sábado, 25 de mayo de 2013

EN LA SALUD Y EN LA ENFERMEDAD


Victoriano se levantó antes que su mujer, tampoco demasiado temprano. De todas maneras, no tenía nada que hacer en todo el día. Cada mañana, igual que desde hacía muchísimos años, se afeitaba concienzudamente. Últimamente se dejaba trozos de cara sin afeitar. Su vista no era ni mucho menos la de antes y Julia… la pobre, bastante tenía con lo suyo como para andar mirándole si iba bien o mal afeitado. A pesar de su acusado decaimiento físico, ella le preparaba cada noche la ropa que se tenía de poner al día siguiente, doblada sobre una silla del dormitorio. A ella nunca le había gustado que su marido fuera “hecho un Adán”

 

Poco sabía Victoriano de las labores de la casa. Era de una generación donde el hombre traía un sueldo y la mujer se ocupaba de la casa y de los hijos. Ahora todo había cambiado, las mujeres trabajaban fuera y los hombres compartían las labores del hogar y el cuidado de los niños. Al menos a si era en el caso de sus dos hijos. Unos muchachos buenos y estudiosos que no les habían dado demasiados disgustos, pero que ya hacia mucho tiempo habían volado del nido y vivían lejos con sus respectivas familias. Julia hablaba con ellos a diario, desde los ya mas de tres años que duraba su enfermedad.

 

El hombre se calentó un café con leche en el micro ondas de la minúscula cocina de aquel piso minúsculo, en un barrio anodino de la gran ciudad. Extrajo una serie de pastillas de un pastillero que clasificaba los medicamentos que debía tomar, por tomas y por días y las tragó acompañadas de unos sorbos de café con leche. Luego partió con sus manos unas galletas María y las mojó en el resto del café. Mientras veía las noticias en la televisión de la cocina, oyó como su mujer se agitaba en la habitación contigua.

 

-Buenos días ¿Cómo has pasado la noche?- Pregunto Victoriano desde la puerta de la habitación

 

Desde que su mujer había caído enferma, la convivencia en el pequeño piso se había hecho irrespirable. Su mujer ya de por si bastante malhumorada, últimamente estaba de un humor de perros.

 

-Mal, como la anterior y la anterior… -

 

-Ahora mismo te preparo el desayuno para que te puedas tomar los medicamentos. Ya sabes lo que ha dicho el médico “Tienes que comer bien para coger fuerzas y así poder aguantar el tratamiento”-

 

-Lo que tienes que hacer es lo que te dije el otro día…. ¿Lo vas a hacer o no?-

 

Victoriano haciendo caso omiso al chaparrón de recriminaciones, se volvió a la cocina, recogió la mesa y puso sobre la misma el desayuno y las pastillas de su mujer. Luego enjuagó la taza y la cuchara mientras esperaba a que Julia saliera del baño

 

Su mujer se sentó a la mesa, bebió un poquito de zumo de naranja de tetrabrik, mordisqueó con desgana una galleta y se tomo una a una la multitud de pastillas que su marido había dejado junto a la taza de café. Victoriano aprovecho ese momento para estirar la cama y vestirse con la ropa que, como llevaba haciendo invariablemente más de 4 décadas, su mujer le había dejado perfectamente doblada sobre la silla del dormitorio.

 

Mientras los dos habían disfrutado de una salud aceptable, pasaban largas temporadas en la casa del pueblo. Allí Victoriano tenía en que ocuparse: Podar, regar los árboles, un pequeño huerto… Conocía a todo el mundo y todo el mundo le conocía a él… pero ahora estaba siempre encerrado en casa, invadiendo un lugar que no era el suyo. “Ama de casa”  allí él no era el amo, era tan solo un estorbo en una casa en la que el ama se veía impotente para casi todo y él era siempre el blanco de un implacable ajuste de cuentas atrasadas y olvidadas o al menos eso era lo que el creía. Su relación conyugal estaba a años luz de ser un “contigo pan y cebolla”, pero reflexionando un poco era todo lo que le quedaba. Realmente, sólo se tenían el uno al otro. 

 

-¡Quiero que hagas lo que te pedí el otro día y quiero que lo hagas hoy! ¡SABES QUE ME LO DEBES!-

 

-No se si hoy podré hacerlo…- Dijo Victoriano, agachando la cabeza ante la dura mirada despojada de cualquier tipo de piedad, que le dirigía Julia desde la mesita de la cocina.

 

Victoriano, compuso en el baño los escasos cabellos que aún le quedaban sobre la cabeza, con agua y un peine. Luego se puso una gastada gabardina gris, cogió una carpeta azul descolorida, de esas que se cierran con una gomita y salió por la puerta del pequeño piso dejando atrás los reproches de su mujer.

 

Hacía fresco en la calle. La ciudad llevaba despierta muchas horas, ajena a las tribulaciones de los dos ancianos en su pequeño piso.

 

El hombre se dirigió a un par de sucursales bancarias en donde le actualizaron varias cartillas de ahorros que llevaba en la carpetita azul. Luego compró el pan y vago sin rumbo por un barrio que le era completamente extraño. Era una barriada obrera en el extrarradio de la gran ciudad. Allí había vivido más de cuarenta años, desde que él y Julia se habían venido del pueblo. Pero ahora todo era distinto. Casi todos los negocios eran nuevos y la gente…. De la gente de antes apenas quedaba nadie, incluso había cambiado la composición étnica del vecindario. Un totum revolutum de cien nacionalidades, razas y lenguas distintas. Una gente que miraba con absoluta indiferencia desde las ventanas de sus viviendas abarrotadas, a aquel viejo que vagaba solitario por las calles.

