “Ama de casa” allí él no era el amo, era tan solo un estorbo
en una casa en la que el ama se veía impotente para casi todo y él era siempre
el blanco de un implacable ajuste de cuentas atrasadas y olvidadas o al menos
eso era lo que el creía. Su relación conyugal estaba a años luz de ser un
“contigo pan y cebolla”, pero reflexionando un poco era todo lo que le quedaba.
Realmente, sólo se tenían el uno al otro.
-¡Quiero que hagas lo que te pedí el otro día y quiero que
lo hagas hoy! ¡SABES QUE ME LO DEBES!-
-No se si hoy podré hacerlo…- Dijo Victoriano, agachando la
cabeza ante la dura mirada despojada de cualquier tipo de piedad, que le
dirigía Julia desde la mesita de la cocina.
Victoriano, compuso en el baño los escasos cabellos que aún
le quedaban sobre la cabeza, con agua y un peine. Luego se puso una gastada
gabardina gris, cogió una carpeta azul descolorida, de esas que se cierran con
una gomita y salió por la puerta del pequeño piso dejando atrás los reproches
de su mujer.
Hacía fresco en la calle. La ciudad llevaba despierta muchas
horas, ajena a las tribulaciones de los dos ancianos en su pequeño piso.
El hombre se dirigió a un par de sucursales bancarias en
donde le actualizaron varias cartillas de ahorros que llevaba en la carpetita
azul. Luego compró el pan y vago sin rumbo por un barrio que le era
completamente extraño. Era una barriada obrera en el extrarradio de la gran
ciudad. Allí había vivido más de cuarenta años, desde que él y Julia se habían
venido del pueblo. Pero ahora todo era distinto. Casi todos los negocios eran
nuevos y la gente…. De la gente de antes apenas quedaba nadie, incluso había
cambiado la composición étnica del vecindario. Un totum revolutum de cien
nacionalidades, razas y lenguas distintas. Una gente que miraba con absoluta
indiferencia desde las ventanas de sus viviendas abarrotadas, a aquel viejo que
vagaba solitario por las calles.
Aún le quedaba un último recado por hacer. Victoriano entró
en una ferretería de aspecto antiguo. Tras el mostrador de chapa gastada por el
roce de un millón de tornillos y tuercas, un hombre joven con un guardapolvo
azul le saludó por su nombre:
-¡Hombre, cuanto bueno por aquí, señor Vitoriano! ¿Cómo va
la señora?-
-Ahí anda, un poco pachucha, la pobre… ¿Y tu madre?-
-Muy bien, muy bien ¡Hecha una reina! La vi el mes
pasado…esta en una residencia muy buena en Tarancón, aquí al ladito….
Victoriano pensó para si: “yo no acabaré en una mierda de
residencia a tomar por culo de mi casa”
El anciano compró unos tornillos y un par de metros de
cuerda de cáñamo, que el dependiente midió en unas marcas sobre el mostrador.
Luego se despidió y salió a la calle a continuar con su deambular sin rumbo
hasta la hora de comer.
Cerca de casa, se sentó en un banco, justo en frente del
colegio. Le gustaba ver a la chavalería bulliciosa saliendo en tropel cuando
llegaba la hora. Y ¿Por qué no decirlo? También le gustaba ver a las mamás que
iban a buscar a los niños.
Sentado en el banco, con el bienestar que proporcionaba a
sus viejos huesos el sol del medio día, Mariano echó la vista atrás. Recordó la
última vez que había echado un polvo. Bueno…. Si es que a aquel desangelado
encuentro en una sórdida casa de citas, se le podía llamar polvo. Aún recordaba
los gritos y gemidos de una mujer cuando le hacía el amor… Cuando hacia el amor
con Julia y cuando hacia el amor con Clara…. ¿Qué habría sido de Clarita? Su
relación a punto estuvo de dar al traste con su matrimonio. Él no buscó aquella
relación, pero…. Aquel verano tan caluroso…. Toda la familia fuera y el solo en
la ciudad… ¡En fin!