 

Aún le quedaba un último recado por hacer. Victoriano entró en una ferretería de aspecto antiguo. Tras el mostrador de chapa gastada por el roce de un millón de tornillos y tuercas, un hombre joven con un guardapolvo azul le saludó por su nombre:

 

-¡Hombre, cuanto bueno por aquí, señor Vitoriano! ¿Cómo va la señora?-

 

-Ahí anda, un poco pachucha, la pobre… ¿Y tu madre?-

 

-Muy bien, muy bien ¡Hecha una reina! La vi el mes pasado…esta en una residencia muy buena en Tarancón, aquí al ladito….

 

Victoriano pensó para si: “yo no acabaré en una mierda de residencia a tomar por culo de mi casa”

 

El anciano compró unos tornillos y un par de metros de cuerda de cáñamo, que el dependiente midió en unas marcas sobre el mostrador. Luego se despidió y salió a la calle a continuar con su deambular sin rumbo hasta la hora de comer.

 

Cerca de casa, se sentó en un banco, justo en frente del colegio. Le gustaba ver a la chavalería bulliciosa saliendo en tropel cuando llegaba la hora. Y ¿Por qué no decirlo? También le gustaba ver a las mamás que iban a buscar a los niños.

 

Sentado en el banco, con el bienestar que proporcionaba a sus viejos huesos el sol del medio día, Mariano echó la vista atrás. Recordó la última vez que había echado un polvo. Bueno…. Si es que a aquel desangelado encuentro en una sórdida casa de citas, se le podía llamar polvo. Aún recordaba los gritos y gemidos de una mujer cuando le hacía el amor… Cuando hacia el amor con Julia y cuando hacia el amor con Clara…. ¿Qué habría sido de Clarita? Su relación a punto estuvo de dar al traste con su matrimonio. Él no buscó aquella relación, pero…. Aquel verano tan caluroso…. Toda la familia fuera y el solo en la ciudad… ¡En fin!

 

Consultó el reloj de pulsera y dirigió sus pasos con desgana hacia casa. Al abrir la puerta, el sonido de la tele se mezclaba con el tintineo de la tapa de una cacerola en el fuego. Julia estaba tumbada en la cama y al oír la puerta se incorporó.

 

-¡A buenas horas! Cualquier día vienes a comer a la hora de la cena… aunque total para lo que haces en casa ¿Has tomado una decisión sobre lo que te dije? ¡QUIERO SABERLO!-

 

Victoriano haciendo caso omiso a las palabras de su mujer, colgó la gabardina en una percha que había en el pequeño recibidor y se puso las zapatillas de estar por casa, luego entró en el baño para lavarse las manos antes de comer. La mesa estaba puesta, se sirvió medio vaso de vino del que le mandaban del pueblo y rellenó el resto del vaso con gaseosa. Julia le plantó delante un humeante plato hondo ¡POTAJE DE VIGILIA! Con lo hecha polvo que estaba su mujer y le había hecho un potaje con sus espinacas, su bacalao, sus garbanzos, su huevo duro… ¡Nadie hacia el potaje como Julia! Todos los viernes de cuaresma desde que llevaban casados, en su casa se comía potaje de vigilia y hoy que no era ni siquiera viernes, Julia le hacía su plato preferido. Victoriano esbozó una amplia sonrisa tras la cuchara sopera. Julia observó con ojos fríos, como su marido terminaba el plato y lo rebañaba con un migón de pan, mientras ella apenas probaba el guiso. Luego se tomó un par de pastillas para los dolores y dejo a Vitoriano lavando los platos y recogiendo la cocina.

 

Una vez que el hombre hubo terminado de fregar, se sentó en el sofá y distraído, hizo un recorrido somnoliento por la programación de la tele. Finalmente se decidió por una cadena donde daban noticias. Descabezó una corta siesta y luego se levantó del sofá. Julia estaba en la habitación. Dormía profundamente gracias al tranquilizante, agotada por muchas noches seguidas de dormir mal. Un pelo blanco, corto y fuerte le había empezado a crecer en la cabeza, después de que el anterior se le cayera a causa del tratamiento. Su piel había adquirido una palidez nacarada y se le había pegado a los huesos.

 

A pesar de los estragos, Victoriano seguía encontrando guapa a su mujer. Le acarició la mejilla y le dio un beso en la frente. Luego, con paso sigiloso, se dirigió hasta el salón y volvió con un cojín. Lo colocó sobre la cara de Julia y apretó con fuerza. Durante un rato, el cuerpo de la mujer se agitó bajo la presión. Cuando Vitoriano retiró el cojín, se encontró con la mirada vidriosa de Julia. Suavemente le cerró los ojos. Algo en la expresión de su mujer se había suavizado, incluso pudo advertir un esbozo de sonrisa en sus labios.

 

Victoriano fue hasta la cocina y cogió la bolsa con las cosas que aquella mañana había comprado en la ferretería. Estiró los dos metros de cuerda entre sus manos e hizo un nudo corredizo en la punta. Luego ayudándose de una banqueta, ató el otro extremo de la cuerda a la lámpara del salón. Comprobó con un tirón que la cuerda estaba atada con firmeza a la base de la lámpara, luego se pasó el nudo corredizo por el cuello y lo apretó en torno al mismo. Pensó en lo que dirían al día siguiente los medios de comunicación sobre lo ocurrido aquella tarde en el pequeño piso: “Un nuevo caso de violencia doméstica”. Pero no, no era aquello lo que había sucedido. Aquel era un caso de “compromiso” ni más ni menos. Él no había hecho otra cosa que saldar una antigua deuda, de cumplir con unos votos sagrados que había pronunciado un día, ya lejano. Luego la banqueta cayó con un clonc seco sobre el suelo del salón.


 

Dr Miriquituli     

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