Consultó el reloj de pulsera y dirigió sus pasos con desgana
hacia casa. Al abrir la puerta, el sonido de la tele se mezclaba con el
tintineo de la tapa de una cacerola en el fuego. Julia estaba tumbada en la
cama y al oír la puerta se incorporó.
-¡A buenas horas! Cualquier día vienes a comer a la hora de
la cena… aunque total para lo que haces en casa ¿Has tomado una decisión sobre
lo que te dije? ¡QUIERO SABERLO!-
Victoriano haciendo caso omiso a las palabras de su mujer, colgó
la gabardina en una percha que había en el pequeño recibidor y se puso las
zapatillas de estar por casa, luego entró en el baño para lavarse las manos
antes de comer. La mesa estaba puesta, se sirvió medio vaso de vino del que le
mandaban del pueblo y rellenó el resto del vaso con gaseosa. Julia le plantó
delante un humeante plato hondo ¡POTAJE DE VIGILIA! Con lo hecha polvo que
estaba su mujer y le había hecho un potaje con sus espinacas, su bacalao, sus
garbanzos, su huevo duro… ¡Nadie hacia el potaje como Julia! Todos los viernes
de cuaresma desde que llevaban casados, en su casa se comía potaje de vigilia y
hoy que no era ni siquiera viernes, Julia le hacía su plato preferido.
Victoriano esbozó una amplia sonrisa tras la cuchara sopera. Julia observó con
ojos fríos, como su marido terminaba el plato y lo rebañaba con un migón de
pan, mientras ella apenas probaba el guiso. Luego se tomó un par de pastillas
para los dolores y dejo a Vitoriano lavando los platos y recogiendo la cocina.
Una vez que el hombre hubo terminado de fregar, se sentó en
el sofá y distraído, hizo un recorrido somnoliento por la programación de la
tele. Finalmente se decidió por una cadena donde daban noticias. Descabezó una
corta siesta y luego se levantó del sofá. Julia estaba en la habitación. Dormía
profundamente gracias al tranquilizante, agotada por muchas noches seguidas de
dormir mal. Un pelo blanco, corto y fuerte le había empezado a crecer en la
cabeza, después de que el anterior se le cayera a causa del tratamiento. Su
piel había adquirido una palidez nacarada y se le había pegado a los huesos.
A pesar de los estragos, Victoriano seguía encontrando guapa
a su mujer. Le acarició la mejilla y le dio un beso en la frente. Luego, con
paso sigiloso, se dirigió hasta el salón y volvió con un cojín. Lo colocó sobre
la cara de Julia y apretó con fuerza. Durante un rato, el cuerpo de la mujer se
agitó bajo la presión. Cuando Vitoriano retiró el cojín, se encontró con la
mirada vidriosa de Julia. Suavemente le cerró los ojos. Algo en la expresión de
su mujer se había suavizado, incluso pudo advertir un esbozo de sonrisa en sus
labios.
Victoriano fue hasta la cocina y cogió la bolsa con las
cosas que aquella mañana había comprado en la ferretería. Estiró los dos metros
de cuerda entre sus manos e hizo un nudo corredizo en la punta. Luego
ayudándose de una banqueta, ató el otro extremo de la cuerda a la lámpara del
salón. Comprobó con un tirón que la cuerda estaba atada con firmeza a la base
de la lámpara, luego se pasó el nudo corredizo por el cuello y lo apretó en
torno al mismo. Pensó en lo que dirían al día siguiente los medios de
comunicación sobre lo ocurrido aquella tarde en el pequeño piso: “Un nuevo caso
de violencia doméstica”. Pero no, no era aquello lo que había sucedido. Aquel
era un caso de “compromiso” ni más ni menos. Él no había hecho otra cosa que
saldar una antigua deuda, de cumplir con unos votos sagrados que había
pronunciado un día, ya lejano. Luego la banqueta cayó con un clonc seco sobre
el suelo del salón.
Dr Miriquituli
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